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Sexo y revolución industrial… o mexicana

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Fotografía: © M.M.Capa

“Sintió su pene elevándose contra ella con una fuerza silenciosa, deslumbrante y potente, y se entregó a él. Cedió con un estremecimiento como de agonía y se abrió por completo a él”.

Tranquilos, no han entrado por error en un blog erótico. Lo que acaban de leer es sólo uno de los muchos párrafos de un clásico de la literatura… Iba a escribir “erótica”. Pero no es correcto: “El amante de Lady Chatterley” es mucho más. La novela de David Herbert Lawrence (1885-1930) fue prohibida en la timorata Gran Bretaña de su época y vio la luz por primera vez en Florencia, en 1928. No se editaría en el Reino Unido hasta 1959, casi treinta años después de la muerte de su autor, un hombre de potente personalidad, crítico con el sistema y en continua búsqueda de otros mundos y otros modos, lo que le llevó a una especie de exilio voluntario que él mismo definió como su “peregrinación salvaje”: Australia, Italia, Ceilán, Estados Unidos, México, sur de Francia (donde falleció)… Lawrence apenas volvió a pisar Inglaterra salvo un par de veces.

Que era un escritor diferente, difícil de encajar en su época, se aprecia en pasajes como el que acaban de leer, que nos describen los encuentros entre Lady Chatterley (cuyo marido volvió parapléjico de la guerra) y su fogoso guardabosques. Los párrafos cargados de erotismo agitan toda la novela del mismo modo que, ante las arremetidas de su amante, la aristócrata sentía que “las profundidades se agitaban y removían en oleadas amplias e interminables”.

Pero esta extraordinaria novela está cargada también de economía. Igual que nos narra cómo una aristócrata cede a sus impulsos, nos relata cómo la vieja economía de la vieja Inglaterra se ha transformado ante los impulsos de la revolución industrial. El capítulo XI, por ejemplo, está repleto de agudas referencias a esta transformación:

“¡La Inglaterra de Shakespeare! No, era la Inglaterra de hoy (…). Aquella Inglaterra estaba produciendo una nueva raza humana, supersensitiva al dinero, a lo social y a lo político (…). Una Inglaterra eliminado a la otra. Las minas habían llevado la riqueza a los palacios. Ahora estaba acabando con ellos como antes habían acabado con las casas de campo. La Inglaterra industrial acaba con la Inglaterra agrícola (…). Y la continuidad no es orgánica, sino mecánica”.

Poco más adelante, en el mismo capítulo, un caballero amigo de la protagonista lanza una afirmación que podría ilustrar el eterno debate sobre el desarrollo sostenible:

“Quizás los mineros no sean tan decorativos como los ciervos, pero son mucho más productivos”.

La ruda transformación del país y de sus habitantes incluso se hace carne en una novela tan carnal como la de D.H. Lawrence:

“El hierro y el carbón habían carcomido profundamente los cuerpos y las almas de los hombres. ¡La fealdad hecha carne y además viva! [Los mineros eran]… Criaturas de otro mundo, partículas elementales de los elementos del carbón, como los metalúrgicos eran partículas elementales de los elementos del hierro. Hombres que no eran hombres, sino ánimas de carbón, hierro y arcilla (…) ¡El alma de la desintegración mineral!”

Antes de narrarnos la revolución industrial, el autor nos habla (en el capítulo VI) del auténtico nuevo elemento que la mueve, no sólo a ella, sino a todo lo demás. No es ni el carbón ni el acero, sino algo mucho más líquido:

“Dinero se necesita siempre. Dinero, éxito, la diosa bastarda…”

“¡La diosa bastarda! ¡Bien, si había que prostituirse, mejor hacerlo a una diosa sin vergüenza! Uno podía siempre despreciarla incluso en el acto de prostituirse a ella, y eso era bueno”.

“Simplemente para que el asunto siguiera funcionando mecánicamente hacía falta dinero (…). Hay que tener dinero. Realmente no hace falta ninguna otra cosa. ¡Así es la vida!”

 “¡Hacer dinero! ¡Hacerlo! De la nada. ¡Sacándolo del aire! ¡La última hazaña de la que podía uno enorgullecerse.”

¿No les suena esto a lo que ahora llamamos apalancamiento financiero, es decir, hacer dinero de la nada?

Aunque, para ver surgir algo de la nada, hay que acudir a otra obra de Lawrence, también capaz de describirnos como nadie otra revolución: la mexicana. Y lo hace sin renunciar a profundas dosis de sensualidad, encarnada en su protagonista:

“Para él Kate no era sino la respuesta a su llamada, la vaina para su espada, la nube para sus rayos, la tierra para su lluvia, el combustible para su fuego”.

Kate Leslei, viuda irlandesa de viaje por México, se encuentra atrapada entre dos hombres, un general postrevolucionario e indio, y un terrateniente de origen español. Ambos quieren resucitar a “La serpiente emplumada” (así se titula la novela de Lawrence), a los viejos dioses aztecas, para dar respuesta a lo que no ha podido responder la revolución. La protagonista acaba casada con el general y atrapada en un país y en una sensualidad que no entiende, aunque al final de la obra llega a pensar:

“Todo es sexo (…). ¡Y qué bello es el sexo cuando un hombre lo guarda sagrado y fuerte como llenando con él el mundo!”.

Está en el México de los años veinte, más de una década después la fuga del presidente Porfirio Díaz. Un país que busca una salida económica y social a la oleada de revoluciones. Fallidos intentos cuyo resultado nos resume un joven profesor universitario:

“Siendo mejicano hay que ser más mejicano que humano (…). En Méjico hay que odiar al capitalista porque si no no se puede vivir. Es imposible ser humano. Hay que ser socialista mejicano o capitalista mejicano, y por lo tanto odiar. No hay otra solución. Odiamos al capitalista porque arruina al país y al pueblo. Tenemos que odiarle a la fuerza”.

En ese odio y esa desesperanza…

“Los habitantes del pueblo vivían en continua zozobra temiendo sobre todo a los bandidos y a los bolcheviques. Los bandidos son ni más ni menos que individuos de pueblos perdidos que, sin dinero, sin trabajo y sin esperanza, se dedican a robar y algunas veces a matar, pero no por oficio (…). Los bolcheviques parece que nacen en los ferrocarriles. En dondequiera que se tienda la vía férrea y comienzan a pasar convoyes con compartimentos de primera y de segunda, nace el espíritu de animosidad y de rebelión que da origen a la protesta y al bolchevismo”.

Capitalismo, industrialización, bandidos, bolcheviques, desarrollismo…

“Así como antiguamente todo individuo soñaba con ser dueño de un caballo y de una espada, ahora aspiraban todos a tener un auto. Como antes las mujeres deseaban una casa y un palco en el teatro, ahora soñaban con una `máquina´. Y los pobres seguían el ejemplo de la clase media”.

 Pero todo en la novela remite al fatalismo impreso en los símbolos de los antiguos dioses, idéntico al que atrapa a Kate, “lo mismo que un pájaro que se siente enroscado con una serpiente”. Porque, como afirma Don Ramón, el cacique que sueña con convertirse en el dios Quetzalcóalt:

“Méjico libre es una utopía (…). El bolchevismo es también una utopía, y el capitalismo igual, y la libertad un cambio de cadenas”.

Casi un siglo después, tras incontables revoluciones, dictaduras, crisis económicas y décadas perdidas, la auténtica libertad para la Latinoamérica emergente ya no parece una utopía. ¿O sí? A lo mejor hay que preguntarles a los mejicanos que se alzan contra el poder de los cárteles de la droga, o a los brasileños que protestan contra los fastos del Mundial de Fútbol.

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Títulos comentados:

-El amante de Lady Chatterley. David Herbert Lawrence, 1928. Ediciones Orbis y RBA, Barcelona, 1982.

La serpiente emplumada. David Herbert Lawrence, 1926. Editorial Losada, Buenos Aires, 1958.

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Para despertar del sueño americano, viajemos a Marte

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

“La polución acortaba el horizonte, pero se podían ver los tejados (…). Casas pintadas de colores pastel, antenas de televisión que desfiguraban la silueta de los edificios. Con frecuencia aparecía un relámpago azul celeste, una piscina. El horizonte era plano, salvo por algunas construcciones apiñadas en torno a un centro comercial. Aquella era la meca del sueño americano, lo que todo el mundo quería. Un mundo de mujeres jóvenes y esbeltas –a base de dietas–, con pantalones cortos y camisetas de tirantes con la espalda descubierta, que conducían vehículos familiares de 400 caballos, rumbo a supermercados con aire acondicionado y música ambiental. Un mundo de canguros y cultura condensada en clubes de lectura de `los mejores libros de la historia´. Una vida de barbacoas junto a la piscina y cines al aire libre abiertos todo el año. Aquello no era para mí. A la mierda los seguros de salud y de vida. Querían vivir sin salir del útero. A mí me hacía sentir más vivo jugar sin reglas, contra la sociedad, y estaba dispuesto a jugar hasta el final”.

Esta visión del “sueño americano” la escribió un inquietante sujeto que se pasó gran parte de su vida entrando y saliendo de la cárcel y que incluso llegó a figurar en la lista de los diez fugitivos más buscados por el FBI. Edward Bunker (1933-2005) fue sin duda un escritor atípico, autor de seis novelas, guionista de cine (candidato a los Oscar por su guión de El tren del infierno) y actor ocasional (¿se acuerdan del Señor Azul, Mr. Blue, de Reservoir Dogs?).

El párrafo que acaban de leer describe una panorámica del valle de San Fernando, en Los Ángeles (ciudad natal de Bunker), desde la autopista que lo atraviesa. Pertenece a la primera novela de este autor, “No hay bestia tan feroz” (1973), que narra el duro retorno a la sociedad de un hombre que se ha pasado ocho años en la cárcel. Está considerada una de las grandes novelas americanas sobre el mundo criminal, así que no busquen en ella más economía que esa brillante y gráfica descripción de “la meca del sueño americano, lo que todo el mundo quería”… y que ahora quieren también los nuevos ricos chinos, rusos o brasileños, atraídos por mundo en el que “el horizonte era plano” y todos “querían vivir sin salir del útero”. Aunque tal vez haya en este libro alguna lección económica más, como la que subyace en toda la novela, la permanente pugna entre manos fuertes y manos débiles, como dicen en los mercados, aunque Bunker recurre a un símil más biológico:

“La compasión era algo poco común en mí [nos dice el protagonista]. Sólo la sentía por los más allegados. Normalmente buscaba en los demás sus debilidades, los contemplaba como presas, como enemigos, aunque no necesariamente con odio. El león no odia a la gacela; le es indiferente”.

¿Cómo superar este mundo sin compasión, de pugna permanente entre leones y gacelas, de búsqueda continua del superficial goce de centro comercial, “cultura condensada” y “vehículos familiares de 400 caballos”? ¿Qué solución le damos a esta encrucijada consumista que nos ha llevado hasta donde nos ha llevado y que, a la vista de la escasez de ideas imperante, nos puede llevar todavía más atrás de donde partimos?

La solución, no sólo económica sino también cultural, quizás no esté en la Tierra. Así que, para encontrarla, viajemos a Marte…

“–¿Por qué lo hizo? [le pregunta el capitán de una nave terrícola invasora a uno de sus tripulantes, Spender, que se ha pasado el bando de los marcianos].

Tranquilamente Spender dejó el arma en el suelo.

–Porque he visto que los marcianos tenían algo que nosotros nunca soñamos tener. Se detuvieron donde nosotros debíamos habernos detenido hace un siglo. He paseado por sus ciudades y comprendo a esta gente y me gustaría llamarlos mis antepasados”.

Demasiado tarde. Esta historia fue escrita en los años cuarenta del siglo pasado, pero, como toda ciencia ficción que se precie, está ambientada en un mundo futuro: junio de 2001. ¿Deberíamos, como dice el rebelde Spender, “habernos detenido hace un siglo”, a principios de ese siglo XX que nos trajo dos guerras mundiales, la bomba atómica, la globalización, la autodestrucción del capitalismo, las máquinas futuristas que ni siquiera soñó el autor de esta historia? ¿Quizás hubiéramos podido parar, de haber conocido antes cómo eran nuestros “antepasados” marcianos? O podríamos habernos detenido justo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando un escritor visionario nos contó cómo eran esos marcianos a los que deberíamos parecernos: en 1949, Ray Bradbury llegó a Nueva York con una colección de relatos que narran la colonización futura, entre 1999 y 2006, del planeta Marte, invadido por una humanidad que huye de la Tierra arrasada. Acabó publicándolos unidos, con el título “Crónicas Marcianas”, una de las cumbres de la ciencia ficción y, por qué no decirlo, de la poesía. “¿Cómo pueden tocarme estas fantasías; y de una manera tan íntima?”, escribió Jorge Luis Borges en el prólogo de la primera edición en español, en 1954. Estas fantasías tocaron al escritor argentino y a millones de lectores más porque son poesía, como lo demuestra el siguiente texto, resumen de la filosofía marciana, tan alejada de la terrícola:

“Los marcianos sabían cómo unir el arte y la vida. El arte fue siempre algo extraño entre nosotros. Lo guardamos en el cuarto del loco de la familia, o lo tomamos en dosis dominicales, tal vez mezclado con religión. Bueno, estos marcianos tenían arte, y religión y todo”.

Un modo de vida amenazado por la implacable colonización de los terrícolas, siempre en busca de nuevos recursos tras la invasión:

“–Luego vendrán los otros grandes intereses. Los hombres de las minas, los hombres del turismo –continuó Spender– (…) Estoy solo contra todos los granujas codiciosos y opresores que habitan la Tierra. Vendrán a arrojar aquí sus cochinas bombas atómicas, en busca de bases para nuevas guerras. ¿No les basta haber arruinado un planeta y tienen que arruinar otro más? (…) Esos fatuos charlatanes”.

La (mala) suerte está echada y Marte parece condenado, igual que su civilización, que sí había sabido encontrar el camino del desarrollo sostenible, como nos sigue explicando este rebelde:

“–Sabían cómo vivir con la naturaleza, y cómo entenderla. No trataron de ser sólo hombres y no animales (…).

Los marcianos descubrieron el secreto de la vida entre los animales. El animal no discute la vida, vive. No tiene otra razón de vivir que la vida (…).

Me parece que los marcianos eran bastante ingenuos [le dice el capitán].

Sólo cuando les convenía. Renunciaron a empeñarse en destruirlo todo, humillarlo todo. Combinaron religión, arte y ciencia, pues en verdad la ciencia no es más que la investigación de un milagro inexplicable, y el arte, la interpretación de ese milagro. No permitieron que la ciencia aplastara la belleza.

Ya casi al final de sus “Crónicas marcianas”, Ray Bradbury nos obsequia con otra magnífica premonición, que pone en boca de un desengañado colonizador de Marte:

– (…) La ciencia se nos adelantó demasiado, con demasiada rapidez, y la gente se extravió en una maraña mecánica, dedicándose como niños a cosas bonitas: artefactos, helicópteros, cohetes; dando importancia a lo que no tenía importancia, preocupándose por las máquinas más que por el modo de dominar las máquinas. Las guerras crecieron y crecieron y por último acabaron con la Tierra.

Podía ser el principio del guión de la película Terminator; o también, si cambiamos el concepto “maraña mecánica” por el de “word wide web”  y si sustituimos “artefactos, helicópteros, cohetes” por “smartphones, tabletas e interfaces cerebro-ordenador”, la descripción de un mundo en el que la tecnología ciertamente genera crecimiento económico, pero de un modo caótico, mal repartido y, a la postre, incontrolable. Las personas de mi generación sobrevivimos cuarenta años sin Internet, pero, como todo el mundo, ahora nos horrorizamos cuando un gurú tecnológico prevé que, antes o después, la Red se desplomará, y caerá sobre nosotros, atrapándonos como pececillos desorientados, y después no habrá más que un retorno a un pasado remoto del que nos costará décadas salir, sobre todo a quienes no sean leones, sino gacelas. O eso, o volar a Marte, no en busca de sus riquezas, sino de su filosofía marciana.

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Títulos comentados:

-No hay bestia tan feroz. Edward Bunker, 1973. Sajalín Editores, Barcelona, 2009.

Crónicas Marcianas. Ray Bradbury, 1949. Ediciones Minotauro, Barcelona, 2008.

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