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Noviembre con Moby Dick

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

“… Yo siempre me hago a la mar como marinero porque se empeñan en pagarme por la molestia; mientras, que yo sepa, jamás pagan un solo penique a los pasajeros. Al contrario, los propios pasajeros tienen que pagar. Y entre pagar y que le paguen a uno, hay la mayor diferencia de este mundo. El acto de pagar es quizá la aflicción más incómoda que nos legaron aquellos dos ladrones del frutal”.

 Con esta alusión a Adán y Eva nos describe Herman Melville “la mayor diferencia de este mundo”: pagar o que te paguen. Es una de las selectas pero llamativas referencias económicas que aparecen en “Moby Dick”. Una novela que, en cualquier caso, es una de esas brújulas que todo el mundo debería consultar con frecuencia, quizás hasta un par de veces al año. Y deberíamos hacerlo, sobre todo en estos tiempos de incertidumbre y en estos noviembres de lluvia y corrupción, por los mismos motivos que su protagonista (“Llamadme Ismael”) se lanza de cuando en cuando navegar:

“Es un modo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombreo a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala”.

Hagámonos a la mar con este libro una vez más en este noviembre lloviznoso. Y sigamos el consejo de Ismael. Aunque, lo mejor sería hacerlo cobrando por ello, aun a costa de parecer que nos convertimos en esclavos. Porque, como dice Melville:

“¿Quién no es esclavo? Decídmelo. Bueno, entonces, por más que el viejo capitán me dé órdenes; por más que me den porrazos y puñetazos, tengo la satisfacción de saber que todo está bien; que todos los demás, de un modo u otro, reciben algo parecido, esto es, desde un punto de vista físico o metafísico; y así el porrazo universal pasa de uno a otro (…).

El colmo de la felicidad: que te paguen por hacer lo que te gusta. Qué pocos lo consiguen. Pero todos aceptamos de buen grado que alguien nos pague por algo (aunque, como es habitual en estos tiempos, sea con un miserable contrato a tiempo parcial, sin ningún tipo de seguridad y por hacer cosas que detestamos). Tras despotricar contra el acto de pagar, Melville subraya:

“Pero que le paguen a uno, ¿qué se puede comparar con esto? Es realmente maravillosa la cortés premura con que un hombre recibe dinero, si se considera que creemos en serio que el dinero es la raíz de todos los males terrenales, y que de ningún modo puede entrar en el Cielo un hombre adinerado. ¡Ah, qué alegremente nos entregamos a la perdición!”

El autor de “Moby Dick” se burla así de esa doble moral que mueve la economía, aunque convenientemente olvida que si alguien cobra, es porque también paga… en este caso con su trabajo, aunque sea una faena tan agradable para Ismael como hacerse a la mar.

En esta grandísima novela encontraremos, además, detalladas descripciones del negocio ballenero de mediados del siglo XIX:

“Resultó ser el capitán Bildad, que, junto con el capitán Peleg, era uno de los principales propietarios del barco, mientras que las demás partes, como a veces ocurre en esos puestos, las tenían multitud de viejos rentistas, viudas, niños sin padre y tutores judiciales, cada cual dueño de cerca del valor de una cabeza de cuaderna, un pie de tabla, o un clavo o dos del barco. La gente de Nantucket invierte el dinero en barcos balleneros, del mismo modo que vosotros invertís el vuestro en títulos del Estado que producen buenos intereses”.

El mismo principio que se sigue en un moderno fondo de inversión, o en una sociedad repartida en acciones. Todas las alusiones económicas como la anterior, las adereza el autor con frecuentes chanzas sobre cómo la moral (particularmente en aquellas tierras de cuáqueros) no debe interferir con los beneficios, porque…

“…aunque el hombre ame a su semejante, el hombre, sin embargo, es un animal que hace dinero, propensión que a menudo interfiere con su benevolencia”.

Nada más. Y nada menos. Y poco tengo que añadir, salvo recomendar a todo el mundo que vuelva a leer esta novela, o que la descubra, para descubrir en ella eso que llamamos la vida, y eso que conocemos como el mar, dos conceptos que nos ayudarán a mirar todo (incluso la economía) con nuevos ojos, quizá con la mirada limpia del marino que otea el horizonte en busca de la ballena blanca.

Por supuesto, vuelvan también a ver la indispensable versión cinematográfica de “Moby Dick”, rodada en 1956 por el maestro John Huston y protagonizada por el inmenso Gregory Peck, que encarna al Capitán Ahab en uno de los mejores papeles de su carrera. El guión, digna réplica de la novela y de comparable calidad literaria, lo escribieron el propio Huston y otro viejo conocido de esta bitácora, Ray Bradbury (http://economiaenlaliteratura.com/para-despertar-del-sueno-americano-viajemos-a-marte/).

Como despedida, igual que en un artículo reciente recogía uno de los más hermosos comienzos de novela que he leído (http://economiaenlaliteratura.com/caravana-es-mi-patria/), les dejo ahora uno de los más bellos finales, las líneas con las que concluye “Moby Dick”:

“Entonces, pequeñas aves volaron gritando sobre el abismo aún entreabierto; una tétrica rompiente blanca chocó contra sus bordes abruptos; después, todo se desplomó, y el gran sudario del mar siguió meciéndose como se mecía hace cinco mil años”.

En realidad, estoy haciendo trampa, pues, tras este final, Herman Melville escribió un aún más bello epílogo. Pero no quiero desvelarlo aquí, por respeto a quién no haya leído aún estas páginas imprescindibles para navegar en la vida.

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Título comentado:

-Moby Dick. Herman Melville, 1851. Austral, Barcelona, 2010.

Nota: recomiendo particularmente esta cuidadísima y rigurosa edición, con introducción, traducción y notas (todas ellas magníficas) de José María Valverde. También aconsejo huir de las abundantes ediciones infantiles y/o juveniles (aunque no duden en regalarle alguna a los más pequeños de la casa, así como de advertirles, cuando crezcan, que lean una versión completa y de calidad). Rechacen también las versiones mal resumidas, cuyo propósito es atrapar a la ballena blanca en una de esas colecciones de libros que se solían vender por los metros de estantería que ocupaban o por los colores de sus lujosas encuadernaciones.

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Para despertar del sueño americano, viajemos a Marte

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

“La polución acortaba el horizonte, pero se podían ver los tejados (…). Casas pintadas de colores pastel, antenas de televisión que desfiguraban la silueta de los edificios. Con frecuencia aparecía un relámpago azul celeste, una piscina. El horizonte era plano, salvo por algunas construcciones apiñadas en torno a un centro comercial. Aquella era la meca del sueño americano, lo que todo el mundo quería. Un mundo de mujeres jóvenes y esbeltas –a base de dietas–, con pantalones cortos y camisetas de tirantes con la espalda descubierta, que conducían vehículos familiares de 400 caballos, rumbo a supermercados con aire acondicionado y música ambiental. Un mundo de canguros y cultura condensada en clubes de lectura de `los mejores libros de la historia´. Una vida de barbacoas junto a la piscina y cines al aire libre abiertos todo el año. Aquello no era para mí. A la mierda los seguros de salud y de vida. Querían vivir sin salir del útero. A mí me hacía sentir más vivo jugar sin reglas, contra la sociedad, y estaba dispuesto a jugar hasta el final”.

Esta visión del “sueño americano” la escribió un inquietante sujeto que se pasó gran parte de su vida entrando y saliendo de la cárcel y que incluso llegó a figurar en la lista de los diez fugitivos más buscados por el FBI. Edward Bunker (1933-2005) fue sin duda un escritor atípico, autor de seis novelas, guionista de cine (candidato a los Oscar por su guión de El tren del infierno) y actor ocasional (¿se acuerdan del Señor Azul, Mr. Blue, de Reservoir Dogs?).

El párrafo que acaban de leer describe una panorámica del valle de San Fernando, en Los Ángeles (ciudad natal de Bunker), desde la autopista que lo atraviesa. Pertenece a la primera novela de este autor, “No hay bestia tan feroz” (1973), que narra el duro retorno a la sociedad de un hombre que se ha pasado ocho años en la cárcel. Está considerada una de las grandes novelas americanas sobre el mundo criminal, así que no busquen en ella más economía que esa brillante y gráfica descripción de “la meca del sueño americano, lo que todo el mundo quería”… y que ahora quieren también los nuevos ricos chinos, rusos o brasileños, atraídos por mundo en el que “el horizonte era plano” y todos “querían vivir sin salir del útero”. Aunque tal vez haya en este libro alguna lección económica más, como la que subyace en toda la novela, la permanente pugna entre manos fuertes y manos débiles, como dicen en los mercados, aunque Bunker recurre a un símil más biológico:

“La compasión era algo poco común en mí [nos dice el protagonista]. Sólo la sentía por los más allegados. Normalmente buscaba en los demás sus debilidades, los contemplaba como presas, como enemigos, aunque no necesariamente con odio. El león no odia a la gacela; le es indiferente”.

¿Cómo superar este mundo sin compasión, de pugna permanente entre leones y gacelas, de búsqueda continua del superficial goce de centro comercial, “cultura condensada” y “vehículos familiares de 400 caballos”? ¿Qué solución le damos a esta encrucijada consumista que nos ha llevado hasta donde nos ha llevado y que, a la vista de la escasez de ideas imperante, nos puede llevar todavía más atrás de donde partimos?

La solución, no sólo económica sino también cultural, quizás no esté en la Tierra. Así que, para encontrarla, viajemos a Marte…

“–¿Por qué lo hizo? [le pregunta el capitán de una nave terrícola invasora a uno de sus tripulantes, Spender, que se ha pasado el bando de los marcianos].

Tranquilamente Spender dejó el arma en el suelo.

–Porque he visto que los marcianos tenían algo que nosotros nunca soñamos tener. Se detuvieron donde nosotros debíamos habernos detenido hace un siglo. He paseado por sus ciudades y comprendo a esta gente y me gustaría llamarlos mis antepasados”.

Demasiado tarde. Esta historia fue escrita en los años cuarenta del siglo pasado, pero, como toda ciencia ficción que se precie, está ambientada en un mundo futuro: junio de 2001. ¿Deberíamos, como dice el rebelde Spender, “habernos detenido hace un siglo”, a principios de ese siglo XX que nos trajo dos guerras mundiales, la bomba atómica, la globalización, la autodestrucción del capitalismo, las máquinas futuristas que ni siquiera soñó el autor de esta historia? ¿Quizás hubiéramos podido parar, de haber conocido antes cómo eran nuestros “antepasados” marcianos? O podríamos habernos detenido justo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando un escritor visionario nos contó cómo eran esos marcianos a los que deberíamos parecernos: en 1949, Ray Bradbury llegó a Nueva York con una colección de relatos que narran la colonización futura, entre 1999 y 2006, del planeta Marte, invadido por una humanidad que huye de la Tierra arrasada. Acabó publicándolos unidos, con el título “Crónicas Marcianas”, una de las cumbres de la ciencia ficción y, por qué no decirlo, de la poesía. “¿Cómo pueden tocarme estas fantasías; y de una manera tan íntima?”, escribió Jorge Luis Borges en el prólogo de la primera edición en español, en 1954. Estas fantasías tocaron al escritor argentino y a millones de lectores más porque son poesía, como lo demuestra el siguiente texto, resumen de la filosofía marciana, tan alejada de la terrícola:

“Los marcianos sabían cómo unir el arte y la vida. El arte fue siempre algo extraño entre nosotros. Lo guardamos en el cuarto del loco de la familia, o lo tomamos en dosis dominicales, tal vez mezclado con religión. Bueno, estos marcianos tenían arte, y religión y todo”.

Un modo de vida amenazado por la implacable colonización de los terrícolas, siempre en busca de nuevos recursos tras la invasión:

“–Luego vendrán los otros grandes intereses. Los hombres de las minas, los hombres del turismo –continuó Spender– (…) Estoy solo contra todos los granujas codiciosos y opresores que habitan la Tierra. Vendrán a arrojar aquí sus cochinas bombas atómicas, en busca de bases para nuevas guerras. ¿No les basta haber arruinado un planeta y tienen que arruinar otro más? (…) Esos fatuos charlatanes”.

La (mala) suerte está echada y Marte parece condenado, igual que su civilización, que sí había sabido encontrar el camino del desarrollo sostenible, como nos sigue explicando este rebelde:

“–Sabían cómo vivir con la naturaleza, y cómo entenderla. No trataron de ser sólo hombres y no animales (…).

Los marcianos descubrieron el secreto de la vida entre los animales. El animal no discute la vida, vive. No tiene otra razón de vivir que la vida (…).

Me parece que los marcianos eran bastante ingenuos [le dice el capitán].

Sólo cuando les convenía. Renunciaron a empeñarse en destruirlo todo, humillarlo todo. Combinaron religión, arte y ciencia, pues en verdad la ciencia no es más que la investigación de un milagro inexplicable, y el arte, la interpretación de ese milagro. No permitieron que la ciencia aplastara la belleza.

Ya casi al final de sus “Crónicas marcianas”, Ray Bradbury nos obsequia con otra magnífica premonición, que pone en boca de un desengañado colonizador de Marte:

– (…) La ciencia se nos adelantó demasiado, con demasiada rapidez, y la gente se extravió en una maraña mecánica, dedicándose como niños a cosas bonitas: artefactos, helicópteros, cohetes; dando importancia a lo que no tenía importancia, preocupándose por las máquinas más que por el modo de dominar las máquinas. Las guerras crecieron y crecieron y por último acabaron con la Tierra.

Podía ser el principio del guión de la película Terminator; o también, si cambiamos el concepto “maraña mecánica” por el de “word wide web”  y si sustituimos “artefactos, helicópteros, cohetes” por “smartphones, tabletas e interfaces cerebro-ordenador”, la descripción de un mundo en el que la tecnología ciertamente genera crecimiento económico, pero de un modo caótico, mal repartido y, a la postre, incontrolable. Las personas de mi generación sobrevivimos cuarenta años sin Internet, pero, como todo el mundo, ahora nos horrorizamos cuando un gurú tecnológico prevé que, antes o después, la Red se desplomará, y caerá sobre nosotros, atrapándonos como pececillos desorientados, y después no habrá más que un retorno a un pasado remoto del que nos costará décadas salir, sobre todo a quienes no sean leones, sino gacelas. O eso, o volar a Marte, no en busca de sus riquezas, sino de su filosofía marciana.

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Títulos comentados:

-No hay bestia tan feroz. Edward Bunker, 1973. Sajalín Editores, Barcelona, 2009.

Crónicas Marcianas. Ray Bradbury, 1949. Ediciones Minotauro, Barcelona, 2008.

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