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De Palmira a Inglaterra, una historia de amor 1.800 años antes del Brexit

“La más evocadora de todas es la historia de Barates (…). Se desconoce lo que le hizo viajar más de 6.000 kilómetros a través del mundo (probablemente, el trayecto más largo que nadie realizara en este libro).”.

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

El viaje de este sirio llamado Barates comenzó en Palmira y terminó cerca de la actual South Shields, una ciudad costera al noreste de Inglaterra. A muchos de los sirios que ahora huyen de la guerra les gustaría llegar tan lejos como Barates, tanto en su viaje como en su historia de amor, pues se casó con una hermosa damisela del norte de Londres. Pero a los actuales migrantes les va a ser cada vez más difícil repetir la historia de nuestro protagonista. Quizás, porque el viaje de este palmireno se produjo unos 1.800 años antes del Brexit, de la ceguera europea y del resurgimiento de los nacionalismos xenófobos (y permítanme esta redundancia, pues todos los nacionalismos son xenófobos y, como canta Jorge Drexler, “no hay pueblo que no se haya creído el pueblo elegido”).

Brexit, ceguera, nacionalismos… tres factores que, entre muchos otros, están levantando muros más altos e infranqueables que el que levantó el emperador Adriano muy cerca de la citada localidad inglesa. La diferencia es que ese muro separaba del bárbaro e incivilizado norte una auténtica unión europea que permitía que un ciudadano romano como el propio Adriano, nacido cerca de la actual Sevilla, llegara a emperador, o que otro originario de Palmira, como Barates, acabara trabajando y prosperando a 6.000 kilómetros de su lugar de nacimiento.

Aunque esta bitácora va de literatura y economía, de vez en cuando deja espacio a obras no estrictamente literarias, a condición de que estén escritas como las mejores novelas. Y eso es el último libro de la historiadora inglesa Mary Beard: “SPQR” es, como reza su subtítulo, “una historia de la antigua Roma”. No es “la Historia”, con mayúsculas. Es sólo “una historia”, pero tan maravillosamente narrada que incluso sorprenderá a quienes crean saberlo ya casi todo sobre la civilización romana.

Esta historia está cargada, evidentemente, de Historia, de Economía, de Sociología, pero todo ello narrado con una agilidad y un gusto por los detalles humanos y personales (como la vida de Barates) que permite leerla como una auténtica novela. No sorprende que su ya muy prestigiosa autora, Mary Beard, haya ganado el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2016.

CIUDADANOS DEL MUNDO
Los contenidos económicos de “SPQR” son muchos y enriquecedores. Pero me detendré sólo en los relacionados con ese mundo sin fronteras de hace 2.000 años, en el que eran normales cosas que hoy día nos parecen imposibles. La más importante de las cuales fue que cualquier persona ganara la ciudadanía romana (sin perder la suya propia) por el mero hecho de habitar dentro de las fronteras de ese imperio cuya extensión superó a la de la actual Unión Europea:

“En el año 212 d.C. [apenas cien años después de la construcción del Muro de Adriano], el emperador Caracalla decretó que todos los habitantes libres del Imperio Romano, donde quiera que habitasen, desde Escocia hasta Siria, eran ciudadanos romanos. Fue una decisión revolucionaria que eliminó de un plumazo la diferencia legal entre gobernantes y gobernados, y la culminación de un proceso que se había prolongado durante casi un milenio. Más de treinta millones de provincianos se convirtieron legalmente en romanos de la noche a la mañana. Fue una de las mayores concesiones de ciudadanía, si no la mayor, de la historia universal”.

Cierto que casi siempre Roma imponía su dominio mediante guerras crueles, aunque nunca tanto como las de ahora (¿hace falta recordar Hisoshima, los genocidios de Hitler o lo que está pasando en Siria?). Y también es verdad que muchos de los “romanizados” no querían tal ciudadanía. Sin embargo, ser romano te daba muchas ventajas, como también al Imperio que te convertía en ciudadano para que dejaras de ser enemigo. E incluso podías ser romano conservando tu ciudadanía anterior, como ya hizo Roma, mil años antes de Caracalla, cuando comenzó a extender su poder sobre la península itálica:

“A algunas comunidades de las amplias zonas del centro de Italia, los romanos extendieron su ciudadanía romana. A veces esto suponía plenos derechos y privilegios, entre ellos el derecho a votar o a presentarse a las elecciones romanas sin dejar de ser al mismo tiempo ciudadano de una ciudad local”.

Los romanos entendieron muy pronto la necesidad de integrar al otro: no sólo a la persona, sino también a su religión. Ningún panteón es más rico y variado que el romano, cuya tolerante visión de la religión sólo chocó con los monoteísmos judío y cristiano, y gracias a que el islámico aún no existía. Quien proclama que sólo su dios es el verdadero, rara vez acepta que ese mismo dios tenga otros nombres o se haya manifestado de diferentes formas en otros sitios. Pero los romanos, que aparte de ser tremendamente prácticos también sentían un profundo respeto por la religión, entendieron que ser tolerante con las creencias del otro es el primer paso para acercarse a él.

Esa amplitud de miras es la que echamos de menos ahora, en estos tiempos en los que el Brexit ha desplazado el Muro de Adriano unos 560 kilómetros al sur, hasta las orillas británicas del Canal de la Mancha; o en los que ese ignorante fascista y pésimo empresario llamado Donald Trump (por cierto, descendiente de inmigrantes) amenaza con construir un muro en los 3.185 kilómetros de frontera entre los Estados Unidos de América y los Estados Unidos de México (que así se llama el país azteca); ese muro que, por cierto, según Obama sólo serviría para encerrar dentro de sí mismo a los EE.UU. del norte.

Con estos nuevos muros fruto de la xenofobia, la estupidez y los nacionalismos, no serían posibles historias de amor e integración como la que abría este artículo, la de Barates. No sabemos qué le hizo llegar tan lejos doscientos años después de Cristo, pero sí nos dejó constancia de lo que consiguió:

“Se desconoce lo que le hizo viajar más de 6.000 kilómetros a través del mundo (…). Puede que fuera el comercio, o quizás tuviera alguna relación con el ejército. Se asentó en Britania el tiempo suficiente para casarse con Regina (“Reina”), una ex esclava britana. A su muerte a los treinta años de edad, Barates le dedicó una lápida cerca del fuerte romano de Arbeia, en South Shields. En ella se describe a Regina que, como indica el epitafio, había nacido y se había criado justo al norte de Londres, como si fuera una majestuosa matrona palmirena”.

Y otra prueba de que la romanización de Barates no le hizo olvidar ni perder sus raíces, se descubre en los idiomas que utilizó en la lápida:

“Debajo del texto en latín, Barates hizo inscribir el nombre de su mujer en la lengua aramea de su tierra natal”.

Que tomen nota los palurdos xenófobos del Brexit: el inglés aún no existía, la lengua franca era el latín, pero los nuevos romanos, como Barates, aún conservaban su lengua y su cultura, pues la lápida encontrada al norte de Inglaterra es muy similar a las muchas descubiertas en la entonces ciudad romana de Palmira (antes de que otros radicales ignorantes, los del Daesh, la atacaran). Y, por cierto, aunque el latín del Imperio Romano sea ahora una lengua muerta (y en proceso de extinción total gracias a la fabulosa reforma educativa del PP), el arameo aún lo hablan 400.000 personas (de diversas religiones) en esos países de Oriente Medio eternamente castigados por guerras mucho más crueles que las de los romanos.

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Título comentado:

-SPQR. Una historia de la antigua Roma. Mary Beard, 2015. Crítica, Editorial Planeta, Barcelona, 2016.

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La eterna guerra del petróleo

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

“Desde luego, hay petróleo en Mesopotamia, pero inaccesible para nosotros mientras haya guerra en el Oriente Medio. Y pienso que, si tanto lo necesitamos, podría ser motivo de una negociación. Los árabes parecen dispuestos a verter su sangre por la independencia. ¡Por consiguiente, harán lo mismo, con mayor facilidad, por su petróleo!”.

¿Cuánta sangre, no sólo árabe, se ha vertido en la eterna guerra por el petróleo? Ya lo advirtió Thomas Edward Lawrence en este párrafo, el último de una carta que escribió al “Times” de Londres el 22 de julio de 1920. La misiva la recoge otro genial británico, Robert Graves, en la primera biografía del famoso Lawrence de Arabia, titulada “Lawrence y los árabes”. Esta biografía fue publicada en 1927, ocho años antes de que, el 13 de mayo de 1935, Lawrence falleciera en un accidente con su motocicleta Brough Superior SS1, un modelo que adoraba y sobre el que incluso aconsejó ciertas mejores a su constructor. La escena de este accidente es la primera de la maravillosa película de David Lean, “Lawrence de Arabia”, de 1962. Y lo de “maravillosa” no es cosa mía, pues esta cumbre del Séptimo Arte ganó en los dos años siguientes nada menos que siete Oscar, cuatro Bafta, cuatro Leones de Oro y once premios cinematográficos más… si no se me ha olvidado alguno.

Pero volvamos a las guerras del petróleo. La primera, germen de todas las demás, es precisamente la que cuenta T.E. Lawrence en su monumental “Los siete pilares de la sabiduría” (900 páginas), o en su versión resumida, “Rebelión en el desierto”. Estamos en plena Primera Guerra Mundial, sobre esas arenas árabes que en aquel momento son parte del Imperio Otomano. Bajo ellas, todo el mundo sabe que hay petróleo. Y Occidente, por supuesto, lo desea, porque cada vez fabrica más vehículos a motor… como la Brough en la que se mató Lawrence.

En el capítulo preliminar de su magna obra, Lawrence explica cómo lo que en principio era un sueño de libertad, acabó convertido en una simple guerra por las riquezas de Mesopotamia, entre ellas el oro negro:

“Todos los hombres sueñan, pero no del mismo modo. Los que sueñan de noche en los polvorientos recovecos de su espíritu, se despiertan al día siguiente para encontrar que todo era vanidad. Mas los soñares diurnos son peligrosos, porque pueden vivir su sueño con los ojos abiertos a fin de hacerlo posible. Esto es lo que hice. Pretendí forjar una nueva nación, restaurar una influencia perdida, proporcionar a veinte millones de semitas los cimientos sobre los que pudieran edificar el inspirado palacio de ensueños de su pensamiento nacional (…). Pero cuando ganamos, se me alegó que ponía en peligro los dividendos petroleros británicos en Mesopotamia y que se estaba arruinando la arquitectura colonial francesa en Levante (…).

Pagamos por estas cosas un precio excesivamente elevado en honor y en vidas inocentes (…). Y los estábamos arrojando por miles al fuego, en la peor de las muertes; y no para ganar la guerra, sino para que el trigo, el arroz y el petróleo de Mesopotamia fueran nuestros”.

De ese modo resume lo que acabó siendo la gran traición. Tras derrotar a los turcos, los árabes no consiguieron su sueño de una nación. Las potencias trocearon y se repartieron aquellas tierras en función de sus intereses, después de haber utilizado a Lawrence para convencer a todo un pueblo:

“No queríamos conversos a cambio de arroz. Porfiadamente, nos negábamos a hacer partícipes de nuestro abundante y famoso oro a quienes no estuvieran espiritualmente convencidos. El dinero constituía una confirmación; era argamasa, y no mampostería. Tener a nuestras órdenes hombres comprados hubiese significado edificar nuestro movimiento sobre el interés…”

Con la “argamasa” del dinero pero, sobre todo, movilizando sus corazones, consiguió el respeto de todo un pueblo, como nos recuerda Robert Graves en la biografía citada:

“Los árabes se dirigían a él como `Awrans´ o `Lurens´; pero le apodaron `Amir Dinamit´, o sea Príncipe Dinamita, a causa de su energía explosiva”.

Con esa energía, logró que los árabes, dirigidos por militares ingleses como él, conquistaran Damasco y arrebataran Mesopotamia al Imperio Otomano. Pero no fue fácil convencer a un pueblo ajeno a los valores occidentales, sobre todo a los materiales, como señala Graves:

“El beduino, comprendió Lawrence, vuelve la espalda a los perfumes, lujos y mezquinas actividades de la ciudad, porque se siente libre en el desierto: ha perdido los nexos materiales, casas, jardines, posesiones superfluas y complicaciones similares, y ha conquistado la independencia individual al filo del hambre y de la muerte”.

Por eso la traición occidental, tras la victoria sobre los turcos, fue aún más dolorosa para esos veinte millones de semíticos cuyo espíritu movilizó Lawrence. Él mismo, que “estaba harto (…) del título de Lawrence de Arabia, que se había convertido en un tópico romántico y en grave engorro personal” –cómo nos recuerda su primer biógrafo–, renunció a su pasado y en 1922 se enroló como el soldado raso Ross en la Royal Air Force, avergonzado porque “el culto reverencial al héroe no sólo le exaspera, sino también, a causa de su creencia auténtica de que no lo merece, le hace sentirse físicamente sucio”. No en vano se había ensuciado las manos de sangre de todo un pueblo, no por la libertad y por la independencia, sino por el sucio petróleo.

IRAK, SIRIA, UCRANIA…

Lawrence nos contó esa primera guerra por el petróleo. Lo lamentable es que el oro negro sea causa permanente de un conflicto que parece ya eterno, en unas tierras que, quizás no por casualidad, están en guerra desde que, allí mismo, Dios expulsó a Adán y Eva del Paraíso. Si entonces Caín mató a su hermano Abel con una quijada de asno, celoso porque sus ofrendas gustaban a Dios, desde aquellos tiempos bíblicos la sangre no ha dejado de manchar esos desiertos, aunque no por el humo de los sacrificios, sino por el perenne sacrificio humano que exige nuestra humeante dependencia del crudo.

Las guerras del petróleo se cuentan por decenas: desde aquella Primera Guerra Mundial a la Segunda (Hitler soñaba con hacerse con el crudo del Cáucaso y de Oriente Próximo), para pasar años después a interminables conflictos surgidos del mal reparto colonial que troceó absurdamente el mundo árabe tras aquella rebelión contra el Imperio Otomano liderada por Lawrence… En la Primera Guerra del Golfo, durante una década se enfrentaron el régimen islámico iraní de Jomeini y el laico y amigo de occidente de Sadam Hussein, quien después provocó la Segunda Guerra del Golfo al invadir Kuwait y dar lugar a la consiguiente invasión de Irak en tiempos de Bush padre (1991), una faena mal resuelta que se remató aún peor en segunda invasión de Irak por Bush hijo en 2003 (secundado por algunos otros atontados líderes occidentales que se fotografiaron con él en las Azores y quedaron para siempre “retratados” para la Historia); una contienda, cabalgando entre el siglo XX y el XXI, de la que no se pueden desligar los ataques terroristas del 11-S contra Estados Unidos y del 11-M contra España, el auge del extremismo yihadista, la frustrada Primavera Árabe, la tragedia inconclusa en Libia, la guerra en Siria, el surgimiento del sangriento califato islámico de EI en tierras sirias e iraquíes… sin olvidar la guerra en esa Ucrania que es zona de tránsito para la energía que devora Europa…

La eterna guerra del petróleo. Casi desde que Caín mató a Abel.

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Títulos comentados:

-Los siete pilares de la sabiduría. T.E. Lawrence, 1922. Libertarias, 2ª Edición, Madrid, 1990. [Nota: He utilizado esta edición porque es la que tengo, llena de anotaciones, pero recomiendo buscar otra, ya que el texto de esta edición de Libertarias es uno de los peor editados que he visto en mi vida –quizás por eso se llama así la editorial–, con multitud de erratas que en el algunos momentos irritan bastante al lector].

Lawrence y los árabes. Robert Graves, 1927. Editorial Seix Barral, Barcelona, 1991.

 

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