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El primer rescate bancario de la historia

Fotografía: © M.M.Capa

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“Las grandes acumulaciones de oro y plata hechas por Tiberio, que permanecían ociosas en el Tesoro, habían sido las responsables de la elevación de los tipos de interés, y se produjo un pánico financiero y los valores de la tierra cayeron a menos que nada. Eventualmente Tiberio se vio obligado a aliviar la situación prestando a los banqueros un millón de piezas de oro del dinero público, sin intereses, para pagar a los que solicitaban préstamos con la garantía de tierras.”.

En uno de sus frecuentes momentos de eso que ahora llaman posverdad y que antes llamábamos simplemente mentira, Rajoy afirmó en el Congreso que el rescate de bancos y cajas no nos iba a costar un solo euro a los españoles. Durante mucho tiempo, sus corifeos repitieron la misma trola. Como ya todo el mundo sabe, era efectivamente una posverdad que dilataría al máximo la nariz de Pinocho, una mentira quizás comparable a las muchas falacias que en estos tiempos tan absurdos sueltan especímenes como el Trump descendiente de inmigrantes, la Le Pen hija de su padre o los del Brexit hijos de la Gran Bretaña menguante.

Desvelado por fin el engaño y el milmillonario coste de rescatar cajas y bancos, es buen momento para recordar el que quizás fuera el primer rescate bancario de la historia. Y que se hizo como los más recientes: a costa del dinero público y sin cobrar intereses a los banqueros. Nos lo cuenta el gran Robert Graves (1895-1985) en su novela más popular, entre otras cosas a causa de una también magnífica serie de televisión: “Yo, Claudio”.  Precisamente gracias a este éxito de la BBC, muchos descubrimos cuánto se parece nuestro mundo al de los césares. La teleserie (que aún se puede conseguir en DVD) refleja muy bien la novela de la que procede, por no hablar de su calidad y de las brillantes interpretaciones de gente como Derek Jacobi (Claudio) o de ese inmenso actor que nos dejó el pasado 25 de enero, John Hurt (Calígula). Con tales ingredientes, está producción de 1976 sentó las bases de cómo había que hacer una gran serie televisiva de calidad.

TIPOS DE INTERÉS ABUSIVOS

El rescate bancario de Tiberio fue provocado precisamente por las malas prácticas de los propios rescatados. ¿Les suena? Robert Graves nos cuenta, a través de Claudio, cómo se desencadenó todo:

“Por esa época los delatores empezaron a acusar a los hombres de dinero de cobrar un interés superior al legal sobre los préstamos; lo único que se les permitía cobrar era el uno y medio por ciento. El reglamento respectivo había caído en desuso hacía tiempo, y muy pocos senadores eran inocentes de su violación. Pero Tiberio confirmó su validez”.

Sí, efectivamente, lo de las puertas giratorias no es un invento reciente: el Senado romano estaba lleno de banqueros y prestamistas que ni siquiera disimulaban su condición. Pero, claro, al ser acusados de cobrar intereses muy superiores al legal del uno y medio por ciento –un tipo, por cierto, bastante razonable y que indica que ya los romanos tenían muy claro cuál podía ser el precio real del dinero–, los banqueros se pusieron nerviosos. E hicieron lo primero que suelen hacer los banqueros cuando se ponen nerviosos: pedir al Gobierno de turno que cambie las leyes. Como entonces el gobierno era el emperador en persona, acudieron a él. Ya que Tiberio había confirmado que el tipo legal no podía superar el citado uno y medio por ciento…

“Una delegación (…) le rogó que se le concediese a todo el mundo un año y medio para adoptar sus finanzas personales de modo que concordasen con la letra de la ley, y Tiberio, como un gran favor, concedió el pedido”.

Hecha la ley, hecha la trampa. ¡Qué prácticos eran estos romanos! Pero los más prácticos de todos eran los banqueros. Por supuesto, no pensaban utilizar ese año y medio de moratoria para bajar sus tipos de interés hasta el uno y medio por ciento del tipo legal del dinero. No. Fueron mucho más expeditivos:

“El resultado fue que todas las deudas fueron reclamadas en el acto, cosa que provocó una gran escasez de dinero en efectivo. Las grandes acumulaciones de oro y plata hechas por Tiberio, que permanecían ociosas en el Tesoro, habían sido las responsables de la elevación de los tipos de interés, y se produjo un pánico financiero y los valores de la tierra cayeron a menos que nada. Eventualmente Tiberio se vio obligado a aliviar la situación prestando a los banqueros un millón de piezas de oro del dinero público, sin intereses, para pagar a los que solicitaban préstamos con la garantía de tierras.”

La mala gestión del dinero público (que el emperador tendía a considerar más bien privado, es decir, suyo) fue también responsable de esta crisis. Así que Tiberio no tuvo más remedio que aflojar la bolsa, pero para darles un millón de piezas de oro a los prestamistas, a los banqueros, pese a que las había rapiñado a todo romano que fuera susceptible de ser gravado con abundantes tasas e impuestos. Ese millón de piezas de oro era el único modo de que los prestamistas recuperaran su dinero, ya que el precio de las tierras (hipotecadas con esos tipos de interés abusivos) se hundió cuando todo el mundo intentó venderlas para devolver los préstamos. ¿Les suena? Un auténtico escándalo subprime a la romana.

DINERO PARA PAGAR A 22 LEGIONES

¿Era mucho un millón de piezas de oro? Debía serlo, pues el propio Graves, en una nota que abre la novela, aclara que…

“La `pieza de oro´ que se emplea aquí como unidad monetaria regular es el aureus latino, una moneda que vale 100 sestertii o veinticinco denarii de plata (`piezas de plata´). Se la puede comparar, aproximadamente, con una libra esterlina o cinco dólares norteamericanos de preguerra”.

Sería complejo calcular la cotización actual del áureo, los sestercios o los denarios, así como deflactar la inflación desde la época de los Césares para afinar más aún el resultado. Así que recurramos a un sistema más simple: saber lo que valían las cosas en aquella época. Tomemos un ejemplo de la propia novela “Yo Claudio”: ¿cuánto cobraba el funcionario del Estado más abundante en el Imperio, es decir, el legionario romano? Graves nos da este importante dato al recordar que el propio Augusto (antecesor de Tiberio) donó en su testamento “apenas cuatro meses de paga, tres piezas de oro por hombre” a sus abnegados legionarios. A partir de esta información, unas cuantas multiplicaciones nos permitirán deducir que con un millón de monedas de oro se podrían pagar durante un año los salarios de veintidós legiones de 5.000 o 6.000 hombres cada una (no tenían una cantidad fija de legionarios). Y el ejército imperial formado por Augusto en el año 30 A.C. –y heredado por su avaro y ambicioso sucesor– tenía veintiocho legiones. Así que sí, definitivamente, el rescate bancario realizado por Tiberio con el dinero público fue bastante caro.

Como los de ahora. Y hubo que esperar dos mil años para que alguien nos contara la verdad… en una novela.

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Título comentado:

-Yo, Claudio. Robert Graves, 1934. Biblioteca El Mundo, 2002.

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Juego de Tronos (2): Cómo fabricar dinero para pagar la deuda pública

Fotografía: © M.M.Capa

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“En la actualidad, los ingresos de la corona eran diez veces más elevados que en tiempos de su agobiado predecesor… aunque las deudas de la corona también se habían incrementado. Petyr Baelish era un malabarista de primera.
Y también era muy inteligente. No se limitaba a recaudar el oro y dejarlo en la cámara del tesoro, oh, no. Pagaba las deudas del rey con promesas, y ponía el oro del rey a que rindiera. Compraba carromatos, tiendas, naves, casas… Compraba cereales cuando había cosechas abundantes, y vendía pan cuando comenzaba a escasear. Compraba lana en el norte, lino en el sur y encajes en Lys. Almacenaba telas, las movía, las teñía y las vendía. Los dragones de oro se apareaban y se multiplicaban. Meñique los prestaba y los recuperaba junto con sus crías”.

Un breve curso de finanzas en un solo párrafo, en el que vemos cómo mueve el dinero Petyr Baelish, alias Meñique (consejero de la moneda del reino). Una operativa idéntica a la de cualquier ministro de Economía actual: se endeuda, pide prestado y “paga las deudas con promesas”, mientras pone el oro del tesoro público en inversiones rentables. De ese modo, Baelish era…

“…capaz de frotar dos dragones de oro para que parieran un tercero”.

Es decir, consigue que el dinero (esos dragones de oro que ahora podrían ser euros o dólares) genere más dinero. Finanzas en estado puro, que no aprendemos en un sesudo manual, sino en la segunda entrega de la gran saga novelística  “Canción de hielo y fuego”, del periodista y escritor norteamericano George R.R. Martin (Nueva Jersey, 1948).

Ya hablamos de Meñique, esta especie de superministro de Economía, al analizar la primera de las seis novelas de esta “Canción…”, la titulada precisamente “Juego de Tronos” (http://economiaenlaliteratura.com/juego-de-tronos-1-inversion-en-burdeles-y-crisis-de-deuda/). Esa primera novela dio nombre a la brillante serie televisiva que todo el mundo conoce (ganadora de un Globo de Oro y de 14 Premios Emmy). Pero en la segunda entrega de la “Canción de hielo y fuego”, en la novela titulada “Choque de Reyes” –más de 900 páginas que se leen de un tirón– se profundiza en algunos de los temas económicos que tanto realismo dan a esta inmensa historia de aventuras de tono medieval. Un auténtico aluvión narrativo que nos recuerda a Tolkien, a las historias del rey Arturo y a los dramas familiares y dinásticos de Shakespeare, ese genio que fue capaz de utilizar metáforas económicas hasta en sus sonetos de amor (http://economiaenlaliteratura.com/la-cotizacion-del-amor-en-shakespeare-o-como-rimar-economia-con-poesia/).

En su línea de describirnos siempre el contexto económico de estas apasionantes aventuras de guerreros, reyes, princesas, dragones y muertos vivientes, George R.R. Martin insiste en su segunda novela, “Choque de Reyes”, en el tema de las finanzas públicas. Si en la primera entrega, “Juego de Tronos”, nos cuenta cómo Meñique, este peculiar superministro de Economía, ayuda a generar una auténtica burbuja de la deuda en el reino de Desembarco del Rey, en esta segunda obra nos cuenta cómo llegó Baelish a encumbrarse tan alto. El curriculum vitae de Meñique –que haría las delicias de los más agresivos caza-talentos actuales– se parece al de algunos de los recientes “genios de las finanzas” que, a la vista de la crisis que nos liaron, no eran tan geniales. Una trayectoria profesional que, como tantas otras, reales o imaginarias, Petyr Baelish comenzó en puestos donde había que recaudar dinero para el Tesoro… y de paso para los fondos propios del recaudador:

“Hacía diez años, Jon Arryn [la mano del rey, especie de primer ministro] le había otorgado una sinecura menor en las aduanas, donde lord Petyr pronto se distinguió al conseguir recaudar tres veces más que cualquier otro recaudador del rey. Robert [el monarca] gastaba a manos llenas. Un hombre como Petyr Baelish, capaz de frotar dos dragones de oro para que parieran un tercero, resultaba de un valor inmenso para la mano del rey. A los tres años de llegar a la corte, ya era consejero de la moneda y miembro del Consejo Privado”.

SALIDO  DE LAS PÁGINAS DEL “FINANCIAL TIMES”
Pero cualquier hombre como este, capaz de hacer que las monedas de oro se reproduzcan, sabe bien lo importante que es rodearse de un equipo de fieles incondicionales, a quienes situar en los puestos claves (ya se sabe, presidencias de cajas de ahorros, de empresas públicas y/o privatizadas, etc.). Y Baelish se rodea de esos estómagos agradecidos, como narra la novela en un párrafo que podría estar en un capítulo de la historia del ascenso social de la nueva burguesía frente a la cada vez más incapaz nobleza:

“Y, mientras tanto, también fue situando a hombres que le eran leales. Los cuatro Guardianes de las Llaves [del Tesoro] eran suyos. Él mismo había nombrado al Contador Real y al Balanza Real, y también a los oficiales al mando de las tres cecas [controlar la acuñación de moneda es indispensable para tener autonomía en las decisiones económicas]. Nueve de cada diez capitanes de puerto, recaudadores de impuestos, agentes de aduanas, agentes textiles, cobradores, fabricantes de vinos… eran leales a Meñique. Se trataba de hombres en su mayoría de extracción popular: hijos de comerciantes, de señores menores, a veces incluso extranjeros… Pero, a juzgar por los resultados que obtenían, mucho más capacitados que sus predecesores de alta cuna”.

Un ejemplo de cómo un poder absoluto (igual que una mayoría absoluta de esas que tardaremos mucho tiempo en volver a ver en España tras las elecciones del 24 de mayo de 2015) puede concentrar en sus manos todos los puestos clave… del poder económico, claro, que es el que importa. Lo que no parecía importar –como analizábamos en el artículo anterior– era que toda esta concentración de poder económico en las manos de un solo hombre, y de su extensa red clientelar, estuviera ayudando a generar una burbuja financiera que, como veremos en próximos capítulos, acaba explotando. ¿Les suena? Parece que George R.R. Martin, periodista al fin y al cabo, se ha inspirado más en el “Financial Times” o en el “Wall Street Journal” que en las tradicionales novelas de caballeros andantes, princesas y dragones.

GUERRA E INFLACIÓN: ¿QUÉ ES MÁS CARO, UN POLLO O UN NOBLE?
Además de a la figura y a las prácticas financieras de Meñique, esta segunda entrega de la “Canción de hielo y fuego” dedica especial atención al tema de la inflación y otros problemas económicos generados por una guerra. Desembarco del Rey, la capital a punto de ser atacada por ejército enemigo, sufre los males típicos de cualquier asedio y su consecuente bloqueo comercial:

“Los mercados estaban llenos de hombres desastrados que vendían sus propiedades a cualquier precio… Pero no había granjeros que pregonaran sus productos. El precio de los pocos alimentos que vio [el enano Tyrion Lannister, en esos momentos mano del rey] era el triple que el año anterior”.

Una inflación anual del 300 por cien no está nada mal y recuerda a las altísimas tasas registradas en las peores crisis del siglo XX y lo que llevamos del XXI. Una escalada de precios inevitablemente unida a un desabastecimiento de estilo casi “boliviarano” (sólo habría que cambiar a Meñique por Maduro para no notar la diferencia). Sigamos viendo los mercados a través de los ojos de Tyrion:

“–¡Ratas frescas! –anunciaba a gritos un vendedor ambulante que ofrecía ratas asadas en un espetón– ¡Ratas frescas!

Sin duda eran mejores que las ratas viejas y medio podridas. Pero lo más aterrador era que las ratas asadas tenían un aspecto más apetitoso que la mercancía que vendían los carniceros. En la calle de la Harina [una referencia clara del autor a la antigua organización de las ciudades en función de los gremios] vio guardias ante una de cada dos tiendas. Pensó que, en tiempos de escasez, hasta a los panaderos les resultaban más baratos los mercenarios que el pan”.

El negocio de la seguridad, ya se sabe, es uno de los que suele florecer cuando la crisis económica desemboca en una grave agitación social. Una seguridad que busca también el rey, que no duda en “comprar” la fidelidad de los señores feudales, como ilustra este diálogo entre Meñique y Tyrion, sin duda el personaje más sagaz e inteligente de toda la saga. El enano le pregunta a lord Petyr qué razones podrían dar a los nobles para que apoyaran al joven, estúpido y sanguinario rey Jeoffrey (sucesor de Robert). La respuesta de Meñique no podía ser otra:

–Razones de oro (…)
–Mi querido amigo Petyr, no me puedo cree que estéis proponiendo que compremos a estos poderosos señores y a estos nobles caballeros como si fueran pollos en venta del mercado.
–Se nota que no habéis visitado nuestros mercados últimamente (…). Estoy seguro de que os sería más fácil comprar un señor que un pollo”.

Otra lección de historia económica. Repartir castillos, honores y tierras siempre fue un recurso tradicional de los monarcas para comprar lealtades, procedimiento que en tiempos más recientes ha sido sustituido por el reparto de altos cargos, de puestos en consejos de administración y, por supuesto, de comisiones ilegales y de sobres con dinero negro. Lo cual –y volvemos a uno de los temas económicos centrales de esta saga– no hace más que inflar, inflar e inflar la gigantesca burbuja de la deuda. No se pierdan su estallido en el próximo artículo de esta serie.

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Título comentado:

-Choque de Reyes. Canción de Hielo y Fuego/2(*).George R.R. Martin, 1998. Ediciones Gigamesh, Barcelona, 2007. Cuarta Reimpresión, febrero del 2014.
(*) Segunda novela de la saga conocida por popularmente como “Juego de Tronos” (que es el título de la primera novela y de la serie televisiva de HBO que estrenó en abril de 2015 su quinta temporada).

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Corrupción para engrasar la maquinaria… y para conservar el poder

Fotografía: © M.M.Capa

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“Más dinero para sobornos y corrupción, argumentaba siempre la oposición a voz en grito. `Sin duda´, decía el Jefe sin tomárselo demasiado a pecho, `sin duda hay sobornos y corrupción. Pero sólo en la medida necesaria para que los engranajes giren sin chirriar. Y recordad esto: ninguna máquina inventada por el hombre ha funcionado nunca sin desperdiciar energía´”. 

El “Jefe” que alardea de una visión de la política a la que muchos de nuestros cargos electos se han acostumbrado durante demasiado tiempo, no es un presidente del Gobierno que mira hacia otro lado al descubrirse cómo se financia su partido (¡qué mala suerte, durante casi dos décadas todos los tesoreros han sido unos golfos y el líder sin enterarse!); tampoco es un ex presidente (o ex presidenta) de comunidad autónoma que afirma que no sabía nada, que ignoraba estar rodeado (o rodeada) de mangantes, los de los ERE, los de la “Gürtel” o los de la “Púnica”. Casos todos ellos en los que el de arriba (o la de arriba) se escudan en el “yo no lo sabía”, lo cual, por cierto, sería suficiente motivo para dimitir, porque un jefe que reconoce no enterarse de nada, o es tonto o es incompetente… o las dos cosas y, por tanto, cómplice del choriceo.

Por el contrario, este “Jefe” de nuestra cita sí se entera, pero tiene claro que el sistema funciona así. Una ausencia de hipocresía que sería de agradecer si no fuera porque muestra también una total falta de escrúpulos. Algo, en definitiva, muy actual, aunque el párrafo que encabeza este artículo fuera escrito nada menos que en 1946. El “Jefe” es el protagonista de “Todos los hombres del rey”, una gran novela norteamericana escrita por Robert Penn Warren (1905-1989) y ganadora del Premio Pulitzer. Una obra magistral, inmensa y que muchos recordarán porque ha inspirado dos películas también magníficas: la primera, titulada “El Político”, la dirigió Robert Rossen en 1949 y ganó tres Oscar un año después; la segunda, que mantiene el título de la novela, la rodó Steven Zaillin en 2006 con un impresionante elenco de actores: Jude Law, Kate Winslet, James Gandolfini y Anthoni Hopkins acompañaban a Sean Pean en uno de los mejores papeles de su carrera, el de Willie Talos, protagonista de la obra e inspirado en la figura de Huey Long, quien fuera un famoso, controvertido y populista gobernador de Louisiana.

Talos es ese “Jefe”, un político de pura raza, sólo interesado en el poder, que mantiene recurriendo a las armas de la corrupción y el chantaje. Pero es también un gran orador, un supuesto líder de los oprimidos, un demagogo… Un personaje que merece la pena recordar en este año 2015 cargado de citas electorales.

“Sin duda me rodean muchos mangantes [afirma Talos sin rubor]. Pero son demasiado cobardes para exponerse a mangar descaradamente. Porque no les quito ojo de encima. Y le entrego algo al estado. Claro que lo hago”.

Justo lo contrario de lo que ha pasado aquí: los mangantes han robado lo que han querido, nadie ha vigilado lo que hacían y el Estado no ha recibido nada a cambio, salvo agujeros presupuestarios y mala gestión. No se cumple lo que, el narrador de la novela, un colaborador del gobernador, define como…

“… la teoría de los costes históricos, por así decirlo. Todo cambio tiene un precio. Y hay que restar los costes de las ganancias. Era posible que en nuestro estado los cambios sólo pudieran hacerse de la manera como se hacían, y era innegable que el proceso aportaba algunos cambios. La teoría de la neutralidad moral de la historia, por así decirlo. El procedimiento, en cuanto tal, no es, moralmente, ni bueno ni malo. Podemos juzgar los resultados, pero no los procedimientos (…). Es posible que un hombre tenga que vender su alma para conseguir el poder de hacer el bien”.

Maquiavelismo puro y duro. Aunque ya vemos dónde nos ha llevado cuando muchos han vendido su alma pero no para conseguir “el poder de hacer el bien”, sino simplemente para llenar sus cuentas (y las de sus cómplices electos) en Suiza. Y quien aún no lo crea, que esté atento a la inminente (quieran o no) filtración de la famosa “lista de los 715”…, donde seguro que aparecen bastantes políticos más interesados en el dinero negro que en los ciudadanos.

Pero el protagonista de esta novela es de otra pasta. Le interesan otras cosas, como se ilustra en este diálogo, que sostiene con su madre un colaborador de Willie Talos:

“– (…) Hijo mío, no te dejes meter en ningún caso de corrupción… (…)
–He dicho que, si me interesara el dinero, sólo tendría que alargar la mano y coger diez mil dólares. Y no necesitaría corromperme. Únicamente, facilitar información. La información es dinero. Pero, como te he dicho, no me interesa el dinero (…). A Willie tampoco le interesa (…).
–¿Qué le interesa, pues?
–Le interesa Willie. Lisa y llanamente, Willie. Y cuando a alguien sólo le interesa, lisa y llanamente, su propia persona (…), todo el mundo dice de él que es un genio. Sólo a los tontainas como el señor Patton les interesa el dinero. A los grandes empresarios, los que consiguen amasar enormes fortunas, no les interesa el dinero. A Henry Ford no le interesa el dinero. A Henry Ford sólo le interesa Henry Ford. Por eso es un genio.”

DESENTERRAR LOS GATOS MUERTOS
Y ese genio, a quien sólo le interesa el poder, sí tiene claro que la corrupción, a la que él mismo recurre, puede ser utilizada para descabalgar a un opositor. Por eso le encarga a su colaborador que investigue los trapos sucios de otros políticos, en concreto de un juez que le hace frente. Y, dos veces a lo largo de la novela (páginas 97 y 275), Talos utiliza el mismo argumento:

“–Quizás no haya nada contra el Juez.
–El hombre es concebido en pecado y nace en medio de la corrupción, y pasa del pestazo de los pañales al hedor del sudario. Siempre hay algo.
Y me encargó que lo sacara a la luz, que desenterrara el cadáver del gato muerto…”

¿Les suena? ¿Cuántos políticos hay ahora mismo queriendo sacar a la luz los gatos muertos de los demás… aunque sean de su propio partido? ¿O, cambiando de tema, haciendo promesas demagógicas en plena campaña? Como esta, que un colaborador le aconseja proclamar al “Jefe”:

“–Les das demasiadas explicaciones. Diles solamente que vas a exprimir a los ricos, y olvídate del resto de tu programa de impuestos.
–Pero es que necesitamos un programa de impuestos equilibrado (…)
–Pero eso les importa un pito (…). ¡Joder, hazles reír, hazles llorar, hazles creer que eres tan débil como ellos y que también te equivocas, convéncelos de que eres Dios Todopoderoso! (…) Tu misión es ofrecerles algo que los saque de su marasmo y les haga recuperar las ganas de vivir”.

Toda una lección de comunicación política elevada a la máxima potencia de la demagogia. Es decir, algo que podemos encontrarnos cada día en los telediarios. Sobre todo en este año electoral, el mejor para volver a leer “Todos los hombres del rey”.

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Título comentado:

-Todos los hombres del rey. Robert Penn Warren, 1946. Segunda edición, restaurada, Editorial Anagrama, Barcelona, 2006.

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Noviembre con Moby Dick

Fotografía: © M.M.Capa

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“… Yo siempre me hago a la mar como marinero porque se empeñan en pagarme por la molestia; mientras, que yo sepa, jamás pagan un solo penique a los pasajeros. Al contrario, los propios pasajeros tienen que pagar. Y entre pagar y que le paguen a uno, hay la mayor diferencia de este mundo. El acto de pagar es quizá la aflicción más incómoda que nos legaron aquellos dos ladrones del frutal”.

 Con esta alusión a Adán y Eva nos describe Herman Melville “la mayor diferencia de este mundo”: pagar o que te paguen. Es una de las selectas pero llamativas referencias económicas que aparecen en “Moby Dick”. Una novela que, en cualquier caso, es una de esas brújulas que todo el mundo debería consultar con frecuencia, quizás hasta un par de veces al año. Y deberíamos hacerlo, sobre todo en estos tiempos de incertidumbre y en estos noviembres de lluvia y corrupción, por los mismos motivos que su protagonista (“Llamadme Ismael”) se lanza de cuando en cuando navegar:

“Es un modo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombreo a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala”.

Hagámonos a la mar con este libro una vez más en este noviembre lloviznoso. Y sigamos el consejo de Ismael. Aunque, lo mejor sería hacerlo cobrando por ello, aun a costa de parecer que nos convertimos en esclavos. Porque, como dice Melville:

“¿Quién no es esclavo? Decídmelo. Bueno, entonces, por más que el viejo capitán me dé órdenes; por más que me den porrazos y puñetazos, tengo la satisfacción de saber que todo está bien; que todos los demás, de un modo u otro, reciben algo parecido, esto es, desde un punto de vista físico o metafísico; y así el porrazo universal pasa de uno a otro (…).

El colmo de la felicidad: que te paguen por hacer lo que te gusta. Qué pocos lo consiguen. Pero todos aceptamos de buen grado que alguien nos pague por algo (aunque, como es habitual en estos tiempos, sea con un miserable contrato a tiempo parcial, sin ningún tipo de seguridad y por hacer cosas que detestamos). Tras despotricar contra el acto de pagar, Melville subraya:

“Pero que le paguen a uno, ¿qué se puede comparar con esto? Es realmente maravillosa la cortés premura con que un hombre recibe dinero, si se considera que creemos en serio que el dinero es la raíz de todos los males terrenales, y que de ningún modo puede entrar en el Cielo un hombre adinerado. ¡Ah, qué alegremente nos entregamos a la perdición!”

El autor de “Moby Dick” se burla así de esa doble moral que mueve la economía, aunque convenientemente olvida que si alguien cobra, es porque también paga… en este caso con su trabajo, aunque sea una faena tan agradable para Ismael como hacerse a la mar.

En esta grandísima novela encontraremos, además, detalladas descripciones del negocio ballenero de mediados del siglo XIX:

“Resultó ser el capitán Bildad, que, junto con el capitán Peleg, era uno de los principales propietarios del barco, mientras que las demás partes, como a veces ocurre en esos puestos, las tenían multitud de viejos rentistas, viudas, niños sin padre y tutores judiciales, cada cual dueño de cerca del valor de una cabeza de cuaderna, un pie de tabla, o un clavo o dos del barco. La gente de Nantucket invierte el dinero en barcos balleneros, del mismo modo que vosotros invertís el vuestro en títulos del Estado que producen buenos intereses”.

El mismo principio que se sigue en un moderno fondo de inversión, o en una sociedad repartida en acciones. Todas las alusiones económicas como la anterior, las adereza el autor con frecuentes chanzas sobre cómo la moral (particularmente en aquellas tierras de cuáqueros) no debe interferir con los beneficios, porque…

“…aunque el hombre ame a su semejante, el hombre, sin embargo, es un animal que hace dinero, propensión que a menudo interfiere con su benevolencia”.

Nada más. Y nada menos. Y poco tengo que añadir, salvo recomendar a todo el mundo que vuelva a leer esta novela, o que la descubra, para descubrir en ella eso que llamamos la vida, y eso que conocemos como el mar, dos conceptos que nos ayudarán a mirar todo (incluso la economía) con nuevos ojos, quizá con la mirada limpia del marino que otea el horizonte en busca de la ballena blanca.

Por supuesto, vuelvan también a ver la indispensable versión cinematográfica de “Moby Dick”, rodada en 1956 por el maestro John Huston y protagonizada por el inmenso Gregory Peck, que encarna al Capitán Ahab en uno de los mejores papeles de su carrera. El guión, digna réplica de la novela y de comparable calidad literaria, lo escribieron el propio Huston y otro viejo conocido de esta bitácora, Ray Bradbury (http://economiaenlaliteratura.com/para-despertar-del-sueno-americano-viajemos-a-marte/).

Como despedida, igual que en un artículo reciente recogía uno de los más hermosos comienzos de novela que he leído (http://economiaenlaliteratura.com/caravana-es-mi-patria/), les dejo ahora uno de los más bellos finales, las líneas con las que concluye “Moby Dick”:

“Entonces, pequeñas aves volaron gritando sobre el abismo aún entreabierto; una tétrica rompiente blanca chocó contra sus bordes abruptos; después, todo se desplomó, y el gran sudario del mar siguió meciéndose como se mecía hace cinco mil años”.

En realidad, estoy haciendo trampa, pues, tras este final, Herman Melville escribió un aún más bello epílogo. Pero no quiero desvelarlo aquí, por respeto a quién no haya leído aún estas páginas imprescindibles para navegar en la vida.

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Título comentado:

-Moby Dick. Herman Melville, 1851. Austral, Barcelona, 2010.

Nota: recomiendo particularmente esta cuidadísima y rigurosa edición, con introducción, traducción y notas (todas ellas magníficas) de José María Valverde. También aconsejo huir de las abundantes ediciones infantiles y/o juveniles (aunque no duden en regalarle alguna a los más pequeños de la casa, así como de advertirles, cuando crezcan, que lean una versión completa y de calidad). Rechacen también las versiones mal resumidas, cuyo propósito es atrapar a la ballena blanca en una de esas colecciones de libros que se solían vender por los metros de estantería que ocupaban o por los colores de sus lujosas encuadernaciones.

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