“Un Edward Medley [un viejo amigo a quien el autor intenta localizar] seguía residiendo en el número 28 de Hoving Road, cuatro puertas más abajo y en la acera de enfrente de mi antigua casa familiar estilo Tudor –demolida tiempo atrás para hacer sitio a la suntuosa mansión de algún ricacho–, que entonces abundaban en el paisaje urbano de Haddam, aunque ahora menos con el derrumbe del mercado inmobiliario y la recesión de Bush cuya culpa está cargando Obama”.
¿No suena familiar? Los radicales republicanos, el racista pijo listo Trump y los tontos de la Fiesta del Té (en español suena más claro lo inconsistentes que son) no dejan de achacar a Obama la culpabilidad de una crisis que él no sembró. Algo parecido nos pasa en España, donde llevamos bastantes años escuchando lo de la “herencia recibida”. Pero, ¿quién infló el mercado inmobiliario como una burbuja, siguiendo la estela económica, entre otros, de su admirado colega tejano? ¿Quién fue el brillante gestor del “milagro español” que demasiado tarde descubrimos que habíamos pagado a plazos, carísimo y mientras los mismos que nos lo vendían henchían sus cajas B para seguir imperando en la política, corromper el país y, por supuesto, amasar dinero en paraísos fiscales mientras eran vicepresidentes económicos todopoderosos u honorables presidentes de la Generalidad (que nadie se queje de que lo pongo así, porque también escribo La Casa Blanca y no The White House)?
Tras el inevitable calentón (es que nos han vacilado mucho, ya lo saben), centrémonos en el texto que abre este artículo: es una de las selectas perlas económicas de la última novela de Richard Ford, en mi opinión quizás el mejor escritor americano vivo, en dura competencia con Paul Auster. En “Francamente, Frank”, Ford (Jackson, Missisippi, 1944) continúa su inmensa y corrosiva trilogía sobre la historia estadounidense desde mediados del siglo pasado. “El periodista deportivo” (1986), “El Día de la Independencia” (1995) y “Acción de Gracias” (2006) destripan la sociedad americana a través de los ojos del alter ego del autor: Frank Bascombe, novelista frustrado, periodista deportivo, agente inmobiliario, casado dos veces, con dos hijos y un tercero fallecido a la edad de nueve años, superviviente a un cáncer y permanentemente crítico frente a todo lo que ve a su alrededor.
En “Francamente, Frank”, el protagonista tiene ya sesenta y ocho años y vive relativamente feliz con su segunda esposa, mientras visita de cuando en cuando a la primera, enferma de Parkinson, asiste a la paulatina desaparición de algunos de sus conocidos y analiza los efectos de la crisis del ladrillo (está jubilado de su último oficio: agente inmobiliario). Un derrumbe acentuado en Nueva Jersey, donde reside, por los demoledores efectos del huracán Sandy, que en 2012 segó más de 150 vidas en la costa Este de EE.UU., arrancó de cuajo cientos de residencias de la costa y, con ellas, miles de ilusiones de sus propietarios.
EL ERROR DE LA SEGUNDA RESIDENCIA
Bascombe, que, por supuesto, vota a los demócratas, enmarca todo ello en la recesión de Bush heredada por Obama. Y le pone cifras microeconómicas: él, que ahora vive en el interior del estado, vendió su casa en primera línea de playa por más de dos millones de dólares; antes del huracán, al actual propietario le ofrecían tres millones, pero después de que el edificio saliera volando y acabara boca abajo sobre la arena, un especulador le ofrece por el solar 500.000 dólares con estos argumentos:
“Le compramos el terreno y nos llevamos las ruinas, pagando nosotros el transporte. Le extendemos un cheque en el acto. Porque usted va a seguir pagando impuestos por esta cabronada, con casa o sin ella. El seguro no va a pagar. Si vuelve a construir, la póliza se le pondrá por las nubes; suponiendo que alguna compañía quiera asegurarle. Y una vez que los putos lacayos de Obama publiquen una nueva cartografía de zonas inundables [donde, por cierto, dejaron construir los lacayos de Bush o, en España, los del tándem Aznar-Rato que, para su milagro económico, permitieron arrasar con ladrillos no sólo la costa], se encontrará en un sitio donde está prohibido construir. Si es que no se ha inundado otra vez. Aparte de que la jodida cosa tendrá que construirse sobre unos puñeteros pilotes. ¿Y a quién le gustaría esa especie de bodrio africano? Primera línea de playa. Vaya negocio de los cojones”.
La verdad es que, incluso antes del huracán, el estallido de la burbuja inmobiliaria impactó de lleno sobre todo en esa residencia costera construida con tanta alegría, tan pocos escrúpulos (tanto medioambientales como financieros) y, particularmente en España, con tanta corrupción cuyos efectos vemos todavía, un día sí y otro también, cada vez que otro político se suma a la lista de imputados o encarcelados. Y esto también lo explica, francamente, el agente inmobiliario jubilado Frank Bascombe cuando se refiere al “hecho de adquirir una segunda residencia”:
“La gente sabe que va a lamentar ese día incluso antes de firmar los papeles, pero lo hace de todos modos”.
Adquirir una segunda residencia ha sido un gran error para muchos, sobre todo si, para ello, tuvieron que endeudarse. Ahora que los precios se han hundido (incluso donde no han golpeado los huracanes), muchos se encuentran con una deuda tan grande como el montón de ladrillos invendible.
Pero lo peor es que, tiempo después del huracán, el protagonista de esta novela vuelve a detectar preocupantes síntomas de recalentamiento inmobiliario (algo que también les sonará a los españoles que comienzan a leer noticias de que los precios se reaniman, crecen el número de hipotecas, etc.). Bascombe lo tiene claro y lanza una severa advertencia:
“En Nueva Jersey ya casi hemos agotado los últimos dos millones y medio de hectáreas de terreno remotamente urbanizable. Estamos en camino de construirlos todos hacia mediados de siglo. Los impuestos sobre la propiedad tienen un tope, pero nadie quiere vender porque nadie quiere comprar. Todo lo cual hace que los precios se mantengan altos pero los valores bajos.”
Es decir, que el huracán Sandy pasó, pero no la amenaza de un nuevo derrumbe inmobiliario. Porque, además, como advierte nuestro protagonista, la historia se repite y el pensamiento único de que las políticas de austeridad lo arreglarán todo no se sostiene:
“La construcción de casas adosadas –famosa mala señal– continúa a ritmo acelerado frente al cementerio donde mi hijo Ralph Bascombe yace enterrado debajo de un tilo, recién arrancado por el huracán (…). Pero los ciudadanos de Haddam con quienes he hablado –no muchos, es cierto– parecen apuntarse al carro de la nueva austeridad, aunque prometa poner punto final a lo que una vez fue nuestra realidad. Con `pasar estrecheces´ y `apretarse un poco el cinturón´ parece que nos sintamos en armonía con el resto del bajón económico, que sabemos grave, aunque no tanto, aún no, aquí no (…). Está claro, sin embargo, que alguna herida ha dejado marcada nuestra psique. Y es un misterio cómo se borrará antes de que se asfalte la última hectárea urbanizable y no quede sitio adonde ir salvo muy lejos y hacia abajo.”
Cualquiera que haya leído antes a Richard Ford se tomará muy en serio estos comentarios. Porque no sólo es un brillante novelista, sino también un analista capaz de diseccionar con precisión la realidad de su país. No necesita para ello, como otros autores, grandes planteamientos corales o multitud de puntos de vista. Adopta uno, el de este protagonista que podría ser cualquiera de nosotros, con sus frustraciones y sus problemas, con una vida nada especial. Un hombre que, sin embargo, siempre se ha dirigido al lector francamente, no sólo en esta novela, sino desde aquella estremecedora titulada “El periodista deportivo” con la que Ford comenzó a sorprendernos allá por 1986. ¿Se acuerdan? Fue el año que España entró en lo que entonces se llamaba Comunidad Económica Europea. Son muchos años de experiencia los que recogen las últimas palabras de Frank Bascombe/Richard Ford. Y son muchos años de saber narrar bien esa experiencia.
¿PARA QUÉ SIRVE TODO LO QUE SABEMOS?
Y en este tema, el de la narración, el de cómo nos cuentan lo que está pasando, el viejo Frank suelta una breve andanada contra las nuevas tecnologías que no tiene desperdicio, pues destapa cómo han colaborado al caos que ahora nos rodea:
“Hay muchas cosas, en verdad, que me pasan en la vida y en la cabeza y que podría estar inclinado a `compartir´ con un amigo de las que no tengo nada que decir. Toda la información que recabamos y almacenamos sin cesar en el cerebro y en cuya futura utilidad confiamos…, ¿qué tenemos que ver con ella yo o cualquiera de nosotros? (…) Ni idea. Podría ponerlo en Facebook o en Twitter. Aunque, como dice Eddie Medley [un viejo conocido a quien va a visitar al saber que está sentenciado por el cáncer], todo el mundo lo sabe todo pero nadie sabe qué hacer con ello. No estoy en Facebook, por supuesto. Aunque sí lo están mis dos esposas”.
Todos lo sabemos todo… pero no sabemos qué hacer con ello. Hemos caído en la red (en sentido tanto literal como figurado) de pensar que la abundancia de información genera, por sí sola, conocimiento. Pero es mentira. Igual que Frank, se lo digo francamente.
—————-
Título comentado:
-Francamente, Frank. Richard Ford, 2014. Editorial Anagrama, Barcelona, primera edición: noviembre 2015.
—————-