“Dudo que toda la filosofía de este mundo consiga suprimir la esclavitud; a lo sumo le cambiarán el nombre. Soy capaz de imaginar formas de servidumbre peores que las nuestras, por más insidiosas, (…) que se logre transformar a los hombres en máquinas estúpidas y satisfechas, creídas de su libertad en pleno sometimiento…”.
¿Le hemos cambiado el nombre a la esclavitud que practicaban los romanos? ¿Ha adoptado ahora la trágica forma de esas macro-factorías inhumanas, como la que hace un año se hundió en Bangladés para convertirse en tumba de 1.127 personas? ¿O se manifiesta en esos secuestros de centenares de niñas nigerianas que parecen un episodio de otra estúpida –como todas– guerra de religiones, pero no son más que parte de dos negocios siniestros, la trata de personas y el tráfico de órganos? ¿O no parecen esclavos de las miserias del siglo XXI los africanos que se ahogan frente a Lampedusa o se quedan colgados de la valla de Melilla? ¿O, sin irnos tan “lejos”, no abundan los hombres convertidos en “máquinas estúpidas y satisfechas, creídas en su libertar en pleno sometimiento…”?… Sometimiento –esa es la palabra clave–, pero no a un amo, sino a una precariedad laboral que, a medida que se extiende, nos aleja de la auténtica libertad.
Parece que sí. Que la esclavitud simplemente ha cambiado de nombre, como nos anticipó quién fue emperador romano entre 117 y 138 d.C.. No consta, por supuesto, que las palabras que abren este artículo fueran del gran Adriano, aunque las pone en su boca su no menos grande biógrafa. La escritora belga Marguerite Yourcenar (1903-1987), la primera mujer elegida miembro de la Academia Francesa, nos regaló en sus “Memorias de Adriano” no sólo una extraordinaria novela histórica, sino también una joya literaria que nos demuestra hasta qué punto ciencias como la historia, la política y, por supuesto, la economía pueden adoptar formas de auténtica poesía. ¿O no es poesía oír al emperador decirnos, ya enfermo, “aún no estoy tan débil como ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la esperanza”?
Las reflexiones que Yourcenar pone en boca de Adriano bien pudieron ser pronunciadas por el emperador si analizamos sus esfuerzos por regular la esclavitud. Fue, en cierto modo, la primera gran reforma laboral de la historia, pues en aquellos tiempos la mano de obra “pesada” o “intensiva” estaba formada básicamente por esclavos sin derechos. Hasta que Adriano comprendió que también la clase social más desfavorecida necesitaba cierta protección.
Nos lo cuenta otro clásico, esta vez de la historia, pero cuya obra lleva más de doscientos años alojada también en el Olimpo de la gran literatura:
“A través de los edictos de Adriano y los Antoninos, la protección de las leyes se amplió al sector más despreciable de la humanidad. La jurisdicción sobre la vida y la muerte de los esclavos, poder ejercido y abusado (…) durante mucho tiempo, fue arrebatada de las manos privadas y reservada únicamente a los magistrados (…). En virtud de una demanda justa por un trato intolerable, el esclavo ofendido obtenía su liberación o un amo menos cruel”.
Esta “desprivatización” de la esclavitud, esta gran reforma que supuso poner su regulación en manos de los magistrados, la relata el más importante historiador británico: Edward Gibbon (1737-1794), intelectual, erudito, parlamentario y autor de ese monumento de la historia y de la literatura titulado “Decadencia y caída del Imperio Romano”. Una obra cuya calidad literaria deslumbró a Borges, que tiene capítulos premonitorios de lo que ocurriría después a otros imperios, y que incluso fue puesta por la Iglesia Católica en el índice de libros prohibidos (sobre todo por contar el carácter sectario de ese primer cristianismo, frente a la tolerancia romana a todas las religiones).
Gibbon nos recuerda que durante el mandato de Adriano y sus sucesores, los Antoninos, en un largo periodo de 43 años de paz, “la justicia regulaba sus conductas”. De ahí que entre las principales reformas de Adriano estuviera regular ese primer mercado común europeo en el que, precisamente, una de las mercancías más comerciadas eran los esclavos.
Pero esa no fue la única reforma laboral de Adriano y sus sucesores, que apostaron también por un sector que, aún hoy día, está entre los líderes mundiales pese a la crisis económica:
“…el lujo –nos cuenta Gibbon– (…) parece ser el único medio que puede corregir la desigualdad distribución de la propiedad. El menestral diligente y el artista diestro, que no han obtenido ningún reparto en la división de la tierra, reciben una tasa voluntaria de los terratenientes (…). Las provincias [del Imperio] pronto habrían agotado sus riquezas si las manufacturas y el comercio del lujo no les hubiera devuelto poco a poco a los súbditos diligentes las cantidades que se les exigían por las armas y la autoridad de Roma”.
Adriano no fue sólo un liberalizador, a su manera, del comercio, sino que también supo intervenir, con todo su poder imperial, donde la economía necesitaba sus correcciones. Y, en este punto, recurrimos de nuevo a la extrema destreza literaria de Marguerite Yourcenar, quien pone en boca del emperador alguno de sus logros:
“Se necesitan leyes más rigurosas para reducir el número de los intermediarios que pululan en nuestras ciudades (…). Una distribución juiciosa de los graneros del Estado ayuda a contener la escandalosa inflación de los precios en épocas de carestía, pero yo contaba sobre todo con la organización de los productores mismos (…). Uno de mis días más hermosos fue aquel en que convencí a un grupo de marineros del Archipiélago de que se asociaran formando una corporación y que trataran directamente con los vendedores de las ciudades. Jamás me sentí más útil como príncipe”.
Nos encontramos nada menos que con el primer impulso a las pymes y a los autónomos, esos pescadores a quienes el propio emperador anima a organizarse para no estar sometidos a intermediarios y especuladores.
¿No añoramos ahora príncipes, responsables de la gestión pública, alimentados por ese mismo impulso de sentirse útiles, en vez de por la lamentable combinación de mala gestión y prácticas depredadoras tan habitual en los últimos tiempos?
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Títulos comentados:
-Memorias de Adriano. Marguerite Yourcenar, 1974. Salvat Editores, Barcelona, 1994.
–Decadencia y caída del Imperio Romano. Volumen I. Edward Gibbon, 1776. Ediciones Atalanta, Gerona, 2012.
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