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Fumanchú, disfrazado de periodista económico, culpable del hundimiento bursátil chino y mundial

¡Qué no cunda el pánico! Las bolsas chinas y del resto del mundo no se desplomaron en agosto y septiembre (un primer susto que no ha dejado de repetirse hasta ahora) por culpa de los malos datos económicos del gigante asiático, ni por su burbuja financiera, ni por el peculiar intervencionismo de Pekín en unos mercados mal regulados, ni por su burda manipulación del yuán… (unos factores que han empeorado desde entonces). Nada de eso. Todo fue culpa del malvado Fumanchú, quien, hábilmente disfrazado de periodista económico, se inventó falsas informaciones que causaron el crak. Por suerte, tan nefasto personaje ya está detenido y ha confesado sus crímenes. 

La Bolsa española sufrió hace tres décadas una curiosa plaga: la de los sobrecogedores. Se denominaba así a ciertos especímenes no porque dieran miedo y sobrecogieran por lo feos que eran o por las pésimas crónicas bursátiles que publicaban, sino porque estaban acostumbrados a “coger sobres” de determinadas empresas cotizadas. A cambio de ese “sobre” (concepto económico revitalizado en los últimos tiempos gracias a Bárcenas, la Gürtel, la Púnica, el 3 por ciento trincado por el partido de Artur Mas o por los del PP valenciano, etc., etc.), estos falsos periodistas dejaban caer en sus artículos, columnas e incluso noticias determinadas falsas informaciones que intoxicaban a los inversores y movían las cotizaciones… siempre a favor, lógicamente, de quien había rellenado el sobre con un fajo de billetes verdes (eran tiempos de la peseta, ya saben).

Estamos hablando de años en los que aún no había ni Ley del Mercado de Valores, ni CNMV, ni Ibex, ni Sistema Continuo; eran tiempos en los que la Bolsa de Madrid estaba llena de agentes y barandilleros. Se llamaba así a los inversores que acudían al parqué y, desde la barandilla que lo rodea, daban sus órdenes a voces y comentaban todo lo que ocurría en el mercado. El barandillero es, por cierto, otra especie que pasa al olvido, pues la rectora de Bolsas y Mercados Españoles cerró, desde el verano de 2015, el acceso a la docena de nostálgicos jubilados que aún se movían por allí para recordar otros tiempos y pasar la mañana rodeados del lujoso ambiente del parqué, pese a que las operaciones ahora se realicen en el infinito ciberespacio.

En aquellos años, en un mercado estrecho, escasamente regulado y con muy pocos valores, era relativamente fácil que un rumor, sobre todo si se plasmaba en los periódicos de otra forma (opinión, supuesto análisis, noticia interesada, etc.), pudiera mover los precios. De hecho, alguno de estos sobrecogedores expertos en redactar al dictado de la voz de sus amos fueron invitados a dejar sus redacciones, so pena de ser puestos en manos de las autoridades cuando se descubrió que escribían no para informar, sino para mover los precios y llevarse su comisión metida en un sobre. Incluso intervino en el tema, muy acertadamente, la Asociación de Periodistas de Información Económica (APIE), el único club que ha tenido la osadía de admitirme entre sus dignos miembros y que me ha hecho incumplir lo que dictó uno de mis maestros, Groucho Marx: “Nunca formaré parte de un club que me admita como socio”. La APIE promulgó un código ético, expulsó a algunos de estos temidos sobrecogedores y determinó estrictas normas para que sólo engrosaran sus filas periodistas económicos de verdad.

Todo este rollo nostálgico viene a cuenta de que el régimen chino encarceló el verano pasado a un colega: el periodista Wang Xialou, reportero de la revista financiera Caijing, que dio con sus huesos en la cárcel y admitió ­–en unas declaraciones televisadas el 31 de agosto al más puro estilo maoista– las serias acusaciones de “inventarse y distribuir información falsa” sobre los mercados de valores y de ser, por tanto, uno de los culpables del desplome bursátil de agosto y principios de septiembre (y eso que publicó su sospechosa información el 20 de julio, siete días antes del primer susto de la bolsa china este verano). El batacazo fue considerable no sólo en las bolsas chinas, sino también en las del resto del mundo. Sólo en agosto, los mercados europeos sufrieron la mayor caída desde mayo de 2012, cuando, en plena crisis de la eurozona, más de cinco billones de euros escaparon de la renta variable mundial. Y ya ven  como comienza 2016, coincidiendo, por cierto con el Año Nuevo Chino, el Año del Mono Rojo (a lo mejor es por el color de las pérdidas que arrasan las bolsas de todo el mundo en este terremoto con epicentro en Pekín).

Resulta que, después de investigar a los brókers, de buscar responsables y conspiradores por todas partes, el gobierno chino encontró otro culpable: ese pobre periodista que, seguro, ni siquiera es tal, sino un títere de Fumanchú, o el mismísimo Fumanchú disfrazado, dispuesto, como siempre, a dominar el mundo. Y, para ello, nada mejor que dominar la materia prima más preciada: la información.

 

Mejor un robot que un periodista

¡Pobre e ingenuo Fumanchú! No sabe nada ni de sobrecogedores, ni de medios de comunicación. Por supuesto que los mercados se manipulan desde los medios de comunicación y, sobre todo, desde ese maremágnum sin fondo que llamamos, así, en mayúsculas, la Red (quizás porque hemos caído todos dentro como pececillos indefensos). Pero… ¡usar a un pobre periodista económico! Lo que debería haber hecho el malvado oriental es contratar los servicios de uno de esos implacables robots, sin sentimientos ni emociones, capaces de mover los mercados con infinita más rapidez y contundencia que un simple periodista. Si no lo creen, lean estas tres citas, extraídas de la estupenda novela “El índice del miedo”, de Robert Harris:

“El lenguaje desató el poder de la imaginación, y con él llegaron el rumor, el pánico, el miedo. En cambio, los algoritmos no tienen imaginación. No les entra pánico. Y por eso son tan perfectamente apropiados para operar en los mercados financieros”.

“El aumento de la volatilidad del mercado (…) es una función de la digitalización, que está exagerando los cambios de humor de los humanos mediante una difusión de información sin precedentes a través de internet”.

“(…) las entidades artificiales autónomas de desarrollo libre deberían ser consideradas potencialmente peligrosas para la vida orgánica, y deberían permanecer confinadas en algún tipo de instalación de contención, como mínimo hasta que lleguemos a comprender plenamente su verdadero potencial (…). La evolución sigue siendo un proceso interesado, y los intereses de organismos digitales confinados podrían entrar en conflicto con los nuestros”.

Fumanchú no debería haber usado a un periodista, sino a uno de los robots como el que Harris describe en su novela, un algoritmo diseñado como sistema de trading pero que adquiere vida propia, comienza a tomar sus propias decisiones e incluso –como el monstruo de Frankenstein– se rebela contra su propio creador (puede leer más sobre este tema en  http://economiaenlaliteratura.com/los-robot-que-mueven-los-mercados-y-nos-mueven-a-nosotros/).

Aunque, en realidad, no le hacía falta utilizar uno de estos especímenes cibernéticos. Los robots ya estaban actuando incluso antes de que el periodista detenido publicara algo al respecto. Porque, mientras muchos llevaban buena parte del año distraídos mirando a la enésima mini-crisis griega, era en China y, en general, en las economías emergentes, donde se estaba cocinando el siguiente crak.

China hace lo que quiere… y así nos va

Pero al margen de la multidud de indicadores de enfriamiento económico en el gigante asiático y en otras economías emergentes (ahora en inmersión), y al margen también del impacto producido en los mercados por culpa del desplome del petróleo, el auténtico problema con China es otro: que sus autoridades hacen lo que les da la gana y nosotros miramos hacia otra parte para caerles simpáticos y que nos compren el Edificio España, el Atlético de Madrid y si pudiera ser, por favor, el aeropuerto de Ciudad Real, el de Castellón o ese macro-puerto carísimo que han construido en Coruña y que no sirve más que para criar percebes porque parece que está mal diseñado para que atraquen en él grandes navíos y encima, como todo, está saliendo infinitamente más caro de lo presupuestado… Total, ¿no han comprado ya los chinos el emblemático puerto del Pireo?

Las bolsas chinas han llegado a tener noventa millones de pequeños accionistas, cantidad espeluznante incluso para tales mercados, sobre todo si se compara con los ochenta millones de población de Alemania o los también ochenta millones que tiene el mayor partido político del mundo… el Partido Comunista Chino, por supuesto, donde tardas diez años en ser admitido, pues son también algo marxistas (de Groucho, no de Karl) y no te dejan entrar hasta que no demuestras durante una década tu pureza ideológica, que te habilita para formar parte de una élite que reina sobre la política, la economía y, faltaría más, sobre las finanzas chinas. Al ser del partido (y entramos ahora a una de las raíces del problema), se te abren todas las puertas, te conviertes en “el puto amo” (y disculpen tan castiza expresión) de cualquier cosa a la que te acerques. Y esto, siendo China uno de los países más corruptos del mundo, es el no va más.

Por eso, detener periodistas, brókers, directivos del mercado y demás posibles conspiradores supuestamente empeñados en hacer caer las bolsas (doscientas detenciones reconoció el Gobierno desde el primer desplome bursátil, del 27 de julio, hasta mediados de septiembre de ese año) nunca va  a ser la solución ni el modo de regular mejor el mercado.

Como explicaba el Nobel Paul Krugman en un artículo publicado el 16 de agosto (“Las torpezas bursátiles de Pekín”, suplemento Negocios del diario El País), “los líderes de China siguen suponiendo que pueden dar órdenes a los mercados y decirles los precios que deben alcanzar. Pero las cosas no funcionan así”.

De ahí que se empeñen en lanzar campañas para animar las cotizaciones (que habían subido un 150 por ciento desde principios de 2014, en una clara burbuja que antes o después explotaría), anunciar compras masivas de acciones con fondos públicos, acusar de operaciones especulativas a los operadores, poner coto a las operaciones en corto plazo, intervenir burdamente en el mercado de divisas con una devaluación del 4 por ciento en el yuan dictada por decreto en pleno verano… Y todo ello, mientras su crecimiento económico se aleja de las tasas de dos dígitos necesaria para seguir creando empleo y mantener un cierto orden social, se enfrían los indicadores de producción industrial, caen las exportaciones por el frenazo de sus principales socios (sobre todo la Unión Europea) y el Partido Comunista Chino (que de comunista tiene tanto como de seguidor de ninguno de los dos Marx, ni Karl ni Groucho) sigue manteniendo una estructura de poder absolutista, un absoluto desprecio de los derechos laborales (algún famoso empresario español dijo no hace mucho que aquí deberíamos trabajar como los chinos, supongo que para pagarnos como a los chinos y tratarnos como a los chinos), un nulo interés por la defensa del medio ambiente y una generalizada corrupción que llena de Ferraris los garajes de los “hijos del Partido”. ¿Qué importa que explote una fábrica en medio de una ciudad de diez millones de habitantes, mueran más de cien personas y se genere una nube tóxica? ¿Detienen a un montón de funcionarios corruptos y empresarios corruptores? Menos mal, porque la catástrofe del 12 de agosto en Tianjin ya era la explosión fabril número 26 en lo que iba de año en China.

Mientras, los 168 millones de trabajadores chinos comienzan a tener ideas propias, a movilizarse… Y eso que no saben que su economía dedica un elevado porcentaje a la inversión y uno muy bajo al consumo, con lo cual está repartiendo muy mal los frutos del crecimiento. Por no hablar del intervencionismo y, de nuevo, de la corrupción que florece por doquier.

China sigue haciendo, en definitiva, lo que le da la gana en lo político, lo social, lo laboral, lo medioambiental… Pero los mercados, equipados de potentes e inteligentes robots, ya lo saben y actúan en consecuencia. Lo malo es que, al disparar órdenes de vender masivamente unos activos bursátiles chinos sobrevalorados, arrastran a los del resto del mundo, pues no olvidemos que el PIB del gigante asiático supone el 15 por ciento del mundial. Y, mientras, los gobernantes pseudocomunistas y pseudomarxistas de Pekín siguen persiguiendo a la sombra de Fumanchú… o disparando contra el de siempre, contra el pobre mensajero. Y es que los periodistas, antes o después, siempre tenemos la culpa de todo lo que contamos. Porque de lo que no contamos… mejor no hablar.

 

 

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Una economía sin niños no es economía

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

La historia, que interpreta el pasado para entender el futuro, es la disciplina menos gratificante para una especie moribunda”.

Y si la historia deja de tener sentido porque ya no hay futuro, menos sentido tiene aún la economía. La escritora británica Phyllis Dorothy James (1920/2014), conocida como P.D. James, nos narra en su novela “Hijos de hombres” un escenario demográfico de ficción pero que estremece, sobre todo mientras en algunos países, como el nuestro, se reduce la población: ¿Se imaginan un mundo en el que, de pronto, dejaran de nacer niños? ¿Cómo cambiarían la sociedad, la cultura, la política y, por supuesto, la economía?

Demografía y economía son dos disciplinas interrelacionadas. Todo el mundo está de acuerdo en que un excesivo crecimiento de la población es un serio problema económico para un país (que se lo digan a China y su polémica política del “hijo único”). Pero también es evidente lo contrario: un retroceso demográfico dificulta, e incluso puede llegar a frenar, el desarrollo económico.

Los últimos datos nos dicen que en España ya nace cada año menos gente de la que fallece. A esto se suma que el flujo migratorio se ha invertido (no sólo vienen menos inmigrantes, sino que muchos de ellos retornan a sus países de origen, al tiempo que cada vez más españoles, sobre todo jóvenes, emigran como en los años sesenta). El resultado es un retroceso demográfico que, aunque alivie la presión sobre el desempleo, reduce la demanda interna y puede convertirse en un lastre para la ya lenta recuperación económica.

Pero imaginen este factor llevado al extremo. Es lo que nos cuenta esta extraordinaria novela, escrita en 1992 y que tuvo en 2006 una versión cinematográfica bastante libre pero muy interesante, dirigida por Alfonso Cuarón y protagonizada por Clive Owen, Julianne Moore y Michael Caine. Todo comienza por lo que parece una simple crisis demográfica, quizás similar a la que ahora vivimos en algunos países:

Hubiéramos debido darnos por advertidos a comienzos de los años noventa. Ya en 1991, un informe de la Comunidad Europea señalaba un notable descenso en el número de niños nacidos en Europa: 8,2 millones en 1990, con disminuciones particularmente pronunciadas en los países católicos. Creíamos saber las razones, que el descenso era deliberado, consecuencia de actitudes más liberales respecto al control de natalidad y el aborto, el aplazamiento del embarazo por parte de las profesionales dedicadas a sus carreras, el deseo de un nivel de vida superior por parte de las familias”.

¿Les suena? La acción comienza el 1 de enero de 2021, justo al día en que fallece, a causa de una pelea en un bar, el último ser humano nacido en la Tierra. Muere a los 25 años, pues había nacido en 1995… el último año en que se registraron nacimientos en nuestro planeta. Como consecuencia de una inexplicable epidemia de esterilidad masculina cuyo fundamento científico es imposible de encontrar, no hay nacimientos desde 1995, bautizado como el año Omega. Por tanto, lo previsible es que la raza humana se haya extinguido, como mucho, en apenas un siglo, cuando ya hayan muerto todos los nacidos en 1995. Un profesor británico de historia (esa ciencia que deja de tener sentido), un hombre solitario en la cincuentena y que atropelló en un trágico accidente a su propia hija, nos narra cómo ha cambiado ese mundo que, sin hijos, pierde también la esperanza y el sentido de casi todo, incluida, por supuesto, la economía.

Después de Omega, cuando el país se sumió en la apatía, sin que nadie quisiera trabajar, con los servicios casi interrumpidos, la delincuencia incontrolable, toda esperanza y ambición perdidas para siempre, Inglaterra se convirtió en una fruta madura para que él la recogiera”.

Y ese “él” es un dictador, Xan, convertido en el “Guardián de Inglaterra”, que toma el control y ofrece a la población lo único que necesita:

Viven sin esperanza en un planeta moribundo. Lo único que quieren es seguridad, comodidad y placer. El Guardián de Inglaterra puede prometerles las dos primeras cosas, que ya es más de lo que la mayoría de los gobiernos extranjeros consigue hacer”.

Seguridad, comodidad y placer. Un trío poderoso, convincente y… peligroso. Porque en definitiva supone renunciar a lo que un protagonista de la novela define como lo que debería hacer un “gobierno solvente”:

–¿Qué entiende por un gobierno solvente? –preguntó Julian.
–Buen orden público, ausencia de corrupción entre los altos cargos, ausencia de miedo a la guerra y el crimen, una distribución razonablemente equitativa de la riqueza y los recursos, preocupación por la vida del individuo.
–En tal caso no tenemos un gobierno solvente –opinó Luke.
–Tal vez tengamos el mejor gobierno posible en las actuales circunstancias…”.

Seguro que todos votaríamos, en esta España electoral de 2015, a quién nos garantizara este programa de gobierno solvente, en el que además se cita expresamente que haya “ausencia de corrupción entre los altos cargos”. Pero quizás algunos votantes actuales quieran limitarse a aceptar seguridad y comodidad, a cambio de renunciar a todo lo demás. O sueñen incluso con otro concepto más económico de gobierno que aparece en esta novela: un “gobierno generoso”:

La generosidad [afirma el dictador Xan cuando le reprochan haber restringido la inmigración] es una virtud propia de los individuos, no de los gobiernos. Cuando los gobiernos son generosos, es siempre con el dinero de otros, la seguridad de otros, el futuro de otros”.

…Y generando el déficit y las deudas que tendremos que pagar otros, podríamos añadir para completar la reflexión. Seguridad y comodidad, pero nada de generosidad en un mundo sin esperanza.

IMPORTACIÓN DE JÓVENES
Porque no hay nada de generosidad en facilitar la inmigración, pues esa Inglaterra moribunda lo hace sólo para cubrir necesidades económicas básicas de una población cada vez más envejecida. Y para dejarlo más claro, se habla incluso de “importación de jóvenes”:

–¿Le parece justo que haya un edicto que prohíba emigrar a nuestros omegas [se llama así a los últimos nacidos, la generación de 1995]. Pero importamos omegas y jóvenes de los países más pobres para que hagan los trabajos sucios, limpien las alcantarillas, cuiden a los incontinentes y a los ancianos.
–Están ávidos por venir, supongo que porque encuentran una mayor calidad de vida (…).
–Vienen a comer (…). Luego, cuando se hacen viejos, el límite de edad son los sesenta años, ¿verdad?, los envían de vuelta tanto si quieren como si no”.

Esto también suena bastante actual. Sobre todo cuando, después de “importar” masivamente inmigrantes, ahora estamos “exportando” población que se marcha ante la falta de expectativas económicas. Pero el límite de edad no está ya en esos sesenta años en los que se supone que entras en la vejez (lo que multiplica los gastos públicos en pensiones y en esa sanidad cada vez más restrictiva para los inmigrantes), sino que ha bajado a menos de la mitad: son nuestros jóvenes los que se van, “tanto si quieren como si no”… huyendo del paro.

Quedarse sin jóvenes con capacidad de trabajar es el primer efecto económico evidente de una interrupción súbita de los nacimientos. Pero hay muchos otros. ¿Qué pasaría, por ejemplo, con el mercado inmobiliario? Directamente, desaparecería. El protagonista, que habita en solitario una gran casa de Oxford, lo explica así:

Esta estrecha casa de cinco pisos es demasiado grande para mí, naturalmente, pero con el actual descenso de la población no es muy probable que me critiquen por no compartir lo que me sobra. No hay estudiantes que reclamen a gritos una habitación de alquiler, ni jóvenes familias sin hogar que remuerdan la conciencia social de los más privilegiados”.

Además, el campo poco a poco se desertiza, ya que las autoridades animan a que la decreciente población se concentre en núcleos urbanos, donde es más fácil suministrar, con recursos cada vez más escasos, las necesidades básicas, pues…

…el Guardián había prometido mantener el suministro de luz y energía, a ser posible hasta el final”.

Entre esas necesidades básicas destaca una: la seguridad. Lo explica uno de los consejeros del Guardián de Inglaterra, para justificar la existencia de la Colonia Penal de Man, la isla donde se abandona a los delincuentes a su suerte, sin ningún tipo de sistema penitenciario, entre otras cosas porque no hay recursos ni personal para mantenerlo:

–En cuanto a lo de emplear un gobernador o funcionarios de prisiones que impongan el orden… ¿Dónde piensa encontrarlos? (…) El pueblo ya está harto de delincuentes y delincuencia (…) Se ha intentado de todo para curar la criminalidad del hombre (…). Ahora, desde Omega, el pueblo nos ha dicho ‘basta’. Sacerdotes, psiquiatras, criminólogos… Ninguno ha encontrado respuesta. Lo que nosotros garantizamos es la desaparición del miedo, de la escasez, del aburrimiento. Las restantes libertades carecen de sentido cuando no se está libre del miedo”.

UNA INDUSTRIA MONTADA EN TORNO AL DELINCUENTE
¿Cuántas veces, a lo largo de la historia, se ha recurrido al miedo para recortar libertades? Simplificar el sistema penal, aislar a los delincuentes en una isla donde deben matarse entre ellos para subsistir, es una receta fácil y, además, barata, económica, como explica el propio Xan en este mismo diálogo:

Sin embargo, el antiguo sistema no estaba completamente desprovisto de ventajas, ¿verdad? La policía estaba bien pagada. Y a las clases medias les iba muy bien así: educadores, asistentes sociales, magistrados, jueces, funcionarios de justicia… Toda una provechosa industria montada en torno al delincuente. Tu profesión, Felicia, [se dirige a una consejera antigua jurista] era de las que más se beneficiaba, ejerciendo sus costosas funciones legales para conseguir que la gente fuese condenada de modo que sus colegas pudieran tener la satisfacción de trastocar el veredicto en los tribunales de apelación. En la actualidad, fomentar la delincuencia es un lujo que no podemos permitirnos, ni siquiera para proporcionar un confortable medio de vida a los liberales de clase media”.

La justicia, como tantos otros servicios públicos, convertida en un “lujo”. Otra de las estremecedoras paradojas de un mundo moribundo. Pero no la única. Desaparecen sectores productivos enteros (entre ellos, uno de los primeros, por razones obvias, el del juguete), es el fin de la ecología y de los esfuerzos por proteger la naturaleza (“¿Por qué conservar lo que iban a tener en abundancia?”) y, por supuesto, se termina la protección social para los ancianos dependientes: el gobierno fomenta suicidios colectivos –en apariencia voluntarios pero en realidad organizados por las fuerzas del orden– para eliminar a la población que ya no puede valerse por sí misma.

Este escenario social, política y económicamente apocalíptico, sufre un inesperado giro final, que no desvelaré. Y, sobre todo, nos hace reflexionar sobre la importancia de un adecuado equilibrio demográfico que no adelante en la historia del hombre la cita bíblica tomada para justificar el título de esta impresionante novela:

Señor, Tú has sido nuestro refugio, de una generación a otra. Antes de que existieran las montañas o fueran creados la tierra y el mundo: Tú eres Dios de lo perdurable y mundo sin fin. Tú vuelves al hombre a la destrucción; de nuevo dices: Venid de nuevo a mí, hijos de hombres. Pues un millar de años a tus ojos son como ayer, pues ves lo pasado como un vigía de la noche”.

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Título comentado:

Hijos de hombres. P. D. James, 1992. Ediciones B, Barcelona, 1994.

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Grandes pechos para alimentar el crecimiento chino

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

“¿Son realmente las mujeres una cosa maravillosa? Tal vez lo sean. Sí, definitivamente las mujeres son una cosa maravillosa, pero dicho esto, hay que añadir que en realidad no son ‘una cosa’”.

Mao decía que las mujeres sujetan la mitad del cielo. Pero seguramente han sujetado sobre sus caderas y han alimentado con sus pechos un porcentaje mucho mayor del espectacular crecimiento económico de China y de su radical transformación durante todo el siglo XX. La magnífica novela “Grandes pechos amplias caderas”, de Mo Yan (Premio Nobel de Literatura 2012), narra la inmensa mutación china desde la Rebelión de los Bóxer de 1900 a los años finales de Mao, el gran impulso que cambió radicalmente la inercia económica y social de un país milenario para transformar China en lo que acabará siendo en pocos años: la mayor economía del planeta.

Y uno de los mayores cambios es el que recoge el mensaje central de esta gran novela: las mujeres “en realidad no son ‘una cosa’”, aunque durante milenios hayan sido tratadas como cosas, no sólo en China sino en muchos otros sitios… y hasta ahora mismo (ahí están los asesinos locos de Boco Haram o del Estado Islámico, secuestradores de féminas para convertirlas en esclavas ignorantes).

Nos encontramos ante una novela sorprendente e inmensa, tanto por su calidad por su extensión de 836 páginas (y, por cierto, magníficamente editada en español por Kailas Editorial, como el resto de las principales obras de Mo Yan). El Premio Nobel chino nos engancha con su prosa desde las primeras páginas y nos arrastra sin respiro, con un lenguaje tan vivo como sus personajes, tan directo como los hechos –casi siempre tristes– que azotan su existencia, tan intenso como los sentimientos que agitan sus conciencias y tan luminoso como los rayos de esperanza que, de cuando en cuando, les ayudan a seguir viviendo pese a las continuas recaídas. Colabora a este permanente fluir de las páginas la perenne presencia de una implacable naturaleza que con sus inundaciones, sus nevadas y sus tormentas condiciona una y otra vez la vida de una remota y atrasada provincia china.

Pero, sobre todo, el autor se mete en la piel de una familia entera, la de Madre (así, con las mayúsculas que se merece), Shangguan Lu, joven virgen con los pies vendados según la tradición que, por el súbito cambio de costumbres, ya no está destinada a casarse con un alto funcionario de la decadente dinastía Qing, sino con el hijo estéril de un herrero. Pero cae sobre ella la culpa de no tener descendencia, por lo que se ve obligada a acostarse con unos y con otros en busca del ansiado varón, el bien “económico” más preciado por una familia china (incluso ahora). Pero antes de alumbrar a su ansiado hijo (el mimado y débil Jintong, lactante hasta la adolescencia y eternamente obsesionado por los pechos femeninos), Shangguan Lu tiene nada menos que ocho hijas. Y estas ocho hermanas, con sus diversos matrimonios y peripecias, sirven de hilo conductor para que el propio Jintong nos narré, siempre con un pueril e inocente asombro, la impresionante transformación social que, imparable como el Río de los Dragones que atraviesa su provincia, saca a China del feudalismo para, pasando por el comunismo y la famosa Revolución Cultural, llevarla hasta las mismísimas puertas de su peculiar capitalismo actual. Son ellas, las ocho hermanas, así como otras mujeres en torno a la misma familia, las que representan los principales papeles protagonistas en la mutación de China: casadas con bandoleros, con comunistas o con contrarrevolucionarios, convertidas en prostitutas, en altas funcionarias o en brillantes empresarias… Y siempre volviendo a encontrarse, antes o después, con esa Madre de grandes pechos y amplias caderas y con ese hermano mamoncete a quien todas miman.

REFORMAS AGRARIAS

Como todo se desarrolla en una atrasada región agrícola, dominada secularmente por una dinastía de terratenientes, la mayor parte de las referencias económicas de esta novela aluden a las continuas reformas agrarias comunistas que buscan transformar el país, y que comienzan con lo que se atribuye a un alto dignatario que un día aparece en la aldea:

“Se decía que se trataba de un famoso reformista agrario a quien se atribuía la invención de un eslogan muy conocido en la zona de Wei del Norte, en Shandong: ‘Matar a un campesino rico es mejor que matar a un conejo silvestre’”.

Y así, a base de reformas y contrarreformas, de revolución y contrarrevolución, se va transformando la provincia. Todo comienza con la lucha contra los terratenientes:

“Comían rollitos hechos de harina blanca, pero nunca trabajaron en un campo de trigo. Vestían con ropa de seda, pero nunca criaron un gusano de seda. Se emborrachaban todos los días, pero nunca destilaron ni una gota de alcohol. Convecinos [clama la revolucionaria Pandi, una de las ocho hijas de Madre], estos ricos terratenientes se han estado alimentando con vuestra sangre, vuestro sudor y nuestras lágrimas. Redistribuir su tierra y su riqueza no es más que recuperar lo que es, en justicia, nuestro”.

Pero como alguna otra hija acaba casada con descendientes contrarrevolucionarios de esos mismos terratenientes, la vida de la familia es un continuo pasar de la desgracia, cuando es castigada por las autoridades comunistas, a la rehabilitación, cuando es una de las hermanas (o de sus otros parientes) quien llega al cambiante poder político. Lo ilustra bien este diálogo entre dos personajes secundarios:

“–El Partido Comunista no olvidará su propia historia, así que te recomiendo que tengas cuidado.

–¿Cuidado con qué?         

–Con una segunda serie de reformas agrarias (…).

–Adelante, llevad a cabo vuestra reforma (…). Todo lo que gano me lo gasto en mí mismo, en comer, en beber y en pasármelo bien, ya que la verdadera reforma es imposible. ¡No me verás llevando la vida que llevaba el tonto de mi anciano abuelo! Trabajó como un perro, deseando no tener que comer ni que cagar para ahorrar lo suficiente para comprarse unas pocas hectáreas de tierra improductiva. Después llegó la reforma agraria y ¡chas!, lo clasificaron como terrateniente, lo llevaron al puente y vuestra gente le pegó un balazo en la cabeza (…). Yo no pienso ahorrar nada de dinero, me lo voy a comer todo. Y después, cuando se lleve a cabo vuestra segunda serie de reformas agrarias, seguiré siendo un auténtico campesino pobre”.

Pero la última reforma va en la línea de la mutación hacia ese capitalismo comunista que se ha impuesto en el gigante asiático. Y es la vuelta a la propiedad privada. La explica Papagayo Han, nieto de Madre convertido en próspero empresario ya en los años ochenta:

“–Han cambiado un montón de cosas en estos últimos quince años –dijo Papagayo–. La Comuna Popular se desmanteló y se parceló la tierra. Después se montaron granjas privadas. De este modo, todo el mundo tiene comida sobre la mesa y ropas en el armario.”

La mutación económica se acelera y ya en los años noventa la región se ha convertido en un emporio textil:

“El negocio iba viento en popa en ‘Unicornio: Todo un mundo de sujetadores’. La ciudad estaba creciendo a toda velocidad, y se construyó otro puente sobre el Río de los Dragones. El lugar donde en otros tiempos estuviera la Granja del Río de los Dragones ahora era el emplazamiento de un par de enormes fábricas de tejidos de algodón, una fábrica de fibras químicas y una de fibras sintéticas. Toda esta zona era famosa por su industria textil”.

Los grandes pechos por fin tienen sujetadores modernos que ayuden a la liberación femenina. Una prueba más de otra característica que impregna la novela: un gran, aunque con frecuencia trágico, sentido del humor. Como los clásicos de la literatura (nunca falta un bufón en las obras de Shakespeare o de los autores españoles del Siglo de Oro), Mo Yan entreteje con maestría los hilos de la tragedia y los de la comedia.

LA OMNIPRESENTE CORRUPCIÓN

Pero hay algo que, como el inmutable fluir del Río de los Dragones, apenas ha cambiado en este siglo de mutación acelerada de la economía y la sociedad china (y de muchas otras): la corrupción. Tras escupirle en la cara a un comandante del ejército nacionalista en los años de la invasión nipona, un anciano le increpa:

“–Aquel que roba anzuelos es un ladrón. Pero el que roba una nación es un noble. Combatid contra Japón, decís, combatid contra Japón, ¡pero sólo os dedicáis al libertinaje y la corrupción!”

Algo que no cambia, sino que incluso se acelera, no sólo en la época comunista –donde el novelista nos narra el continuo ir y venir de altos cargos que obran a su antojo hasta que caen en desgracia–, sino también en la de la larga marcha hacia el capitalismo. Veamos de nuevo un comentario del empresario Papagayo Han, gerente de una peculiar granja ornitológica:

“Cada cosa que hacemos cuesta dinero, y para que la Reserva Ornitológica Oriental prospere necesitamos un montón. ¡No ochenta, ni cien mil, ni doscientos o trescientos mil, sino millones, decenas de millones! Y para conseguirlos necesitamos el apoyo del gobierno. Necesitamos préstamos bancarios, y los bancos son propiedad del gobierno. Los directores de los bancos hacen lo que se la antoja a la alcaldesa, y ¿a quién escucha la alcaldesa? (…) ¡A ti! ¡A ti te escucha!”.

Quiere convencer a su tío, Jintong, para que interceda ante una antigua mentora. Otra empresaria, de la industria del reciclado (quien por cierto recuerda a alguna de las más recientes grandes fortunas chinas), afirma sin rubor:

“Ocho de cada diez personas que tienen algo para vender son ladrones. Yo compro cualquier cosa que se use en la obra. Tengo barras para soldar, herramientas en sus envoltorios originales, varillas de acero. No rechazo nada. Lo compro todo al precio de chatarra y después me doy la vuelta y lo vendo como si fuera nuevo, y de ahí salen mis ganancias. Sé que todo esto desaparecerá en cualquier momento, y por eso empleo la mitad del dinero que gano en darles de comer a esos cabrones que hay ahí abajo [sus trabajadores] y me gasto la otra mitad en lo que yo quiera”.

La mujer, Vieja Li, cuyo único y enorme pecho tiene obsesionado desde siempre a Jintong, convierte al narrador en su amante y en un directivo de su empresa que…

“…se hizo un maestro en las artes de organizar recepciones, dar sobornos y evadir impuestos”.

Todo cambia, pero hay algo que siempre sigue igual. Incluso en esta China milenaria que en poco más de un siglo ha pasado del retrógrado feudalismo al también retrógrado capitalismo salvaje.

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Título comentado:

-Grandes pechos amplias caderas. Mo Yan, 1996. Kailas Editorial, Madrid, 2013.

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