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Las tecnológicas y el Síndrome del Falso Yogur Adictivo

Fotografía: © M.M.Capa

Imagínense una compañía alimentaria cuyo yogur lo consumen 2.200 millones de personas, un tercio de la población mundial. El producto es casi gratis (o al menos lo parece) y cada consumidor lo recibe con su sabor favorito. No pasaría nada si esa empresa pagara impuestos acordes con la dimensión de sus ventas y sus beneficios, contratara cada año a miles de personas para seguir creciendo y, además, su yogur fuera nutritivo y de calidad. Pero de pronto se descubre que esto no es así, sino que un tercio de los habitantes del planeta está bajo el Síndrome del Falso Yogur Adictivo, provocado por las llamadas BAADD.

 

La sigla BAADD la acuñó, en enero de 2018, la revista “The Economist”. En su opinión, los titanes tecnológicos Facebook, Google y Amazon son empresas BAADD, es decir “big, anti-competitive, addictive and destructive to democracy” (malas, anti-competitivas, adictivas y destructivas para la democracia).

Si las compañías componentes de este triunvirato económica y socialmente dictatorial se han ganado tan malsonante calificación de BAADD –que podríamos traducir libremente al castellano como “MAALAAS”– es por la plaga tóxica que, de un modo sigiloso pero implacable, han extendido sobre el planeta. Y esa plaga es la que acabo de bautizar como el Síndrome del Falso Yogur Adictivo.

Para ilustrar las causas y efectos de tal Síndrome, volvamos a la alegoría del yogur: una empresa gigante, más o menos del tamaño de Facebook, lleva su producto a unos 2.200 millones de seres humanos, aproximadamente un tercio de la población del planeta Tierra. Imaginemos que ese producto es un yogur que, en apariencia, no cuesta nada a los consumidores, quienes además en cada momento consumen el que les apetece, con gran variedad (también aparente) de sabores y texturas; el yogur gusta tanto que se hace imprescindible en cualquier dieta… Hasta aquí, todo correcto, salvo la incomodidad que a muchos supone depender de un cuasi monopolio de escala prácticamente planetaria. Pero ninguna autoridad de la competencia parece preocuparse.

Sin embargo, después de muchos años de crecimiento imparable, llegó para este titán del yogur un año decisivo: 2018. Es el ejercicio que, casualmente, califiqué hace ahora casi un año como “El Año Cero después de la Posverdad” (véase el número 34 de HISPATRADING, de abril-junio 2018).

OCHO DESCUBRIMIENTOS… O CONSTATACIONES

¿Qué ocurrió en este Año Cero para este y otros gigantes monopolísticos, los mismos que “The Economist” califica como BAADD? Pues que salieron a la luz varios descubrimientos o síntomas que antes sólo sospechábamos o, si los conocíamos, pocos nos atrevíamos a plantear abiertamente. Veámoslos uno a uno:

El primer descubrimiento (o más bien constatación) es que la citada empresa ni siquiera produce ese yogur, sino que sólo distribuye, bajo la forma de yogur, multitud de productos que no siempre son nutritivos ni alimenticios.

El segundo es que ese supuesto yogur en realidad lo fabrican los propios consumidores, quienes lo depositan gratis (o eso creen ellos) en la inmensa red (tan inmensa que se cita siempre con mayúsculas: La Red) para su consumo aparentemente gratis (o casi) por otros consumidores.

El tercero es que muchos de esos fabricantes que meten el supuesto yogur en la inmensa red cuasi monopolística ni siquiera son consumidores, sino otras empresas o intereses que además se valen de ignotos robots para producir tal sustancia en cantidades industriales (tan industriales que, cuando les viene bien, saturan con ella determinados mercados, hasta el punto de moverlos arriba o abajo, a izquierda o derecha, según les conviene a esos fabricantes robotizados y agitadores de tendencias).

El cuarto descubrimiento es que, en muchísimos casos, sobre todo en los de masivos efectos sobre el censo electoral (ese mismo que se puede mover de izquierda a derecha, etcétera), el yogur ni siquiera es yogur, sino un producto adictivo y tóxico que sirve para que los consumidores/votantes hagan cosas que generan para la empresa distribuidora ingentes beneficios, de los que se llevan una gran tajada (en forma muchas veces de réditos políticos) otras empresas, poderes o intereses que ni siquiera deberían dedicarse al negocio del yogur. Un negocio que, por cierto, el año pasado fue bautizado con esa horrible palabrota de posverdad (antes llamada simplemente mentira).

El quinto descubrimiento (o también constatación, porque todos los Ministerios de Hacienda lo saben aunque ninguno se atreva aún a combatirlo) es que ese supuesto fabricante de supuestos yogures que llegan a un tercio de la población mundial prácticamente no paga impuestos. O, si los paga, es dónde le apetece (y no en todas partes donde vende su yogur, lo que sería lo correcto), y además en un porcentaje ínfimo en comparación con sus ventas y beneficios de dimensión planetaria.

El sexto descubrimiento es que hay al menos otros dos fabricantes de cosas parecidas al falso yogur, que hacen más o menos lo mismo, aunque a otra estala y con otros productos igual de adictivos.

El séptimo es que este triunvirato monopolístico –y varios de sus congéneres–acumula ya tanto poder económico y político, que va a ser muy difícil controlarlo, por más que sus máximos responsables sean llamados a declarar en las más importantes sedes parlamentarias y decidan (como hizo Mark Zuckerberg, presidente de Facebook) que declaran sólo dónde y cómo les dé la gana, mientras sus corifeos hablan de que “no se puede poner puertas al campo” (quizás para que los lobos puedan circular con libertad entre las ovejas).

El octavo –y quizás más grave– descubrimiento es que ya se están constatando, en millones de consumidores, los efectos nocivos del Síndrome del Falso Yogur Adictivo. Esos efectos se identifican incluso con términos muy sencillos, pese a ser gravísimos entre las poblaciones afectadas: Brexit, Trump, el “procés”, Putin, los rohinyás… Como los cuatro primeros efectos del Síndrome han sido de sobra comentados, dedicaremos unas líneas sólo al último, al que afectó a la desdichada población musulmana habitante del oeste de Myanmar (antes Birmania). Los birmanos, que por supuesto apenas leen periódicos, tienen acceso masivo, pese a su extrema pobreza (o precisamente por ella), a Facebook, ya saben, uno de los fabricantes de yogur. De hecho, Facebook es su principal (y casi único) medio de comunicación en internet. Es decir, sólo se alimentan del yogur de nuestra historia. Esto tiene su lógica: para consumirlo, sólo les hace falta un teléfono móvil, que además usan para muchas más cosas. No tienen que comprar un periódico cada día, ni adquirir a plazos un televisor de plasma, ni dedicar mucho tiempo a la lectura y la reflexión. Los agitadores del racismo, como por ejemplo ciertos monjes radicales budistas, saben eso e inundaron Facebook de mensajes de odio contra los 1,2 millones de musulmanes rohinyás que vivían en Myanmar. Resultado: una auténtica limpieza étnica que provocó en 2018 el éxodo de 700.000 rohinyás a campos de refugiados de la vecina y pobrísima Bangladesh. Al referirse a este caso de tintes genocidas (más de 9.400 rohinyás han muerto, la mayoría de ellos asesinados), una investigadora de la ONU declaró en marzo de ese año que “Facebook se ha convertido en una bestia”. Y lo dijo mientras Zuckerberg declaraba (tras el escándalo de fuga de datos de casi noventa millones de usuarios de su red social) que Facebook tenía mecanismos eficaces para detectar y eliminar los mensajes de odio.

¿Y también las estupideces? Por volver a otro efecto del Síndrome del Yogur, hablemos de lo ocurrido en la menguante Gran Bretaña: “El Brexit no habría sucedido sin Cambridge Analytica”. Lo dijo Christopher Wylie (véase “El País” de 27 de marzo de 2018), arrepentido ex cíber-cerebro de la firma inglesa, famosa por haber usado en sus campañas de manipulación los datos de casi noventa millones de usuarios de Facebook. Unas campañas que no sólo sirvieron para impulsar el Brexit, sino también el tramposo triunfo de Trump (uno de cuyos principales donantes electorales es, por cierto, socio de Cambridge).

Podríamos enumerar más descubrimientos, no sólo aparecidos hasta ahora, sino también algunos de los que pronto surgirán. Pero, de momento, los ocho citados parecen suficientes para ilustrar este Síndrome del Falso Yogur Adictivo.

¿LLEGARÁ A TIEMPO LA VACUNA?

Precisamente el caso de Cambridge Analytica (que tuvo que declararse en quiebra apenas dos meses después que estallara el escándalo del uso masivo de los datos de los usuarios de Facebook) fue el que hizo saltar las alarmas y provocó que todo el mundo descubriera el Síndrome. La gran pregunta ahora es: ¿llegará a tiempo una vacuna? O, mejor: ¿disponemos las democracias y las economías occidentales de recursos para elaborar esa vacuna? Me gustaría responder que sí, pero, por ahora, sólo me atrevo a enumerar algunos de estos anticuerpos, sin saber si serán suficientes.

El primer recurso está en el propio concepto de democracia. ¿Podemos permitir nuevos casos como el Brexit, Trump o el “procés”, en los que se condicione el voto de millones de ciudadanos, cuyos datos han sido fraudulentamente utilizados para provocar en ellos una intoxicación masiva con falso yogur adictivo? Ese yogur –ya saben, producido por gentes tan poco fiables como Putin y otros amigos de Trump y del Brexit– que acaba convertido en un enemigo de la propia democracia. “Libertad de expresión, no poner puertas al campo” y proclamas similares sueltan los corifeos de las BAADD. Pero no es cierto: claro que es posible limitar el alcance del yogur adictivo, de la posverdad ¿Acaso no han conseguido regímenes como el chino capar la potencia de las redes sociales en sus territorios? Cierto: ellos sí lo han hecho como arma de control político y atentando contra la libertad de expresión, pero las democracias también deberíamos hacerlo como instrumento de control democrático. ¿Cómo? Con tecnología. La misma que identifica tus gustos y tus preferencias en la Red para luego bombardearte con publicidad, o la que evita que se cuelguen de cualquier manera contenidos porno, puede usarse para detectar mensajes de odio o mentiras. Para ello, recurramos también a herramientas básicas del periodismo: una cosa es opinar (y aquí la libertad de expresión sí debe ser un valor intocable), pero otra cosa es difundir falsa información, eso que se llama ahora fake news o posverdad. Y eso es lo que provoca el odio: decir mentiras como que el otro (sea rohinyá, mejicano, judío, musulmán o español) te roba. Cierto que los medios tradicionales también mienten y manipulan, pero están sometidos a mayor control que las BAADD: primero, el de otros medios contrapuestos; segundo, el de las leyes, las constituciones y, en última instancia, los tribunales de justicia; tercero, el de los propios profesionales de los medios, que debemos actuar con ética y profesionalidad, conscientes de que somos parte del llamado Cuarto Poder de la democracia. ¿Podemos pretender que los titanes de la Red filtren la información falsa? Que se gasten dinero y recursos en hacerlo, igual que se los gastan los medios tradicionales, obligados a contratar periodistas que contrasten las informaciones antes de publicarlas. Pero, claro, eso es caro. Y ellas, las grandes tecnológicas, se declaran depositarias de un futuro económico construido a base de mayor productividad, bajos costes, casi nulas regulaciones y libertad de expresión (y de falsa información) aparentemente gratis para todos…

Por lo mismo, las BAADD se resisten a pagar los mismos impuestos que el resto de compañías. Así pueden competir mejor. Como compiten contra los hoteles las plataformas de alquiler de viviendas turísticas, o contra los taxistas las plataformas de coches de alquiler con conductor (por cierto, mi barrio está lleno de carísimos Teslas de estas plataformas… ¿Alguien me explica cuántos viajeros hay que transportar cada día para amortizar un coche que cuesta entre 86.000 y 149.000 euros?).  Menos costes, menos regulaciones y menos impuestos aumentan la competitividad, mientras la economía tradicional se fastidia y paga impuestos como la ley manda y se somete a todas las normas legales existentes. Este, meter a las BAADD en el mismo marco fiscal y regulatorio que el resto de empresas (que ya es bastante relajado en muchos casos), puede ser el otro gran anticuerpo para fabricar la vacuna: a nivel europeo ya se mueve la idea de una nueva fiscalidad sobre los gigantes tecnológicas, una fiscalidad real, sobre sus ventas y beneficios reales, abonada en cada territorio donde se generen, en vez de en el paraíso fiscal más conveniente. Hasta Trump por una vez ha dicho algo aceptable al afirmar que Amazon debe pagar más impuestos.

En democracia, las constituciones y las leyes están hechas para proteger a los ciudadanos de la temida ley del más fuerte, desastrosa tanto en lo político como en lo económico. Es la ley del más fuerte la que permite a Amazon explotar a sus empleados (que sólo hace poco han comenzado a alzar la voz) y competir con armas inalcanzables para el comercio tradicional; la que permite a Facebook usar indebidamente los datos de sus usuarios y además dejar que cualquier falsa noticia infecte a millones de personas; la que permite a Google decidir qué es o no es trascendente; la que permite a las grandes plataformas de falsa economía cooperativa actuar como auténticas multinacionales alérgicas a los impuestos, a las regulaciones y a los derechos de consumidores y trabajadores… Podríamos seguir así y casi ninguna gran tecnológica se libraría… ni siquiera esas cuyos empleados, sorprendentemente, conducen prohibitivos Teslas (y yo no he visto nunca un taxi tradicional de esta marca).

Se alegará que estas vacunas son aún más difíciles de aplicar fuera de los espacios democráticos. Correcto. ¿Cómo controlar falsas noticias vomitadas desde países sin control jurídico alguno? De nuevo, la solución es tecnológica: si no eres capaz, por ejemplo, de identificar a tus usuarios (igual que lo hace una compañía eléctrica o telefónica), no dejes que esos usuarios anónimos –posiblemente robots manipulados por radicales en un país sin Estado o en un Estado sin democracia– envíen nada fuera de sus fronteras. Y eso sí es posible. Sólo hay que invertir en ello, como se ha invertido en programas antivirus, por ejemplo. ¿Por qué los robots de Putin o de otros grandes manipuladores intervienen en la mayor parte de las campañas electorales europeas para favorecer posiciones ultranacionalistas, xenófobas o supremacistas? Porque los grandes de la Red no identifican bien a sus usuarios. No quieren ponerle puertas al campo… ni a los depredadores que lo recorren con libertad. ¿Por qué hay casos de cíber acoso sexual incluso a menores? Por lo mismo: porque un menor sí puede acceder de cualquier modo a la Red (y, por supuesto, caer en ella). ¿Qué pasaría si tuviera idénticas facilidades para conseguir un carnet de conducir, una licencia de caza mayor o incluso una ametralladora?

Las vacunas se llaman Democracia y Estado de Derecho. Usémoslas antes de que el falso yogur adictivo las destruya del todo.

 

Nota: Versión del artículo que publiqué en el número 35 de la revista trimestral digital HISPATRADING MAGAZINE (julio/septiembre 2018) http://www.hispatrading.com/es/

 

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La Rusia de los amigos de Putin (y 2): el asalto mafioso a la economía

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

“En una sociedad donde la combinación de burocracia esclerótica e incompetencia pura y dura ha hecho que se atasquen todos los engranajes, el mercado negro es el único lubricante. La URSS funcionó con ese lubricante a lo largo de toda su historia y dependió totalmente de él en los últimos diez años. A partir de 1991, la mafia, que ya controlaba el mercado negro, lo único que hizo fue salir del escondrijo para expandirse. Y desde luego que lo hizo, pasando rápidamente de las áreas de fraude organizado normales –alcohol, drogas, protección, prostitución– a todas las facetas de la vida. Lo más impresionante fue la rapidez y crueldad con que se llevó a cabo el virtual asalto de la economía”.

 “El grupo criminal en el círculo de Putin ha aprendido a manipularle”. Lo dice Mijaíl Jodorkovsky, magnate ruso exiliado en Gran Bretaña, en una entrevista publicada por el “EL PAÍS” el 21 de marzo. Esto fue sólo tres días después de que Vladímir Putin arrasara en las elecciones presidenciales y se asegurara que seguirá en el poder hasta 2024 (acumulará así sólo cinco años menos que los 29 que estuvo Stalin al frente de la URSS). Y todo ello, mientras arrecia la guerra diplomática occidental contra Moscú por el envenenamiento de un ex espía ruso y su hija en territorio británico. Y mientras vuelven a volar los misiles occidentales sobre el dictatorial régimen sirio que, con el apoyo de Putin, sigue gaseando y bombardeando a sus propios ciudadanos.

Que la mafia y otros círculos criminales sobrevuelen el poder político no es noticia. Pasa en casi todas partes. En el libro que acaba de publicar sobre Donald Trump, el ex director del FBI James Comey afirma que “estar con él me traía recuerdos de cuando era fiscal antimafia”. Pero en Rusia, esta simbiosis entre mafiosos y gobernantes es especialmente intensa y viene de antiguo. Lo comentamos en el anterior artículo de esta bitácora (http://wp.me/p4F59e-8r), dedicado a una interesante obra de Frederick Forsyth: “El Manifiesto Negro”. Escrita en 1996, la novela hace un ejercicio de política ficción y se ambienta en 1999 para narrar la historia de un xenófobo, racista y mafioso candidato a las presidenciales rusas del año siguiente. Las primeras que, por cierto, ganó Putin tras la dimisión de Boris Yeltsin.

En la novela no se cita a Putin en ningún momento, quizás porque en 1996 aún no era muy conocido, pese a su pasado en el KGB, que prolongó en el organismo que lo sucedió, el Servicio Federal de Seguridad, del que fue nombrado director en 1998. Pero sí aparecen en el libro de Forsyth otros inquietantes altos cargos de ambos servicios, por no hablar del aún más inquietante líder político populista: Igor Komároz, un sujeto que se presenta a las elecciones respaldado por ingentes capitales de origen mafioso y con un programa oculto nazi y supremacista (ese “Manifiesto Negro” que da título a la novela) que podrían firmar los mismísimos Adolf Hitler o Joseph Stalin.

Tras describir cómo la mafia se infiltró en la economía soviética durante los últimos años de la URSS (véase artículo anterior de este blog), “El Manifiesto Negro” cuenta cómo esa infiltración fue aún más intensa con el nacimiento de la nueva Rusia tras la caída del Muro de Berlín.

CONQUISTA EN TRES FASES

Ese “asalto de la economía” al que aludíamos al principio de este artículo, fue posible para la mafia gracias a tres factores muy bien descritos en la novela:

“El primero fue la capacidad para una violencia brutal e inmediata que la mafia rusa exhibía cuando sus planes se veían obstaculizados de alguna manera, una violencia que habría dejado en pañales a la Cosa Nostra norteamericana (…). El segundo fue la impotencia de la policía. Escasa de dinero y de plantilla, sin experiencia (…), la milicia no daba abasto. El tercero fue la endémica tradición rusa de corrupción”.

Y este último factor, el de la corrupción, fue alentado a su vez por un componente puramente económico:

“A ello contribuyó la inflación galopante que se desató en 1991 para consolidarse alrededor de 1995. Bajo el comunismo el tipo de cambio estaba en dos dólares americanos por rublo, cosa ridícula y artificial en términos de poder adquisitivo, pero vigente dentro de la URSS, donde el problema no era la falta de dinero sino de bienes. La inflación acabó con los ahorros y dejó en la pobreza a los trabajadores con salario fijo. Cuando la semanada de un policía urbano vale menos que los calcetines que lleva es difícil persuadirle de que no acepte un billete metido dentro de un carnet de conducir evidentemente falso”.

Con todo esto jugando a su favor, la mafia rusa penetró con rapidez en los negocios legítimos, hasta el punto de hacerse con el control del 40 por ciento del producto interior bruto:

“La Cosa Nostra americana tardó una generación en comprender que los negocios legítimos, conseguidos con las ganancias del chantaje, servían para incrementar las ganancias y blanquear el dinero. Los rusos lo comprendieron en sólo cinco años y en 1995 controlaban el 40 por ciento de la economía nacional (…). El problema era que se habían excedido. Hacia 1988, la codicia había resquebrajado la economía de la que vivían. En 1996 una parte de la riqueza rusa por valor de 50.000 millones de dólares, principalmente en oro, diamantes, metales preciosos, petróleo, gas y madera, estaba siendo robada y exportada ilegalmente. Las mercancías se compraban con rublos prácticamente desvalorizados, e incluso así a precios de liquidación, por los burócratas que controlaban los órganos del Estado, y se vendían en el extranjero a cambo de dólares. Algunos de estos dólares eran después reconvertidos en millones de rublos al objeto de seguir financiando sobornos y crímenes. El resto quedaba a buen recaudo en el extranjero”.

Frederick Forsyth dedica también páginas brillantes a narrar la penetración mafiosa en la banca: cómo se pasó del único banco de la época comunismo, el Narodny o Banco del Pueblo, hasta los más de 8.000 surgidos con la ebullición capitalista; cómo muchos de estos quebraron o simplemente se esfumaron con el dinero de los depositantes, hasta que a finales de los noventa no quedaron más que “unos cuatrocientos bancos más o menos fiables”; o cómo lograba mandar en ellos la mafia:

“La banca no era una ocupación segura. En diez años más de cuatrocientos banqueros habían sido asesinados, normalmente por no ceder por completo a las exigencias de los gánsteres de préstamos sin aval y otras formas de cooperación ilegal”.

LA POSVERDAD ANTES DE PUTIN

Y para dejar bien claro que no hay nada nuevo bajo el Sol, “El Manifiesto Negro” se ocupa detenidamente de eso que antes llamábamos mentira y que ahora se llama posverdad. Y demuestra que no hay que esperar a uno de sus principales impulsores recientes, el nuevo zar Putin, para encontrarla mucho antes en la política rusa. Boris Kuznetsov, el jefe de propaganda del partido ultraderechista de Komároz, sabe bien cómo manejar esa posverdad:

“Durante su estancia en Estados Unidos Kuznetsov había estudiado y quedado impresionado de cómo unas relaciones públicas llevadas con habilidad y competencia podían generar el apoyo de las masas incluso a las más estrepitosas tonterías (…). Kuznetsov veneraba el poder de la oratoria para persuadir, disuadir, convencer y por último vencer toda oposición. Que el mensaje fuera mentira era irrelevante. Como los políticos y los abogados, él era un hombre de palabras, convencido de que no existía problema que éstas no pudieran resolver”.

Se puede generar el apoyo de las masas a “las más estrepitosas tonterías” y es irrelevante que el mensaje sea mentira. ¿Les suena? Pues pueden leer más sobre esto en una novela como “El Manifiesto Negro”, escrita dos décadas antes del Brexit, de la llegada de Trump a la Casa Blanca, del nuevo zarismo rampante de Putin y de las fantasías carlistas que sueñan con una república burguesa independiente con capital itinerante (de Bruselas a Berlín, pasando por Soto del Real y Extremera).

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Título comentado:

-El Manifiesto Negro. Frederick Forsyth, 1996. Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1998.

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La Rusia de los amigos de Putin (1): ¿Quién dijo ‘tres per cent’? ¡Donde esté un 50 por ciento!

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

“Es el representante de la mafia moscovita. Fíjese en el trato que me ofreció: él y los suyos se llevan el cincuenta por ciento de todo. A cambio compran o falsifican todas las licencias, franquicias y papeles que yo pueda necesitar. Solucionan los problemas burocráticos a golpe de teléfono, garantizan que las entregas se hagan en el plazo previsto y no haya problemas con los obreros”.

Casi 100.000 millones de euros, muchos de ellos en manos de oligarcas rusos, se blanquean cada año en el Reino Unido, según datos de la Agencia Nacional contra el Crimen británica. Lo leo en “EL PAÍS” del 18 de marzo. Desde días antes se investiga el sospechoso envenenamiento de un ex espía ruso en ese Londres que hace tiempo llaman Londongrado, por el gran poder e influencia del dinero venido del Este. El envenenamiento, por supuesto, no ha provocado medida alguna contra estos capitales de origen oscuro, sino, por ahora, sólo una mini crisis estilo Guerra Fría (con expulsión mutua de diplomáticos por parte de Londres y Moscú).

Los británicos –cuyos equipos de fútbol, medios de comunicación y otras empresas reciben masivas inversiones de magnates rusos, por no hablar de las donaciones al Partido Conservador– no se atreven a ir más allá de estas tibias medidas diplomáticas, aunque consideran que quien está cazando ex espías es precisamente el gobierno de Londongrado, es decir, al de Vladímir Putin. El mismo Vladímir Putin que ese mismo domingo 18 de marzo arrasó en las elecciones presidenciales con un 76,5 por ciento de los votos. Un espectacular resultado del nuevo zar, después de inhabilitar al único opositor que podía hacerle sombra y en medio de acusaciones de pucherazo y multitud de irregularidades (de las que han advertido los organismos internacionales). Hasta se han visto en televisión imágenes de personas introduciendo un voto detrás de otro en las urnas, o al mismo individuo votando en varios colegios sucesivamente. ¡Así volvería a ganar aquí incluso Rajoy!

Tras la victoria por aplastamiento de Putin, casi ningún líder occidental (salvo su colega Trump) ha felicitado al hombre más longevo en el poder ruso después de Stalin: el dictador comunista estuvo 29 años al frente de la URSS, de 1924 a 1953; el nuevo zar de la posverdad llegó al poder en el año 2000 y, gracias a las elecciones del 18 de marzo, lo ocupará hasta 2024 (no hay que restar a esos 24 años los cuatro, entre 2008 y 2012 , en que el jefe de Estado fue su marioneta, Dmtri Medvedev, nombrado a dedo por el propio Putin).

Así es Rusia. Nada de porcentajes irrisorios. ¿Quién se conformaría con ganar las elecciones por lo justo, o incluso por menos y obligado a formar gobiernos de coalición, como la Merkel? Putin, desde luego, no. Y la corrupción rampante que se ha apoderado desde hace décadas de la economía rusa, mucho menos. ¿Qué es esa porquería del tres per cent de los catalanes convergentes (o como se llamen ahora)? Mejor un cincuenta por ciento y no hay más que hablar, como se relata en el primer párrafo de este artículo. Un párrafo que se escribió nada menos que en 1996 y en un libro en el que, mucho antes de que se hubiera inventado el término, ya se habla de la posverdad. Se trata de “El Manifiesto Negro”, una entretenidísima y muy bien documenta novela de espionaje (como casi todas las suyas) firmada por Frederick Forsyth.

UNAS ELECCIONES DE NOVELA

La obra está ambientada en la Rusia de 1999, cuando están a punto de celebrarse elecciones presidenciales. Se espera una arrolladora victoria de cierto líder populista. Pero, por casualidad, cae en manos occidentales un texto escrito, de su puño y letra, por ese mismo líder. En ese programa oculto, llamado el “Manifiesto Negro”, el político imparable (y respaldado por las poderosas mafias rusas) deja muy claras sus intenciones dictatoriales, ultra nacionalistas, xenófobas e incluso supremacistas, pues piensa hacer con minorías como los judíos barbaridades parecidas a las que hizo Hitler… o el propio Stalin. En torno a este “Manifiesto Negro” y a los intentos occidentales de desactivar políticamente a su autor, la novela desarrolla una trama muy bien narrada y, lo que más nos interesa aquí, muy bien documentada en sus aspectos no sólo políticos, sino también sociales y económicos.

Por cierto, por si aún no han caído en la coincidencia: la novela de Frederick Forsyth está ambientada en la Rusia de 1999 que tiene la vista puesta en las elecciones de enero del año siguiente. No voy a destripar el desenlace ni a descubrirles si el nazi populista, racista y mafioso de la novela llegó a triunfar o no en las urnas. Pero ya saben quién ganó, de verdad, las elecciones rusas del año 2000.

Y ahora vayamos a los fundamentos económicos de estas historias (de la real y de la novelada).

UNA MAFIA QUE FUNCIONA

El párrafo con que se inicia este artículo es lo que le dice, en un hotel de Moscú, un empresario canadiense a un espía occidental que se hace pasar por hombre de negocios. Al escuchar la comisión del 50 por ciento, el espía le dice al canadiense:

“–Supongo que le envió a hacer gárgaras [al representante de la mafia moscovita].

–De eso nada. No soy tan tonto. A la protección que ofrecen la llaman tener un ‘techo’. Sin techo no se va a ninguna parte. Básicamente porque si les dices que no, te dejan sin piernas. Te las cortan y listo”.

Para aclarar este peculiar escenario, Frederick Forsyth ofrece a continuación una historia abreviada de la mafia rusa:

“Desde hace siglos en Rusia ha existido un hampa criminal muy desarrollada. A diferencia de la mafia siciliana, no tenía una jerarquía unificada y jamás se exportaba fuera del país. Pero existía una gran hermandad entre sus cabecillas regionales y locales, y entre sus miembros, cuya lealtad quedaba simbolizada mediante tatuajes.”

Una estructura muy asentada con la que no pudo acabar ni el comunismo soviético:

“Stalin trató de acabar con el hampa mandado a millares de sus miembros a los campos de trabajo, pero sólo consiguió que los ‘zoks’ acabaran dirigiendo prácticamente los campos con la connivencia de sus guardianes, que preferían vivir en paz a que sus familias fueran perseguidas. En muchos casos los ‘vory v zakone’ (‘ladrones por derecho’, equivalentes a los padrinos de la mafia) llegaban a dirigir sus empresas desde los barracones del campo de trabajo”.

La simbiosis entre soviéticos y mafiosos pronto desbordó el ámbito de los campos de trabajo:

“Una de las ironías de la guerra fría es que el comunismo podría haberse derrumbado diez años antes de no ser por el hampa. Hasta los jefes de partido tuvieron que acabar pactando secretamente con ella. Por una razón muy simple: era lo único que funcionaba en la URSS con cierto grado de eficacia. Un director de fábrica que elaborara un producto vital podía encontrarse con que su maquinaria se paraba debido al fallo de una simple válvula. Si pasaba por los canales burocráticos podía estar de seis a doce meses sin una válvula nueva mientras toda la planta de producción permanecía inactiva. O podía contárselo a su cuñado que conocía a un hombre bien relacionado. La válvula llegaría en una semana. Luego el director de fábrica haría la vista gorda a la desaparición de un envío de chapa de acero, que iría a parar a otra fábrica cuya chapa de acero tardaba en llegar. Y como colofón los directores de las respectivas fábricas trucarían los libros para hacer ver que habían cumplido las ‘normas’”.

¿Qué ocurrió tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y el consiguiente desmoronamiento del bloque soviético y de la propia URSS? Pues que la mafia fue aún más allá en la ocupación de las estructuras políticas y económicas de la nueva Rusia. Pero eso lo veremos en la siguiente entrega de esta bitácora. Lamento extenderme, pero no hay más remedio: Rusia, con sus más de 17 millones de kilómetros cuadrados (apenas un millón menos que Estados Unidos y Canadá juntos), es el país más extenso del mundo, sus líderes tienen una cierta tendencia a extender también más que ningunos otros sus periodos en el poder y, en consecuencia, lo que las mafias suponen para la economía rusa –y que también cuenta esta novela de Frederick Forsyth– tiene un alcance y unas dimensiones tales que necesitarán al menos otro artículo para terminar siquiera de esbozarlo.

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Título comentado:

-El Manifiesto Negro. Frederick Forsyth, 1996. Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1998.

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La intolerancia mata al ruiseñor

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

“–Preferiría que disparaseis contra botes vacíos en el patio trasero, pero sé que perseguiréis a los pájaros. Matad todos los arrendajos azules que queráis, si podéis darles, pero recordad que matar un ruiseñor es pecado.
Aquella vez fue la única vez que le oí decir que esta o aquella acción fuese pecado, y pregunté a la señorita Maudie al respecto.
–Tu padre tiene razón –me respondió–. Los ruiseñores sólo se dedican a cantar para alegrarnos. No estropean los frutos de los huertos, no anidan en los arcones de maíz, no hacen nada más que derramar su corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar un ruiseñor.”.

 No parece que haya mucha economía en este párrafo, aunque el trasfondo de la gran recesión sí late con fuerza en la obra a la que pertenece: Matar a un ruiseñor, escrita en 1960 por Harpper Lee. Con esta única novela (hasta 2017 no se publicó otra obra de esta autora), Lee se hizo un hueco en la cima de la literatura estadounidense. Mérito confirmado por el Premio Pulitzer que la novela ganó 1961 y que se ratificó un año después, cuando el director Robert Mulligan llevó la novela al cine y ganó dos Oscar: al mejor guión, obra de Horton Foote, y al mejor actor masculino, el siempre magnífico Gregory Peck en el papel de Atticus Finch (el abogado padre de la niña protagonista, a quien explica que es pecado matar a un ruiseñor).

Matar a un ruiseñor es quizás la novela que con más profundidad y, a la vez, calidad literaria, denuncia una de las peores lacras de todos los tiempos: la intolerancia. Ambientada en la Alabama de la gran crisis de 29, e inspirada en un conflicto racial acontecido en 1931, narra un opresivo ambiente de racismo. A través de la voz de una niña, nos cuenta cómo ese racismo y esa intolerancia matan al ruiseñor: sin apenas pruebas, se condena a un sospechoso de violación por el solo hecho de ser negro.

La intolerancia es el combustible que alimenta esas armas de destrucción masiva llamadas fundamentalismo religioso, racismo y nacionalismo, muchas veces interrelacionadas. Como ocurre, sobre todo, con la estrecha hermandad entre racismo y nacionalismo: cada vez que alguien añade a cualquier problema un adjetivo de carácter geográfico, como por ejemplo “el problema catalán”, “el problema español” o “el problema alemán”), siempre está marcando diferencias con el no catalán, el no español o el no alemán, como si las fronteras –geográficas o políticas– implicaran que los ciudadanos son, o deben ser, diferentes según estén a uno u otro lado de la raya. Y eso es mentira. Cualquiera que se empeña en defender las esencias inmutables de tal o cual raza, nacionalidad o religión, sabe que miente, pero lo hace porque no tiene otra cosa que ofrecer para convertirse en el jefe de la tribu. Lógico: si no crea antes conciencia de tribu, difícilmente llegará a ser su jefe.

Como los ruiseñores vuelan, no entienden de fronteras. Aunque, como pájaros inocentes que se limitan a cantar, personifiquen en la novela de Harper Lee ese papel de víctima que, en cualquier conflicto, siempre recae sobre el marginado por el fundamentalismo (el infiel), por el racismo (en este caso el negro) o por su primo hermano el nacionalismo (ya saben, el del otro lado de la raza pura: los judíos nos roban, los españoles nos roban, los inmigrantes nos roban, etc.).

Supongo que ahora comprenderán el motivo de que en este 2018, cuando esa bestia prehistórica del nacionalismo vuelve a rugir, escribo sobre esta magnífica novela. Pero también es cierto que esa intolerancia denunciada en Matar a un ruiseñor tiene raíces económicas casi siempre, cuando aparece algún politicucho populista y aprovechado que quiere sacar tajada haciendo desfilar a las masas detrás de una bandera, de un dogma o de un color de piel.

En la novela Matar a un ruiseñor, el trasfondo económico no es otro que la Gran Recesión de los años treinta, la misma que no sólo hizo rebrotar el racismo, sino también la peor versión vista hasta ahora del nazionalismo (por si alguien no se ha dado cuenta, que quede claro que el error ortográfico es deliberado).

CAMPESINOS POBRES, PROFESIONALES POBRES

Las uvas de la ira es, para mí, la Gran Novela de la Gran Recesión (http://wp.me/p4F59e-1n). Pero Matar a un ruiseñor aporta la magnífica descripción de esa sociedad pueblerina de Alabama, en el Profundo Sur, en la que los efectos de la crisis echan leña al fuego del racismo.

Los diálogos entre el abogado Atticus Finch y su hija Jean Louise nos cuentan la crisis en pocas líneas. Todo comienza cuando la niña descubre una carga de leña en el patio trasero, o un saco de nueces en las escaleras, o una caja de zarzaparrilla y acebo que le llega al letrado en Navidad. Atticus explica que es el único modo en que pueden pagar sus servicios muchos de sus humildes clientes, afectados de lleno por la depresión:

“Aquella primavera [nos cuenta Jean Louise], cuando encontramos un saco lleno de nabos, Atticus dijo que el señor Cunningham le había pagado con creces.

–¿Por qué te paga de este modo? –quise saber.

–Porque es del único modo en que puede pagarme. No tiene dinero.

–¿Nosotros somos pobres, Atticus?

Mi padre asintió con la cabeza.

–Ciertamente, lo somos (…).

–¿Tan pobres como los Cunningham?

–No exactamente. Los Cunningham son gente del campo, labradores, y la crisis les afecta más”.

 A continuación, llega la sencilla explicación –que muchos políticos aún no entienden– de cómo una crisis que comienzan golpeando a los más endeudados y desfavorecidos, a los mismos a quienes los gurús recetan “austeridad y contención salarial”, acaba extendiéndose a las clases medias (¿les suena?):

“Atticus decía que quienes tenían alguna profesión eran pobres porque los campesinos lo eran. Como el condado de Maycomb era agrícola, las monedas de cinco y de diez centavos llegaban con mucha dificultad a los bolsillos de médicos, dentistas y abogados”.

¿Y cuál es el origen de ese empobrecimiento que no respeta escalas sociales? El de siempre, el mismo de la crisis que aún nos sobrevuela:

“La amortización sólo representaba uno de los muchos males que sufría el señor Cunningham. Tenía sus campos hipotecados, y el poco dinero que reunía se lo llevaban los intereses. Por supuesto que hubiese podido conseguir un empleo del Gobierno, pero entonces habría tenido que abandonar sus campos, y él prefería pasar hambre para conservarlos y votar de acuerdo con su parecer”.

La explicación de Atticus entra en otro grave problema de las crisis en países que, como Estados Unidos, no gozan de una buena sanidad pública, ni siquiera ahora, en pleno siglo XXI y con el inmaduro, desequilibrado e incompetente Trump queriendo cargarse el Obamacare:

“Como los Cunningham no tenían dinero para costearse un abogado, nos pagaban con lo que podían.

–¿No sabíais que el doctor Reynolds trabaja en las mismas condiciones –decía Atticus–. A ciertas personas les cobra una medida de patatas por ayudar a un niño a venir al mundo”.

De este descalabro económico surge la receta de todos los populismos, los que en los años treinta nos trajeron el fascismo y el nazismo, o los que ahora nos han traído a Trump, al Brexit o al “procés”: levantar muros, alzar fronteras, echarle la culpa de todo al otro… Es decir, matar al ruiseñor.

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Título comentado:

-Matar a un ruiseñor. Harper Lee, 1960. Ediciones B, 8ª reimpresión, Barcelona, septiembre 2014.

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