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La intolerancia mata al ruiseñor

Fotografía: © M.M.Capa

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“–Preferiría que disparaseis contra botes vacíos en el patio trasero, pero sé que perseguiréis a los pájaros. Matad todos los arrendajos azules que queráis, si podéis darles, pero recordad que matar un ruiseñor es pecado.
Aquella vez fue la única vez que le oí decir que esta o aquella acción fuese pecado, y pregunté a la señorita Maudie al respecto.
–Tu padre tiene razón –me respondió–. Los ruiseñores sólo se dedican a cantar para alegrarnos. No estropean los frutos de los huertos, no anidan en los arcones de maíz, no hacen nada más que derramar su corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar un ruiseñor.”.

 No parece que haya mucha economía en este párrafo, aunque el trasfondo de la gran recesión sí late con fuerza en la obra a la que pertenece: Matar a un ruiseñor, escrita en 1960 por Harpper Lee. Con esta única novela (hasta 2017 no se publicó otra obra de esta autora), Lee se hizo un hueco en la cima de la literatura estadounidense. Mérito confirmado por el Premio Pulitzer que la novela ganó 1961 y que se ratificó un año después, cuando el director Robert Mulligan llevó la novela al cine y ganó dos Oscar: al mejor guión, obra de Horton Foote, y al mejor actor masculino, el siempre magnífico Gregory Peck en el papel de Atticus Finch (el abogado padre de la niña protagonista, a quien explica que es pecado matar a un ruiseñor).

Matar a un ruiseñor es quizás la novela que con más profundidad y, a la vez, calidad literaria, denuncia una de las peores lacras de todos los tiempos: la intolerancia. Ambientada en la Alabama de la gran crisis de 29, e inspirada en un conflicto racial acontecido en 1931, narra un opresivo ambiente de racismo. A través de la voz de una niña, nos cuenta cómo ese racismo y esa intolerancia matan al ruiseñor: sin apenas pruebas, se condena a un sospechoso de violación por el solo hecho de ser negro.

La intolerancia es el combustible que alimenta esas armas de destrucción masiva llamadas fundamentalismo religioso, racismo y nacionalismo, muchas veces interrelacionadas. Como ocurre, sobre todo, con la estrecha hermandad entre racismo y nacionalismo: cada vez que alguien añade a cualquier problema un adjetivo de carácter geográfico, como por ejemplo “el problema catalán”, “el problema español” o “el problema alemán”), siempre está marcando diferencias con el no catalán, el no español o el no alemán, como si las fronteras –geográficas o políticas– implicaran que los ciudadanos son, o deben ser, diferentes según estén a uno u otro lado de la raya. Y eso es mentira. Cualquiera que se empeña en defender las esencias inmutables de tal o cual raza, nacionalidad o religión, sabe que miente, pero lo hace porque no tiene otra cosa que ofrecer para convertirse en el jefe de la tribu. Lógico: si no crea antes conciencia de tribu, difícilmente llegará a ser su jefe.

Como los ruiseñores vuelan, no entienden de fronteras. Aunque, como pájaros inocentes que se limitan a cantar, personifiquen en la novela de Harper Lee ese papel de víctima que, en cualquier conflicto, siempre recae sobre el marginado por el fundamentalismo (el infiel), por el racismo (en este caso el negro) o por su primo hermano el nacionalismo (ya saben, el del otro lado de la raza pura: los judíos nos roban, los españoles nos roban, los inmigrantes nos roban, etc.).

Supongo que ahora comprenderán el motivo de que en este 2018, cuando esa bestia prehistórica del nacionalismo vuelve a rugir, escribo sobre esta magnífica novela. Pero también es cierto que esa intolerancia denunciada en Matar a un ruiseñor tiene raíces económicas casi siempre, cuando aparece algún politicucho populista y aprovechado que quiere sacar tajada haciendo desfilar a las masas detrás de una bandera, de un dogma o de un color de piel.

En la novela Matar a un ruiseñor, el trasfondo económico no es otro que la Gran Recesión de los años treinta, la misma que no sólo hizo rebrotar el racismo, sino también la peor versión vista hasta ahora del nazionalismo (por si alguien no se ha dado cuenta, que quede claro que el error ortográfico es deliberado).

CAMPESINOS POBRES, PROFESIONALES POBRES

Las uvas de la ira es, para mí, la Gran Novela de la Gran Recesión (http://wp.me/p4F59e-1n). Pero Matar a un ruiseñor aporta la magnífica descripción de esa sociedad pueblerina de Alabama, en el Profundo Sur, en la que los efectos de la crisis echan leña al fuego del racismo.

Los diálogos entre el abogado Atticus Finch y su hija Jean Louise nos cuentan la crisis en pocas líneas. Todo comienza cuando la niña descubre una carga de leña en el patio trasero, o un saco de nueces en las escaleras, o una caja de zarzaparrilla y acebo que le llega al letrado en Navidad. Atticus explica que es el único modo en que pueden pagar sus servicios muchos de sus humildes clientes, afectados de lleno por la depresión:

“Aquella primavera [nos cuenta Jean Louise], cuando encontramos un saco lleno de nabos, Atticus dijo que el señor Cunningham le había pagado con creces.

–¿Por qué te paga de este modo? –quise saber.

–Porque es del único modo en que puede pagarme. No tiene dinero.

–¿Nosotros somos pobres, Atticus?

Mi padre asintió con la cabeza.

–Ciertamente, lo somos (…).

–¿Tan pobres como los Cunningham?

–No exactamente. Los Cunningham son gente del campo, labradores, y la crisis les afecta más”.

 A continuación, llega la sencilla explicación –que muchos políticos aún no entienden– de cómo una crisis que comienzan golpeando a los más endeudados y desfavorecidos, a los mismos a quienes los gurús recetan “austeridad y contención salarial”, acaba extendiéndose a las clases medias (¿les suena?):

“Atticus decía que quienes tenían alguna profesión eran pobres porque los campesinos lo eran. Como el condado de Maycomb era agrícola, las monedas de cinco y de diez centavos llegaban con mucha dificultad a los bolsillos de médicos, dentistas y abogados”.

¿Y cuál es el origen de ese empobrecimiento que no respeta escalas sociales? El de siempre, el mismo de la crisis que aún nos sobrevuela:

“La amortización sólo representaba uno de los muchos males que sufría el señor Cunningham. Tenía sus campos hipotecados, y el poco dinero que reunía se lo llevaban los intereses. Por supuesto que hubiese podido conseguir un empleo del Gobierno, pero entonces habría tenido que abandonar sus campos, y él prefería pasar hambre para conservarlos y votar de acuerdo con su parecer”.

La explicación de Atticus entra en otro grave problema de las crisis en países que, como Estados Unidos, no gozan de una buena sanidad pública, ni siquiera ahora, en pleno siglo XXI y con el inmaduro, desequilibrado e incompetente Trump queriendo cargarse el Obamacare:

“Como los Cunningham no tenían dinero para costearse un abogado, nos pagaban con lo que podían.

–¿No sabíais que el doctor Reynolds trabaja en las mismas condiciones –decía Atticus–. A ciertas personas les cobra una medida de patatas por ayudar a un niño a venir al mundo”.

De este descalabro económico surge la receta de todos los populismos, los que en los años treinta nos trajeron el fascismo y el nazismo, o los que ahora nos han traído a Trump, al Brexit o al “procés”: levantar muros, alzar fronteras, echarle la culpa de todo al otro… Es decir, matar al ruiseñor.

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Título comentado:

-Matar a un ruiseñor. Harper Lee, 1960. Ediciones B, 8ª reimpresión, Barcelona, septiembre 2014.

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La Guerra Fría económica

Fotografía: © M.M.Capa

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“Los ‘mullahs’ están oliendo a herejía (…). La mayoría de estos tipos actúan sobre la base de un margen de seguridad. Eso significa aumentar los gastos militares y desarrollar cualquier nuevo sistema, por absurdo que sea, que traiga paz y prosperidad a la industria armamentística durante los próximos cincuenta años. Si no se acuestan con los fabricantes, sí es seguro que están comiendo con ellos. El ‘Pájaro Azul’ les está contando una historia muy mala”.

 Así nos narra el gran John le Carré, en su novela “La Casa Rusia” (1989), cómo se inquietan los fundamentalistas, los “mullahs” de la política estadounidense. Les preocupa lo que el llamado “Pájaro Azul”, un científico soviético disidente, les está contando: que los misiles balísticos de la URSS no tienen sistemas precisos de puntería. Es decir, que pueden caer en cualquier sitio… o incluso ni siquiera funcionar. Ahí está la herejía: si los soviéticos no pueden disparar con precisión sus misiles con cabezas nucleares, ¿cómo justifica Estados Unidos sus grandes inversiones en armamento?

Esta magnífica novela de espionaje nos da las claves económicas de aquella Guerra Fría que, curiosamente, en estos tiempos parece resurgir (ahí están la crisis de Ucrania, la búsqueda de submarinos fantasma rusos por el Báltico…). John le Carré, un autor que no necesita presentación, nos sitúa en los tiempos de la glasnost y de la perestroika, cuando la Unión Soviética comenzaba su deshielo, pero también cuando desde el otro lado Reagan impulsaba “la Guerra de las Galaxias” y cuando Gran Bretaña, como dice un personaje de la novela, es “un país gobernado por dos feroces mujeres” (la Reina Isabel y la auténticamente feroz de las dos: Margaret Thatcher).

Toda la trama de la novela (cuyo sorprenden resultado no conviene revelar) gira en torno a un manuscrito que recibe un arruinado editor británico, habitual de las ferias del libro moscovitas. Se trata, en realidad, de unas páginas en las que un destacado físico, relacionado con la industria armamentística soviética, explica que los sistemas de guiado de misiles son una de las muchas chapuzas de la temida amenaza nuclear. Durante toda la novela, los espías británicos de la llamada “Casa Rusia” y los norteamericanos de la CIA se debaten entre la gran duda: ¿es verdad lo que dice el científico, lo cual sentará fatal al entramado militar/industrial occidental? ¿O es una maniobra de despiste, información manipulada para que el enemigo se confíe y relaje sus defensas y, por tanto, reduzca sus masivas inversiones en armamento?

Porque esta fue una de las claves de la Guerra Fría y también la bomba de relojería que hizo estallar, desde dentro, a la economía soviética. Y nos lo cuenta el protagonista, Barley Blair, borracho, saxofonista y editor arruinado, uno de los mejores personajes del género de espías de todos los tiempos. Cuando ya ha sido captado por la “Casa Rusia” para hacer de espía en Moscú y averiguar si el manuscrito es creíble o no, él mismo cuenta lo que dijo durante una reunión de intelectuales soviéticos, precisamente en la misma que el físico disidente se fijó en él y decidió hacerle llegar su escrito:

“Dije que creía en Gorbachov (…). Dije que el gran pecado de Occidente era creer que podíamos hundir en la bancarrota el sistema soviético aumentando la apuesta en la carrera de armamentos, porque de esa manera estábamos jugando con el destino de la Humanidad. Dije que, con el agitar de nuestros sables, Occidente había dado a los dirigentes soviéticos la excusa para mantener sus puertas cerradas y regir un Estado carcelario”.

En la misma línea se expresa, muy gráficamente para ser un espía británico, Walter, un miembro de la “Casa Rusia” prematuramente apartado del caso por expresar opiniones como la siguiente:

“El imperio del mal de rodillas, ¡oh sí! Su economía es un desastre, su ideología titubea y su patio trasero está saltando en pedazos ante sus rostros. No me diga que esa es una razón para desmontar nuestros cañones (…). Es una razón para espiarles a fondo veinticinco horas al día y darles una patada en los huevos cada vez que intenten sacar los pies del tiesto”.

Y ese es el debate, a la vista de lo que comenta otra protagonista de novela, la hermosa Katya (utilizada por el científico para hacer llegar el texto al editor):

“El manuscrito (…) pinta un cuadro de corrupción e incompetencia en todos los campos del complejo industrial de defensa. Y también de despilfarro criminal y deficiencias éticas”.

Es el mismísimo germen de la decadencia soviética, justo cuando se intentan las grandes reformas de la perestroika y la glasnost:

“¿Qué creen que están reestructurando, cuando nunca hubo una estructura? ¿Cómo se reestructura un cadáver?”.

La novela de John le Carré está repleta de referencias a esta economía cadáver soviética, con informaciones captadas a pie de calle, desde la experiencia de cualquier occidental que, en aquellos años, visitara la URSS. Barley escucha, por ejemplo, cómo intelectuales soviéticos debaten sobre…

“… si la ‘perestroika’ estaba ejerciendo algún efecto positivo en las vidas de las personas corrientes, y cómo, si realmente quería uno saber qué era lo que marchaba mal en la Unión Soviética, la mejor forma de averiguarlo era tratar de enviar un frigorífico desde Novosibirsk hasta Leningrado”.

LOS RUSOS SE HARÁN AMERICANOS

Son esos años en los que la economía de la URSS realmente ya no funciona, mientras el propio país no sabe hacia dónde se encamina, aunque John le Carré acierta en su pronóstico y lo pone en boca del científico disidente, tal y como lo cuenta Blair:

“Dice [el disidente] que la desdicha de los rusos es que anhelan ser europeos, pero que su destino es hacerse americanos, y que los americanos han envenenado el mundo con lógica materialista. Si mi vecino tiene un coche, yo debo tener dos coches (…). Si mi vecino tiene una bomba, yo debo tener una bomba más grande y en mayor número, sin que importe que no puedan llegar hasta sus objetivos. Así que todo lo que tengo que hacer es imaginar el cañón de mi vecino y duplicarlo y tengo la justificación para cualquier cosa que quiera fabricar”.

 Veinticinco años después de que se escribiera esta novela (en 1989, el año de la caída del Muro de Berlín), se ha cumplido este pronóstico y los rusos están haciéndose cada vez más americanos, igual que su economía, aunque los desmanes de Putin, la corrupción y la ley del más fuerte hagan que, por ahora, Rusia se parezca todavía a la primaria economía americana de la era del Far West. Unos síntomas que ya se sentían en los tiempos de descomposición soviética y corrupción de la clase dominante que nos narra “La Casa Rusia”:

“Según un proverbio muy popular por aquí, si robas, roba un millón; si jodes, jode con una reina”.

Lo dice un taxista moscovita, para reflejar lo que más tarde Barley Blair contempla en un lujoso restaurante abierto en Leningrado “en régimen de cooperativa, siendo este el eufemismo a la sazón utilizado para designar un negocio privado”. En ese novedoso negocio, el espía/editor y sus acompañantes consiguen una buena mesa:

“Y en torno a ellos se sentaba la Rusia que Barley siempre había odiado pero que nunca había visto: los no tan secretos zares del capitalismo, los advenedizos industriales y consumidores ostentosos, los ricachones y especuladores del Partido, sus enjoyadas mujeres que apestaban a perfumes occidentales y a desodorante ruso…”

 Los cachorros de la era Putin comenzaba a tomar posiciones, como reflejo de lo que, según Katya, opinaba su padre:

“Los zares rojos harían exactamente lo que les diera la gana, dijo [el padre de Katya, durante una discusión sobre si los tanques soviéticos entrarían en Checoslovaquia], como lo habían hecho los zares blancos. Vencería el sistema porque el sistema siempre vencía y el sistema era nuestra maldición”.

Lamentablemente, el padre de la protagonista acertó: los tanques rusos aplastaron la llamada “Primavera de Praga” y el “sistema” siguió siendo la maldición soviética, entre otras cosas porque el otro sistema, el económico, tampoco funcionaba, como le dice a Barley Blair el consejero de Economía de la embajada británica en Moscú:

“Aquí todo es apariencia, ya sabe. Rara vez, pero rara vez, se llega a una transacción real. La idea del beneficio como motivo impulsor, la posibilidad de algo parecido a la diligencia, son cosas totalmente desconocidas para ellos. Todo es remolonear y rascarse unos a otros los ya sabe qué. La imposible combinación, digo yo siempre, de ociosidad incurable unida a visiones inalcanzables (…). No se concede crédito, ni nadie lo pide. ¿Cómo consiguen dominar, pregunto yo, una economía edificada sobre la pereza, el tribalismo y el paro latente? Respuesta: ¡No lo consiguen!”.

En un sistema en el que aún perviven detritus de una economía que, a falta de otros recursos, tiene hasta “fábricas para los muertos”, como la que el científico disidente había descrito a Katya:

“Recordó cómo le había hablado él de visitar un depósito de cadáveres en Siberia, una fábrica para los muertos, situada en una de las ciudades fantasma en que trabajaba. Cómo los cadáveres salían por una rampa y eran pasados por una plataforma giratoria, hombres y mujeres mezclados, para ser rociados con mangueras de agua y rotulados y despojados de su oro por las viejas mujeres de la noche.”

 Todo un símbolo de una economía cadáver rematada por la ruinosa carrera de armamentos y el auge de la corrupción.

LA DESCOMPOSICIÓN DEL IMPERIO

Quien quiera completar lo leído en esta novela con informaciones más periodísticas, auténticamente tomadas sobre el terreno, puede hacerlo con otro libro: igual que una obra literaria como “La Casa Rusia” nos ilustra sobre la realidad, una gran obra de no ficción nos la cuenta también con enorme calidad literaria, la que siempre tienen los grandes reportajes. Porque un gran reportaje es “El Imperio”, escrito en 1993 por el maestro de periodistas Ryszard Kapuscinski. En este inmenso (por lo largo, pero también por lo profundo) reportaje de más de 350 páginas, el magnífico periodista polaco nos narra el largo viaje que realizó entre 1989 y 1991 por la Unión Soviética ya en proceso de derrumbe, tras la caída del Muro de Berlín (precisamente ahora hace 25 años, el 9 de noviembre de 1989). “El Imperio” recoge también algunas de las primeras visitas de Kapuscinski a la URSS, entre 1939 y 1967. Y nos cuenta la descomposición del monstruo desde su mismo interior. Un proceso que culmina en la era de la perestroika:

“Para mí, la ‘perestroika’ fue el resultado de la convergencia de dos grandes procesos a los que se sometió a la sociedad del Imperio:
-un tratamiento masivo de dexintoxicación del miedo, y
-un viaje colectivo al mundo de la información”.

Pese a todo este proceso de reforma (perestroika), acompañado por el de la glasnost (transparencia), Kapuscinski nos narra lo que, en 1993, aún queda en Rusia del viejo sistema soviético:

“-La vieja ‘nomenklatura’, que continúa en el poder. Se trata de una burocracia que domina la administración del Estado, la economía, el ejército y la policía. Suma en total (…) unos dieciocho millones de personas (…).
-Quedan dos ejércitos inmensos: el ruso (que antes llevaba el nombre de Rojo) y la policía militar (…).
-Queda el poderosos KGB [de donde, para quien no se acuerde, surgió Putin] y la policía.
-Continúa en manos del Estado toda la industria pesada y mediana [incluida una industria militar que empleaba a dieciséis millones de personas] (…).
-El Estado sigue siendo propietario de la tierra”.

De algunos de estos lastres de la era soviética aún se están librando la Rusia moderna y algunas de las ex repúblicas de la desaparecida URSS. Y a todas ellas les aquejan las mismas gravísimas enfermedades, idénticas a las que afectan al resto del planeta:

“Al mundo lo amenazan tres plagas, tres pestes.
La primera es la plaga del nacionalismo.
La segunda es la plaga del racismo.
Y la tercera es la plaga del fundamentalismo religioso.
Las tres tienen un mismo rango, un denominador común: la irracionalidad, una irracionalidad agresiva, todopoderosa, total. No hay manera de llegar a una mente tocada por cualquier de estas plagas (…). Una mente tocada por semejante peste es una mente cerrada, unidimensional, monotemática y sólo gira en torno a un tema: el enemigo”.

 Nacionalismo. Racismo. Fundamentalismo religioso. Las plagas de que Ryszard Kapuscinski nos avisó hace ahora más de dos décadas, se manifiestan ahora con toda su crudeza y están en el germen de la mayor parte de las crisis sociales, políticas y, por supuesto, económicas que nos atenazan.

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Títulos comentados:

-La Casa Rusia. John le Carré, 1989. Penguin Random House, Barcelona, 2014.

El Imperio. Ryszard Kapuscinski, 1993. Editorial Anagrama, Barcelona, 2007.

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