Archivo de la etiqueta: Brexit

Las tecnológicas y el Síndrome del Falso Yogur Adictivo

Fotografía: © M.M.Capa

Imagínense una compañía alimentaria cuyo yogur lo consumen 2.200 millones de personas, un tercio de la población mundial. El producto es casi gratis (o al menos lo parece) y cada consumidor lo recibe con su sabor favorito. No pasaría nada si esa empresa pagara impuestos acordes con la dimensión de sus ventas y sus beneficios, contratara cada año a miles de personas para seguir creciendo y, además, su yogur fuera nutritivo y de calidad. Pero de pronto se descubre que esto no es así, sino que un tercio de los habitantes del planeta está bajo el Síndrome del Falso Yogur Adictivo, provocado por las llamadas BAADD.

 

La sigla BAADD la acuñó, en enero de 2018, la revista “The Economist”. En su opinión, los titanes tecnológicos Facebook, Google y Amazon son empresas BAADD, es decir “big, anti-competitive, addictive and destructive to democracy” (malas, anti-competitivas, adictivas y destructivas para la democracia).

Si las compañías componentes de este triunvirato económica y socialmente dictatorial se han ganado tan malsonante calificación de BAADD –que podríamos traducir libremente al castellano como “MAALAAS”– es por la plaga tóxica que, de un modo sigiloso pero implacable, han extendido sobre el planeta. Y esa plaga es la que acabo de bautizar como el Síndrome del Falso Yogur Adictivo.

Para ilustrar las causas y efectos de tal Síndrome, volvamos a la alegoría del yogur: una empresa gigante, más o menos del tamaño de Facebook, lleva su producto a unos 2.200 millones de seres humanos, aproximadamente un tercio de la población del planeta Tierra. Imaginemos que ese producto es un yogur que, en apariencia, no cuesta nada a los consumidores, quienes además en cada momento consumen el que les apetece, con gran variedad (también aparente) de sabores y texturas; el yogur gusta tanto que se hace imprescindible en cualquier dieta… Hasta aquí, todo correcto, salvo la incomodidad que a muchos supone depender de un cuasi monopolio de escala prácticamente planetaria. Pero ninguna autoridad de la competencia parece preocuparse.

Sin embargo, después de muchos años de crecimiento imparable, llegó para este titán del yogur un año decisivo: 2018. Es el ejercicio que, casualmente, califiqué hace ahora casi un año como “El Año Cero después de la Posverdad” (véase el número 34 de HISPATRADING, de abril-junio 2018).

OCHO DESCUBRIMIENTOS… O CONSTATACIONES

¿Qué ocurrió en este Año Cero para este y otros gigantes monopolísticos, los mismos que “The Economist” califica como BAADD? Pues que salieron a la luz varios descubrimientos o síntomas que antes sólo sospechábamos o, si los conocíamos, pocos nos atrevíamos a plantear abiertamente. Veámoslos uno a uno:

El primer descubrimiento (o más bien constatación) es que la citada empresa ni siquiera produce ese yogur, sino que sólo distribuye, bajo la forma de yogur, multitud de productos que no siempre son nutritivos ni alimenticios.

El segundo es que ese supuesto yogur en realidad lo fabrican los propios consumidores, quienes lo depositan gratis (o eso creen ellos) en la inmensa red (tan inmensa que se cita siempre con mayúsculas: La Red) para su consumo aparentemente gratis (o casi) por otros consumidores.

El tercero es que muchos de esos fabricantes que meten el supuesto yogur en la inmensa red cuasi monopolística ni siquiera son consumidores, sino otras empresas o intereses que además se valen de ignotos robots para producir tal sustancia en cantidades industriales (tan industriales que, cuando les viene bien, saturan con ella determinados mercados, hasta el punto de moverlos arriba o abajo, a izquierda o derecha, según les conviene a esos fabricantes robotizados y agitadores de tendencias).

El cuarto descubrimiento es que, en muchísimos casos, sobre todo en los de masivos efectos sobre el censo electoral (ese mismo que se puede mover de izquierda a derecha, etcétera), el yogur ni siquiera es yogur, sino un producto adictivo y tóxico que sirve para que los consumidores/votantes hagan cosas que generan para la empresa distribuidora ingentes beneficios, de los que se llevan una gran tajada (en forma muchas veces de réditos políticos) otras empresas, poderes o intereses que ni siquiera deberían dedicarse al negocio del yogur. Un negocio que, por cierto, el año pasado fue bautizado con esa horrible palabrota de posverdad (antes llamada simplemente mentira).

El quinto descubrimiento (o también constatación, porque todos los Ministerios de Hacienda lo saben aunque ninguno se atreva aún a combatirlo) es que ese supuesto fabricante de supuestos yogures que llegan a un tercio de la población mundial prácticamente no paga impuestos. O, si los paga, es dónde le apetece (y no en todas partes donde vende su yogur, lo que sería lo correcto), y además en un porcentaje ínfimo en comparación con sus ventas y beneficios de dimensión planetaria.

El sexto descubrimiento es que hay al menos otros dos fabricantes de cosas parecidas al falso yogur, que hacen más o menos lo mismo, aunque a otra estala y con otros productos igual de adictivos.

El séptimo es que este triunvirato monopolístico –y varios de sus congéneres–acumula ya tanto poder económico y político, que va a ser muy difícil controlarlo, por más que sus máximos responsables sean llamados a declarar en las más importantes sedes parlamentarias y decidan (como hizo Mark Zuckerberg, presidente de Facebook) que declaran sólo dónde y cómo les dé la gana, mientras sus corifeos hablan de que “no se puede poner puertas al campo” (quizás para que los lobos puedan circular con libertad entre las ovejas).

El octavo –y quizás más grave– descubrimiento es que ya se están constatando, en millones de consumidores, los efectos nocivos del Síndrome del Falso Yogur Adictivo. Esos efectos se identifican incluso con términos muy sencillos, pese a ser gravísimos entre las poblaciones afectadas: Brexit, Trump, el “procés”, Putin, los rohinyás… Como los cuatro primeros efectos del Síndrome han sido de sobra comentados, dedicaremos unas líneas sólo al último, al que afectó a la desdichada población musulmana habitante del oeste de Myanmar (antes Birmania). Los birmanos, que por supuesto apenas leen periódicos, tienen acceso masivo, pese a su extrema pobreza (o precisamente por ella), a Facebook, ya saben, uno de los fabricantes de yogur. De hecho, Facebook es su principal (y casi único) medio de comunicación en internet. Es decir, sólo se alimentan del yogur de nuestra historia. Esto tiene su lógica: para consumirlo, sólo les hace falta un teléfono móvil, que además usan para muchas más cosas. No tienen que comprar un periódico cada día, ni adquirir a plazos un televisor de plasma, ni dedicar mucho tiempo a la lectura y la reflexión. Los agitadores del racismo, como por ejemplo ciertos monjes radicales budistas, saben eso e inundaron Facebook de mensajes de odio contra los 1,2 millones de musulmanes rohinyás que vivían en Myanmar. Resultado: una auténtica limpieza étnica que provocó en 2018 el éxodo de 700.000 rohinyás a campos de refugiados de la vecina y pobrísima Bangladesh. Al referirse a este caso de tintes genocidas (más de 9.400 rohinyás han muerto, la mayoría de ellos asesinados), una investigadora de la ONU declaró en marzo de ese año que “Facebook se ha convertido en una bestia”. Y lo dijo mientras Zuckerberg declaraba (tras el escándalo de fuga de datos de casi noventa millones de usuarios de su red social) que Facebook tenía mecanismos eficaces para detectar y eliminar los mensajes de odio.

¿Y también las estupideces? Por volver a otro efecto del Síndrome del Yogur, hablemos de lo ocurrido en la menguante Gran Bretaña: “El Brexit no habría sucedido sin Cambridge Analytica”. Lo dijo Christopher Wylie (véase “El País” de 27 de marzo de 2018), arrepentido ex cíber-cerebro de la firma inglesa, famosa por haber usado en sus campañas de manipulación los datos de casi noventa millones de usuarios de Facebook. Unas campañas que no sólo sirvieron para impulsar el Brexit, sino también el tramposo triunfo de Trump (uno de cuyos principales donantes electorales es, por cierto, socio de Cambridge).

Podríamos enumerar más descubrimientos, no sólo aparecidos hasta ahora, sino también algunos de los que pronto surgirán. Pero, de momento, los ocho citados parecen suficientes para ilustrar este Síndrome del Falso Yogur Adictivo.

¿LLEGARÁ A TIEMPO LA VACUNA?

Precisamente el caso de Cambridge Analytica (que tuvo que declararse en quiebra apenas dos meses después que estallara el escándalo del uso masivo de los datos de los usuarios de Facebook) fue el que hizo saltar las alarmas y provocó que todo el mundo descubriera el Síndrome. La gran pregunta ahora es: ¿llegará a tiempo una vacuna? O, mejor: ¿disponemos las democracias y las economías occidentales de recursos para elaborar esa vacuna? Me gustaría responder que sí, pero, por ahora, sólo me atrevo a enumerar algunos de estos anticuerpos, sin saber si serán suficientes.

El primer recurso está en el propio concepto de democracia. ¿Podemos permitir nuevos casos como el Brexit, Trump o el “procés”, en los que se condicione el voto de millones de ciudadanos, cuyos datos han sido fraudulentamente utilizados para provocar en ellos una intoxicación masiva con falso yogur adictivo? Ese yogur –ya saben, producido por gentes tan poco fiables como Putin y otros amigos de Trump y del Brexit– que acaba convertido en un enemigo de la propia democracia. “Libertad de expresión, no poner puertas al campo” y proclamas similares sueltan los corifeos de las BAADD. Pero no es cierto: claro que es posible limitar el alcance del yogur adictivo, de la posverdad ¿Acaso no han conseguido regímenes como el chino capar la potencia de las redes sociales en sus territorios? Cierto: ellos sí lo han hecho como arma de control político y atentando contra la libertad de expresión, pero las democracias también deberíamos hacerlo como instrumento de control democrático. ¿Cómo? Con tecnología. La misma que identifica tus gustos y tus preferencias en la Red para luego bombardearte con publicidad, o la que evita que se cuelguen de cualquier manera contenidos porno, puede usarse para detectar mensajes de odio o mentiras. Para ello, recurramos también a herramientas básicas del periodismo: una cosa es opinar (y aquí la libertad de expresión sí debe ser un valor intocable), pero otra cosa es difundir falsa información, eso que se llama ahora fake news o posverdad. Y eso es lo que provoca el odio: decir mentiras como que el otro (sea rohinyá, mejicano, judío, musulmán o español) te roba. Cierto que los medios tradicionales también mienten y manipulan, pero están sometidos a mayor control que las BAADD: primero, el de otros medios contrapuestos; segundo, el de las leyes, las constituciones y, en última instancia, los tribunales de justicia; tercero, el de los propios profesionales de los medios, que debemos actuar con ética y profesionalidad, conscientes de que somos parte del llamado Cuarto Poder de la democracia. ¿Podemos pretender que los titanes de la Red filtren la información falsa? Que se gasten dinero y recursos en hacerlo, igual que se los gastan los medios tradicionales, obligados a contratar periodistas que contrasten las informaciones antes de publicarlas. Pero, claro, eso es caro. Y ellas, las grandes tecnológicas, se declaran depositarias de un futuro económico construido a base de mayor productividad, bajos costes, casi nulas regulaciones y libertad de expresión (y de falsa información) aparentemente gratis para todos…

Por lo mismo, las BAADD se resisten a pagar los mismos impuestos que el resto de compañías. Así pueden competir mejor. Como compiten contra los hoteles las plataformas de alquiler de viviendas turísticas, o contra los taxistas las plataformas de coches de alquiler con conductor (por cierto, mi barrio está lleno de carísimos Teslas de estas plataformas… ¿Alguien me explica cuántos viajeros hay que transportar cada día para amortizar un coche que cuesta entre 86.000 y 149.000 euros?).  Menos costes, menos regulaciones y menos impuestos aumentan la competitividad, mientras la economía tradicional se fastidia y paga impuestos como la ley manda y se somete a todas las normas legales existentes. Este, meter a las BAADD en el mismo marco fiscal y regulatorio que el resto de empresas (que ya es bastante relajado en muchos casos), puede ser el otro gran anticuerpo para fabricar la vacuna: a nivel europeo ya se mueve la idea de una nueva fiscalidad sobre los gigantes tecnológicas, una fiscalidad real, sobre sus ventas y beneficios reales, abonada en cada territorio donde se generen, en vez de en el paraíso fiscal más conveniente. Hasta Trump por una vez ha dicho algo aceptable al afirmar que Amazon debe pagar más impuestos.

En democracia, las constituciones y las leyes están hechas para proteger a los ciudadanos de la temida ley del más fuerte, desastrosa tanto en lo político como en lo económico. Es la ley del más fuerte la que permite a Amazon explotar a sus empleados (que sólo hace poco han comenzado a alzar la voz) y competir con armas inalcanzables para el comercio tradicional; la que permite a Facebook usar indebidamente los datos de sus usuarios y además dejar que cualquier falsa noticia infecte a millones de personas; la que permite a Google decidir qué es o no es trascendente; la que permite a las grandes plataformas de falsa economía cooperativa actuar como auténticas multinacionales alérgicas a los impuestos, a las regulaciones y a los derechos de consumidores y trabajadores… Podríamos seguir así y casi ninguna gran tecnológica se libraría… ni siquiera esas cuyos empleados, sorprendentemente, conducen prohibitivos Teslas (y yo no he visto nunca un taxi tradicional de esta marca).

Se alegará que estas vacunas son aún más difíciles de aplicar fuera de los espacios democráticos. Correcto. ¿Cómo controlar falsas noticias vomitadas desde países sin control jurídico alguno? De nuevo, la solución es tecnológica: si no eres capaz, por ejemplo, de identificar a tus usuarios (igual que lo hace una compañía eléctrica o telefónica), no dejes que esos usuarios anónimos –posiblemente robots manipulados por radicales en un país sin Estado o en un Estado sin democracia– envíen nada fuera de sus fronteras. Y eso sí es posible. Sólo hay que invertir en ello, como se ha invertido en programas antivirus, por ejemplo. ¿Por qué los robots de Putin o de otros grandes manipuladores intervienen en la mayor parte de las campañas electorales europeas para favorecer posiciones ultranacionalistas, xenófobas o supremacistas? Porque los grandes de la Red no identifican bien a sus usuarios. No quieren ponerle puertas al campo… ni a los depredadores que lo recorren con libertad. ¿Por qué hay casos de cíber acoso sexual incluso a menores? Por lo mismo: porque un menor sí puede acceder de cualquier modo a la Red (y, por supuesto, caer en ella). ¿Qué pasaría si tuviera idénticas facilidades para conseguir un carnet de conducir, una licencia de caza mayor o incluso una ametralladora?

Las vacunas se llaman Democracia y Estado de Derecho. Usémoslas antes de que el falso yogur adictivo las destruya del todo.

 

Nota: Versión del artículo que publiqué en el número 35 de la revista trimestral digital HISPATRADING MAGAZINE (julio/septiembre 2018) http://www.hispatrading.com/es/

 

……

Comentarios desactivados en Las tecnológicas y el Síndrome del Falso Yogur Adictivo

Archivado bajo Otra visión de la economía

La Rusia de los amigos de Putin (y 2): el asalto mafioso a la economía

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

“En una sociedad donde la combinación de burocracia esclerótica e incompetencia pura y dura ha hecho que se atasquen todos los engranajes, el mercado negro es el único lubricante. La URSS funcionó con ese lubricante a lo largo de toda su historia y dependió totalmente de él en los últimos diez años. A partir de 1991, la mafia, que ya controlaba el mercado negro, lo único que hizo fue salir del escondrijo para expandirse. Y desde luego que lo hizo, pasando rápidamente de las áreas de fraude organizado normales –alcohol, drogas, protección, prostitución– a todas las facetas de la vida. Lo más impresionante fue la rapidez y crueldad con que se llevó a cabo el virtual asalto de la economía”.

 “El grupo criminal en el círculo de Putin ha aprendido a manipularle”. Lo dice Mijaíl Jodorkovsky, magnate ruso exiliado en Gran Bretaña, en una entrevista publicada por el “EL PAÍS” el 21 de marzo. Esto fue sólo tres días después de que Vladímir Putin arrasara en las elecciones presidenciales y se asegurara que seguirá en el poder hasta 2024 (acumulará así sólo cinco años menos que los 29 que estuvo Stalin al frente de la URSS). Y todo ello, mientras arrecia la guerra diplomática occidental contra Moscú por el envenenamiento de un ex espía ruso y su hija en territorio británico. Y mientras vuelven a volar los misiles occidentales sobre el dictatorial régimen sirio que, con el apoyo de Putin, sigue gaseando y bombardeando a sus propios ciudadanos.

Que la mafia y otros círculos criminales sobrevuelen el poder político no es noticia. Pasa en casi todas partes. En el libro que acaba de publicar sobre Donald Trump, el ex director del FBI James Comey afirma que “estar con él me traía recuerdos de cuando era fiscal antimafia”. Pero en Rusia, esta simbiosis entre mafiosos y gobernantes es especialmente intensa y viene de antiguo. Lo comentamos en el anterior artículo de esta bitácora (http://wp.me/p4F59e-8r), dedicado a una interesante obra de Frederick Forsyth: “El Manifiesto Negro”. Escrita en 1996, la novela hace un ejercicio de política ficción y se ambienta en 1999 para narrar la historia de un xenófobo, racista y mafioso candidato a las presidenciales rusas del año siguiente. Las primeras que, por cierto, ganó Putin tras la dimisión de Boris Yeltsin.

En la novela no se cita a Putin en ningún momento, quizás porque en 1996 aún no era muy conocido, pese a su pasado en el KGB, que prolongó en el organismo que lo sucedió, el Servicio Federal de Seguridad, del que fue nombrado director en 1998. Pero sí aparecen en el libro de Forsyth otros inquietantes altos cargos de ambos servicios, por no hablar del aún más inquietante líder político populista: Igor Komároz, un sujeto que se presenta a las elecciones respaldado por ingentes capitales de origen mafioso y con un programa oculto nazi y supremacista (ese “Manifiesto Negro” que da título a la novela) que podrían firmar los mismísimos Adolf Hitler o Joseph Stalin.

Tras describir cómo la mafia se infiltró en la economía soviética durante los últimos años de la URSS (véase artículo anterior de este blog), “El Manifiesto Negro” cuenta cómo esa infiltración fue aún más intensa con el nacimiento de la nueva Rusia tras la caída del Muro de Berlín.

CONQUISTA EN TRES FASES

Ese “asalto de la economía” al que aludíamos al principio de este artículo, fue posible para la mafia gracias a tres factores muy bien descritos en la novela:

“El primero fue la capacidad para una violencia brutal e inmediata que la mafia rusa exhibía cuando sus planes se veían obstaculizados de alguna manera, una violencia que habría dejado en pañales a la Cosa Nostra norteamericana (…). El segundo fue la impotencia de la policía. Escasa de dinero y de plantilla, sin experiencia (…), la milicia no daba abasto. El tercero fue la endémica tradición rusa de corrupción”.

Y este último factor, el de la corrupción, fue alentado a su vez por un componente puramente económico:

“A ello contribuyó la inflación galopante que se desató en 1991 para consolidarse alrededor de 1995. Bajo el comunismo el tipo de cambio estaba en dos dólares americanos por rublo, cosa ridícula y artificial en términos de poder adquisitivo, pero vigente dentro de la URSS, donde el problema no era la falta de dinero sino de bienes. La inflación acabó con los ahorros y dejó en la pobreza a los trabajadores con salario fijo. Cuando la semanada de un policía urbano vale menos que los calcetines que lleva es difícil persuadirle de que no acepte un billete metido dentro de un carnet de conducir evidentemente falso”.

Con todo esto jugando a su favor, la mafia rusa penetró con rapidez en los negocios legítimos, hasta el punto de hacerse con el control del 40 por ciento del producto interior bruto:

“La Cosa Nostra americana tardó una generación en comprender que los negocios legítimos, conseguidos con las ganancias del chantaje, servían para incrementar las ganancias y blanquear el dinero. Los rusos lo comprendieron en sólo cinco años y en 1995 controlaban el 40 por ciento de la economía nacional (…). El problema era que se habían excedido. Hacia 1988, la codicia había resquebrajado la economía de la que vivían. En 1996 una parte de la riqueza rusa por valor de 50.000 millones de dólares, principalmente en oro, diamantes, metales preciosos, petróleo, gas y madera, estaba siendo robada y exportada ilegalmente. Las mercancías se compraban con rublos prácticamente desvalorizados, e incluso así a precios de liquidación, por los burócratas que controlaban los órganos del Estado, y se vendían en el extranjero a cambo de dólares. Algunos de estos dólares eran después reconvertidos en millones de rublos al objeto de seguir financiando sobornos y crímenes. El resto quedaba a buen recaudo en el extranjero”.

Frederick Forsyth dedica también páginas brillantes a narrar la penetración mafiosa en la banca: cómo se pasó del único banco de la época comunismo, el Narodny o Banco del Pueblo, hasta los más de 8.000 surgidos con la ebullición capitalista; cómo muchos de estos quebraron o simplemente se esfumaron con el dinero de los depositantes, hasta que a finales de los noventa no quedaron más que “unos cuatrocientos bancos más o menos fiables”; o cómo lograba mandar en ellos la mafia:

“La banca no era una ocupación segura. En diez años más de cuatrocientos banqueros habían sido asesinados, normalmente por no ceder por completo a las exigencias de los gánsteres de préstamos sin aval y otras formas de cooperación ilegal”.

LA POSVERDAD ANTES DE PUTIN

Y para dejar bien claro que no hay nada nuevo bajo el Sol, “El Manifiesto Negro” se ocupa detenidamente de eso que antes llamábamos mentira y que ahora se llama posverdad. Y demuestra que no hay que esperar a uno de sus principales impulsores recientes, el nuevo zar Putin, para encontrarla mucho antes en la política rusa. Boris Kuznetsov, el jefe de propaganda del partido ultraderechista de Komároz, sabe bien cómo manejar esa posverdad:

“Durante su estancia en Estados Unidos Kuznetsov había estudiado y quedado impresionado de cómo unas relaciones públicas llevadas con habilidad y competencia podían generar el apoyo de las masas incluso a las más estrepitosas tonterías (…). Kuznetsov veneraba el poder de la oratoria para persuadir, disuadir, convencer y por último vencer toda oposición. Que el mensaje fuera mentira era irrelevante. Como los políticos y los abogados, él era un hombre de palabras, convencido de que no existía problema que éstas no pudieran resolver”.

Se puede generar el apoyo de las masas a “las más estrepitosas tonterías” y es irrelevante que el mensaje sea mentira. ¿Les suena? Pues pueden leer más sobre esto en una novela como “El Manifiesto Negro”, escrita dos décadas antes del Brexit, de la llegada de Trump a la Casa Blanca, del nuevo zarismo rampante de Putin y de las fantasías carlistas que sueñan con una república burguesa independiente con capital itinerante (de Bruselas a Berlín, pasando por Soto del Real y Extremera).

—————-

Título comentado:

-El Manifiesto Negro. Frederick Forsyth, 1996. Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1998.

—————-

Comentarios desactivados en La Rusia de los amigos de Putin (y 2): el asalto mafioso a la economía

Archivado bajo Uncategorized

Cómo cotizará la “posverdad” (antes llamada mentira)… hasta el impeachment

Las victorias del Brexit y de Trump marcan el principio de una nueva era: la de la “posverdad” (una palabrota que hasta ya recoge el prestigioso Diccionario de Oxford). Este modo estúpido de llamar a la mentira también cotiza en los mercados… y de qué manera. Y lo seguirá haciendo. Al menos hasta que al pinochosaurio recién llegado a la Casa Blanca se lo cargue el meteorito del impeachment que le lanzará su propio partido y hasta que Europa por fin reaccione y dé un giro a su política económica… para evitar que nuevos monstruos populistas se empeñen en levantar más muros y fronteras.

Trump PinochoAunque quede más fino en inglés, la “post-truht” o “posverdad” es un nuevo modo de llamar a la simple y burda mentira, por más que el Diccionario de Oxfort afirme que su significado ilustra “circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y la creencia personal”.

¿Qué significa esta sesuda explicación? Muy fácil: que las creencias y las emociones personales pesan más que los hechos. Esto, desde luego, ha ocurrido siempre: nos mienten y nos lo creemos sin pensar, sin reflexionar, sin reparar en los “hechos objetivos”. Pero nunca antes como durante las campañas del Brexit y de Trump se han soltado tantas mentiras, algunas de ellas enormes y descaradas (como las decenas de datos económicos falsos o incluso afirmaciones como que Obama no era estadounidense o que el Papa Francisco apoyaba a Donald). Y nunca antes tantas mentiras han sido capaces de movilizar a los votantes más ignorantes que prescindían de los “hechos objetivos”, sencillamente porque ni se molestaban en buscarlos y, aunque los buscaran, no los encontrarían: para algo la era Thatcher (la antesala de la era de la “posverdad”) se esmeró en desmontar el Estado del Bienestar comenzando por el sistema educativo británico; al otro lado del charco, muchos de los casi sesenta millones de votantes de Trump (personas de raza blanca con más de 100.000 dólares de renta per cápita anual, apenas afectadas por la crisis y habitantes en zonas en las que casi no hay inmigrantes…) serían incapaces de situar en el mapamundi más de tres países: el suyo (aunque tal vez no entero), quizás -sólo quizás- Canadá, y, por supuesto, México (esa nación de delincuentes, narcos y violadores, según el intelectual y nuevo okupa antisistema de la Casa Blanca).

UNA RED DE MENTIRAS PARA ATRAPAR IGNORANTES…

El efecto de la mentira (dejaré ya de hablar de “posverdad”) ha sido además magnificado, especialmente en la campaña del multimillonario heredero neoyorquino, por el papel de los “nuevos medios”, que resultan ser tan mentirosos y amarillistas como los peores ejemplos del rancio periodismo de otros tiempos: Google y Facebook han señalado que tomarán medidas para evitar que las mentiras (generosamente pagadas como publicidad encubierta para aparecer en tales redes) vuelvan a infectar internet como lo han hecho durante la última campaña electoral americana. Twitter, por su parte, bloqueó (algo tarde: nueve días después del martes electoral) las cuentas de supremacistas blancos -es decir, los racistas de toda la vida- que apoyaron a Trump.

La proliferación de mentiras en la Red, para hacer caer en ella a los pececillos más ignorantes, es también posible debido al citado desmoronamiento de los sistemas educativos a ambos lados del Atlántico. Porque a menor educación, menor lectura de Prensa (eso que los esbirros de Trump llamaban “pres-titute” durante la campaña) ¿Cuántos lectores diarios de Prensa más o menos seria hay entre los votantes del Brexit y de Trump? ¿Tantos como entre las poblaciones de Nueva York o de Londres, que mayoritariamente votaron sin dejarse engañar por la oleada de patrañas en ambas consultas?

…Y PARA DISTORSIONAR LOS MERCADOS

Otro problema es que también los mercados, que lo descuentan todo, han sufrido el impacto de las mentiras masivas. Normal. Eso pasa siempre. Cualquier rumor o información falsa puede mover una cotización, un índice o una divisa. Los sistemas automáticos de trading están programados para reaccionar también a esas falsas informaciones. Y no olvidemos que el delito más perseguido en los mercados es precisamente el de información privilegiada (insider trading en inglés), porque cualquier información (sea verdadera o falsa) que alguien conozca ilegalmente antes que los demás, es una ventaja a la hora de operar. El problema es que, como ha ocurrido ahora, los mercados no supieran descontar antes de tiempo la oleada de mentiras descaradas que bombardeaban a los votantes. De ahí que, por culpa del Brexit y del sorprendente resultado electoral norteamericano, acciones, bonos y divisas vivieran jornadas de auténtico pánico, mayor cuanto mayores fueron los embustes.

Por suerte, aún hay tiempo para rectificar. Entre otras cosas, porque las mentiras que llevaron a los catetos anti europeos a votar por el Brexit, y las que llevaron a los ignorantes de la América profunda a votar por Trump, curiosamente, se neutralizan entre sí al generar una nueva política económica. Veamos por qué.

LA MENTIRA SE DEVORA A SÍ MISMA

Comencemos por el efecto económico a corto y medio plazo de las mentiras del multimillonario neoyorquino. Conviene recordar, antes que nada, que se trata de una persona con déficit de atención, dificultades de aprendizaje y bastante inculta (¿han visto algún libro en las imágenes de su versallesca y hortera residencia en la Torre Trump?). En fin, un pobre niño rico que lo ignora casi todo no sólo sobre los buenos modales, sino también sobre la política internacional y nacional, y que sabe de los negocios tanto como un chamarilero del Rastro, seguro que más ducho que él en el arte de la compraventa… y eso que a ningún comerciante del gran mercado madrileño le regaló su padre, como al joven Donald, un millón de dólares para especular en inmuebles y luego le dejó una inmensa herencia inmobiliaria. Sin olvidar que todo ello nace de su emprendedor abuelo, inmigrante alemán que comenzó a ganar mucho dinero en América al apostar por uno de los negocios más antiguos y seguros de la Historia: montar un burdel.

Con esta herencia y con este bagaje intelectual, tanto en lo económico como en lo político, no sorprende que Trump I el Pos-Verdadero (el primero de su proyecto de dinastía, pues ya ha metido a hijos y yernos en su equipo) no haga más que vomitar mentiras. Para comenzar, es lo más fácil para cualquier populista (como sus grandes amigos Farage, Le Pen o Putin). Y para continuar, lo hace sencillamente porque ignora la verdad, esos “hechos objetivos” tan fáciles de verificar por cualquiera que sepa leer y tenga un mínimo coeficiente intelectual.

¿Cuál será el resultado? Sencillamente, que defraudará a su electorado muy pronto, pues una cosa es decir mentiras y otra cosa convertirlas en “hechos objetivos”. ¿Alguien se cree a estas altura lo del muro pagado por los mexicanos? ¿O lo de expulsar de un plumazo a dos o tres millones -cifra harto imprecisa- de indocumentados delincuentes? ¿O lo de quitar de en medio a los políticos del “sistema”, en quienes no tienen más remedio que apoyarse Trump y sus herederos para encontrar alguien que sepa algo de algo, y no sólo mentir o soltar proclamas racistas y fascistas? ¿O lo de meter en la cárcel a Hillary Clinton? ¿O lo de terminar con el Estado Islámico en un mes, amén de purgar a los musulmanes de Estados Unidos? ¿O lo de llegar a una alianza estratégica con Rusia y reducir el papel de Estados Unidos en la OTAN?

Resulta evidente que estas trolas y muchas otras son de imposible aplicación. Y, de intentarlo, probablemente pongan a Trump en una situación delicada frente a unas cámaras dominadas por un Partido Republicano al que ya no podrá ningunear (salvo golpe de Estado, por supuesto) y, mucho menos, mentir (¡a Clinton le hicieron el impeachment por una  única mentira de carácter sexual!). Cualquier desliz del nuevo presidente le pondrá al borde otro impeachment, aunque lo más probable es que este mecanismo se le aplique por alguno de sus varios pleitos pendientes (sus delicadas relaciones con Putin, o algunas posibles escaramuzas fiscales, mercantiles y seguro que pronto también sexuales, dada su declarada afición a meter mano por doquier), o porque el magnate del ladrillo no sepa responder a esta otra pregunta: ¿Cómo va a compatibilizar sus negocios con su trabajo en el Despacho Oval? ¿Va a desentenderse de sus más de cien empresas repartidas por dieciocho países, quizás mediante la creación de un fideicomiso ciego, o va a seguir pilotándolas, en directo a través de sus hijos o su yerno, para caer pronto en incompatibilidades, como, quizás, proponer a China la rehabilitación de la Gran Muralla para convertirla en centro comercial de lujo? ¿Va a seguir cobrando sus sueldos, sus rentas y sus dividendos (esquivando impuestos) o va a vivir con el euro de salario anual que se ha auto impuesto como Presidente? Responder con nuevos embustes a todas estas interrogantes no le será fácil, ni siquiera en esta nueva era de la “posverdad”.

Pero la pregunta que más interesa a todo el mundo, y no sólo a los mercados, es esta otra: ¿Cuál será DE VERDAD su política económica?

¿SON POSIBLES LAS TRUMPANOMICS?

Porque, por lo visto y “mentido” hasta la fecha, las trumpanomics son criaturas tan fantástica como los animales mágicos de la nueva película de la saga Harry Potter (casualmente ambientada en Nueva York). De momento, el mago/bufón Donald ha dejado claras pocas cosas:

-Que quiere masivas inversiones en infraestructuras (si de algo sabe Trump es de construir cosas) que sin duda tensará el déficit público (aunque el magnate presidente espera que el capital privado arrime el hombro), aumentará en endeudamiento y presionará al alza sobre los tipos de interés, amén de estimular la demanda de mano de obra inmigrante (los blancos supremacistas ponen pocos ladrillos y, por ahora, no pueden enviar a trabajar a sus esclavos negros). La Reserva Federal ya le ha pedido explicaciones al millonario, porque una cosa es comenzar a subir los tipos poco a poco, como pretende su presidenta, Yanet Yellen (que estará en el cargo hasta 2018), y otra hacer que se disparen, inflamen la inflación y le den un frenazo al crecimiento estadounidense, aún no demasiado robusto.

-Que eliminará restricciones sobre las energías tradicionales (carbón y petróleo obtenido por fractura hidráulica o fracking), lo cual deja a la política energética en manos de lo que, en definitiva, decida la OPEP, que aún tiene gran capacidad para mover a su voluntad los precios de los hidrocarburos. Esto quizás acabe presionando a la baja sobre la cotización del crudo, lo cual comprometerá la rentabilidad del carísimo petróleo obtenido por fracking y provocará así un efecto bumerán contra este sector. Por no hablar de los nocivos efectos sobre el medio ambiente.

-Que, de un modo y otro, va a importunar a los indocumentados y a dificultar la inmigración, lo cual puede acabar generando tensiones salariales y, de nuevo, inflación: ¿qué pasaría si los once millones de indocumentados, o sólo una tercer parte de ellos, abandonaran de golpe Estados Unidos? ¿Se imaginan a los votantes de Trump -que, como muestran los análisis, no son mayoritariamente pobres y/o desempleados- trabajando de camareros, de albañiles o de señoras de la limpieza?

-Que liberalizará (¿más aún?) los mercados financieros, algo que quizás calme a Wall Street… aunque quizás no tanto, por los temores de que se repitan las malas prácticas que desencadenaron la crisis.

-Que no ratificará los grandes tratados comerciales (comenzando por el firmado por Obama con Asia), lo cual podría generar inflación y dificultades para las exportaciones estadounidenses… y para los propios negocios de Trump (y de muchos otros empresarios blancos de raza superior) en todo el mundo.

TRUMP, CONTRA EL BREXIT

Este último punto enlaza con el otro hito en la nueva era de la mentira (ya saben, ahora llamada “posverdad”): el Brexit.

Cuando millones de británicos se dejaron engañar para votar contra Europa, confiaban en que reforzarían sus lazos con su gran amigo americano… que meses después elige a un presidente proteccionista. Los engañados por Farage, Boris Johnson o la propia Theresa May (que era anti-Brexit ante de ser nombrada para gestionarlo) pensaban además que salir de Europa sería rápido, fácil, barato y sin perder los privilegios de ser europeos, pero ahora descubren que todo eso era mentira y que hasta sus Tribunales obligan a su Gobierno a pasarlo todo por el filtro de un Parlamento anti-Brexit, mientras que Bruselas dice que, mientras siga en la Unión Europea, la pequeña Gran Bretaña tendrá que continuar cumpliendo sus reglas y no podrá poner en marcha ninguna de las patrañas prometidas por los citados pinochos.

Además, y esto es el lado bueno de la nueva era, parece que Europa reacciona: nuestros cegatos y conservadores líderes se han dado cuenta de que si prosiguen con sus actuales políticas ultra liberales de austeridad, surgirán por doquier nuevos Trump o nuevos Farage, quizás el primero de ellos con apellido que da pena en la Francia de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Así que, aún tímidamente, comienzan a pensar que una nueva política económica y nuevo plan de inversiones (más potente que el anémico presentado por Juncker) no serían tan mala idea.

Moraleja: la nueva era de la mentira quizás sirva para evitar que prosperen en ella posdinosaurios tan rancios y fascistas (¿qué les parecen las imágenes de nazis made in USA brazo en alto para celebrar la victoria de Trump?) que nunca debieron salir de las vitrinas de los museos o de las pantallas de la Red para introducirse en las urnas y pisotear la democracia, la economía y los mercados. Con un poco de suerte, al bicho americano se lo llevará pronto el meteorito de un impeachment, mientras que la locura del Brexit y sus derivadas continentales quizás se ahoguen si Europa por fin cambia su rumbo económico y hace fluir las inversiones.

 

……

Comentarios desactivados en Cómo cotizará la “posverdad” (antes llamada mentira)… hasta el impeachment

Archivado bajo Otra visión de la economía

El primer rescate bancario de la historia

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

“Las grandes acumulaciones de oro y plata hechas por Tiberio, que permanecían ociosas en el Tesoro, habían sido las responsables de la elevación de los tipos de interés, y se produjo un pánico financiero y los valores de la tierra cayeron a menos que nada. Eventualmente Tiberio se vio obligado a aliviar la situación prestando a los banqueros un millón de piezas de oro del dinero público, sin intereses, para pagar a los que solicitaban préstamos con la garantía de tierras.”.

En uno de sus frecuentes momentos de eso que ahora llaman posverdad y que antes llamábamos simplemente mentira, Rajoy afirmó en el Congreso que el rescate de bancos y cajas no nos iba a costar un solo euro a los españoles. Durante mucho tiempo, sus corifeos repitieron la misma trola. Como ya todo el mundo sabe, era efectivamente una posverdad que dilataría al máximo la nariz de Pinocho, una mentira quizás comparable a las muchas falacias que en estos tiempos tan absurdos sueltan especímenes como el Trump descendiente de inmigrantes, la Le Pen hija de su padre o los del Brexit hijos de la Gran Bretaña menguante.

Desvelado por fin el engaño y el milmillonario coste de rescatar cajas y bancos, es buen momento para recordar el que quizás fuera el primer rescate bancario de la historia. Y que se hizo como los más recientes: a costa del dinero público y sin cobrar intereses a los banqueros. Nos lo cuenta el gran Robert Graves (1895-1985) en su novela más popular, entre otras cosas a causa de una también magnífica serie de televisión: “Yo, Claudio”.  Precisamente gracias a este éxito de la BBC, muchos descubrimos cuánto se parece nuestro mundo al de los césares. La teleserie (que aún se puede conseguir en DVD) refleja muy bien la novela de la que procede, por no hablar de su calidad y de las brillantes interpretaciones de gente como Derek Jacobi (Claudio) o de ese inmenso actor que nos dejó el pasado 25 de enero, John Hurt (Calígula). Con tales ingredientes, está producción de 1976 sentó las bases de cómo había que hacer una gran serie televisiva de calidad.

TIPOS DE INTERÉS ABUSIVOS

El rescate bancario de Tiberio fue provocado precisamente por las malas prácticas de los propios rescatados. ¿Les suena? Robert Graves nos cuenta, a través de Claudio, cómo se desencadenó todo:

“Por esa época los delatores empezaron a acusar a los hombres de dinero de cobrar un interés superior al legal sobre los préstamos; lo único que se les permitía cobrar era el uno y medio por ciento. El reglamento respectivo había caído en desuso hacía tiempo, y muy pocos senadores eran inocentes de su violación. Pero Tiberio confirmó su validez”.

Sí, efectivamente, lo de las puertas giratorias no es un invento reciente: el Senado romano estaba lleno de banqueros y prestamistas que ni siquiera disimulaban su condición. Pero, claro, al ser acusados de cobrar intereses muy superiores al legal del uno y medio por ciento –un tipo, por cierto, bastante razonable y que indica que ya los romanos tenían muy claro cuál podía ser el precio real del dinero–, los banqueros se pusieron nerviosos. E hicieron lo primero que suelen hacer los banqueros cuando se ponen nerviosos: pedir al Gobierno de turno que cambie las leyes. Como entonces el gobierno era el emperador en persona, acudieron a él. Ya que Tiberio había confirmado que el tipo legal no podía superar el citado uno y medio por ciento…

“Una delegación (…) le rogó que se le concediese a todo el mundo un año y medio para adoptar sus finanzas personales de modo que concordasen con la letra de la ley, y Tiberio, como un gran favor, concedió el pedido”.

Hecha la ley, hecha la trampa. ¡Qué prácticos eran estos romanos! Pero los más prácticos de todos eran los banqueros. Por supuesto, no pensaban utilizar ese año y medio de moratoria para bajar sus tipos de interés hasta el uno y medio por ciento del tipo legal del dinero. No. Fueron mucho más expeditivos:

“El resultado fue que todas las deudas fueron reclamadas en el acto, cosa que provocó una gran escasez de dinero en efectivo. Las grandes acumulaciones de oro y plata hechas por Tiberio, que permanecían ociosas en el Tesoro, habían sido las responsables de la elevación de los tipos de interés, y se produjo un pánico financiero y los valores de la tierra cayeron a menos que nada. Eventualmente Tiberio se vio obligado a aliviar la situación prestando a los banqueros un millón de piezas de oro del dinero público, sin intereses, para pagar a los que solicitaban préstamos con la garantía de tierras.”

La mala gestión del dinero público (que el emperador tendía a considerar más bien privado, es decir, suyo) fue también responsable de esta crisis. Así que Tiberio no tuvo más remedio que aflojar la bolsa, pero para darles un millón de piezas de oro a los prestamistas, a los banqueros, pese a que las había rapiñado a todo romano que fuera susceptible de ser gravado con abundantes tasas e impuestos. Ese millón de piezas de oro era el único modo de que los prestamistas recuperaran su dinero, ya que el precio de las tierras (hipotecadas con esos tipos de interés abusivos) se hundió cuando todo el mundo intentó venderlas para devolver los préstamos. ¿Les suena? Un auténtico escándalo subprime a la romana.

DINERO PARA PAGAR A 22 LEGIONES

¿Era mucho un millón de piezas de oro? Debía serlo, pues el propio Graves, en una nota que abre la novela, aclara que…

“La `pieza de oro´ que se emplea aquí como unidad monetaria regular es el aureus latino, una moneda que vale 100 sestertii o veinticinco denarii de plata (`piezas de plata´). Se la puede comparar, aproximadamente, con una libra esterlina o cinco dólares norteamericanos de preguerra”.

Sería complejo calcular la cotización actual del áureo, los sestercios o los denarios, así como deflactar la inflación desde la época de los Césares para afinar más aún el resultado. Así que recurramos a un sistema más simple: saber lo que valían las cosas en aquella época. Tomemos un ejemplo de la propia novela “Yo Claudio”: ¿cuánto cobraba el funcionario del Estado más abundante en el Imperio, es decir, el legionario romano? Graves nos da este importante dato al recordar que el propio Augusto (antecesor de Tiberio) donó en su testamento “apenas cuatro meses de paga, tres piezas de oro por hombre” a sus abnegados legionarios. A partir de esta información, unas cuantas multiplicaciones nos permitirán deducir que con un millón de monedas de oro se podrían pagar durante un año los salarios de veintidós legiones de 5.000 o 6.000 hombres cada una (no tenían una cantidad fija de legionarios). Y el ejército imperial formado por Augusto en el año 30 A.C. –y heredado por su avaro y ambicioso sucesor– tenía veintiocho legiones. Así que sí, definitivamente, el rescate bancario realizado por Tiberio con el dinero público fue bastante caro.

Como los de ahora. Y hubo que esperar dos mil años para que alguien nos contara la verdad… en una novela.

—————-

Título comentado:

-Yo, Claudio. Robert Graves, 1934. Biblioteca El Mundo, 2002.

—————-

2 comentarios

Archivado bajo Uncategorized

De Palmira a Inglaterra, una historia de amor 1.800 años antes del Brexit

“La más evocadora de todas es la historia de Barates (…). Se desconoce lo que le hizo viajar más de 6.000 kilómetros a través del mundo (probablemente, el trayecto más largo que nadie realizara en este libro).”.

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

El viaje de este sirio llamado Barates comenzó en Palmira y terminó cerca de la actual South Shields, una ciudad costera al noreste de Inglaterra. A muchos de los sirios que ahora huyen de la guerra les gustaría llegar tan lejos como Barates, tanto en su viaje como en su historia de amor, pues se casó con una hermosa damisela del norte de Londres. Pero a los actuales migrantes les va a ser cada vez más difícil repetir la historia de nuestro protagonista. Quizás, porque el viaje de este palmireno se produjo unos 1.800 años antes del Brexit, de la ceguera europea y del resurgimiento de los nacionalismos xenófobos (y permítanme esta redundancia, pues todos los nacionalismos son xenófobos y, como canta Jorge Drexler, “no hay pueblo que no se haya creído el pueblo elegido”).

Brexit, ceguera, nacionalismos… tres factores que, entre muchos otros, están levantando muros más altos e infranqueables que el que levantó el emperador Adriano muy cerca de la citada localidad inglesa. La diferencia es que ese muro separaba del bárbaro e incivilizado norte una auténtica unión europea que permitía que un ciudadano romano como el propio Adriano, nacido cerca de la actual Sevilla, llegara a emperador, o que otro originario de Palmira, como Barates, acabara trabajando y prosperando a 6.000 kilómetros de su lugar de nacimiento.

Aunque esta bitácora va de literatura y economía, de vez en cuando deja espacio a obras no estrictamente literarias, a condición de que estén escritas como las mejores novelas. Y eso es el último libro de la historiadora inglesa Mary Beard: “SPQR” es, como reza su subtítulo, “una historia de la antigua Roma”. No es “la Historia”, con mayúsculas. Es sólo “una historia”, pero tan maravillosamente narrada que incluso sorprenderá a quienes crean saberlo ya casi todo sobre la civilización romana.

Esta historia está cargada, evidentemente, de Historia, de Economía, de Sociología, pero todo ello narrado con una agilidad y un gusto por los detalles humanos y personales (como la vida de Barates) que permite leerla como una auténtica novela. No sorprende que su ya muy prestigiosa autora, Mary Beard, haya ganado el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2016.

CIUDADANOS DEL MUNDO
Los contenidos económicos de “SPQR” son muchos y enriquecedores. Pero me detendré sólo en los relacionados con ese mundo sin fronteras de hace 2.000 años, en el que eran normales cosas que hoy día nos parecen imposibles. La más importante de las cuales fue que cualquier persona ganara la ciudadanía romana (sin perder la suya propia) por el mero hecho de habitar dentro de las fronteras de ese imperio cuya extensión superó a la de la actual Unión Europea:

“En el año 212 d.C. [apenas cien años después de la construcción del Muro de Adriano], el emperador Caracalla decretó que todos los habitantes libres del Imperio Romano, donde quiera que habitasen, desde Escocia hasta Siria, eran ciudadanos romanos. Fue una decisión revolucionaria que eliminó de un plumazo la diferencia legal entre gobernantes y gobernados, y la culminación de un proceso que se había prolongado durante casi un milenio. Más de treinta millones de provincianos se convirtieron legalmente en romanos de la noche a la mañana. Fue una de las mayores concesiones de ciudadanía, si no la mayor, de la historia universal”.

Cierto que casi siempre Roma imponía su dominio mediante guerras crueles, aunque nunca tanto como las de ahora (¿hace falta recordar Hisoshima, los genocidios de Hitler o lo que está pasando en Siria?). Y también es verdad que muchos de los “romanizados” no querían tal ciudadanía. Sin embargo, ser romano te daba muchas ventajas, como también al Imperio que te convertía en ciudadano para que dejaras de ser enemigo. E incluso podías ser romano conservando tu ciudadanía anterior, como ya hizo Roma, mil años antes de Caracalla, cuando comenzó a extender su poder sobre la península itálica:

“A algunas comunidades de las amplias zonas del centro de Italia, los romanos extendieron su ciudadanía romana. A veces esto suponía plenos derechos y privilegios, entre ellos el derecho a votar o a presentarse a las elecciones romanas sin dejar de ser al mismo tiempo ciudadano de una ciudad local”.

Los romanos entendieron muy pronto la necesidad de integrar al otro: no sólo a la persona, sino también a su religión. Ningún panteón es más rico y variado que el romano, cuya tolerante visión de la religión sólo chocó con los monoteísmos judío y cristiano, y gracias a que el islámico aún no existía. Quien proclama que sólo su dios es el verdadero, rara vez acepta que ese mismo dios tenga otros nombres o se haya manifestado de diferentes formas en otros sitios. Pero los romanos, que aparte de ser tremendamente prácticos también sentían un profundo respeto por la religión, entendieron que ser tolerante con las creencias del otro es el primer paso para acercarse a él.

Esa amplitud de miras es la que echamos de menos ahora, en estos tiempos en los que el Brexit ha desplazado el Muro de Adriano unos 560 kilómetros al sur, hasta las orillas británicas del Canal de la Mancha; o en los que ese ignorante fascista y pésimo empresario llamado Donald Trump (por cierto, descendiente de inmigrantes) amenaza con construir un muro en los 3.185 kilómetros de frontera entre los Estados Unidos de América y los Estados Unidos de México (que así se llama el país azteca); ese muro que, por cierto, según Obama sólo serviría para encerrar dentro de sí mismo a los EE.UU. del norte.

Con estos nuevos muros fruto de la xenofobia, la estupidez y los nacionalismos, no serían posibles historias de amor e integración como la que abría este artículo, la de Barates. No sabemos qué le hizo llegar tan lejos doscientos años después de Cristo, pero sí nos dejó constancia de lo que consiguió:

“Se desconoce lo que le hizo viajar más de 6.000 kilómetros a través del mundo (…). Puede que fuera el comercio, o quizás tuviera alguna relación con el ejército. Se asentó en Britania el tiempo suficiente para casarse con Regina (“Reina”), una ex esclava britana. A su muerte a los treinta años de edad, Barates le dedicó una lápida cerca del fuerte romano de Arbeia, en South Shields. En ella se describe a Regina que, como indica el epitafio, había nacido y se había criado justo al norte de Londres, como si fuera una majestuosa matrona palmirena”.

Y otra prueba de que la romanización de Barates no le hizo olvidar ni perder sus raíces, se descubre en los idiomas que utilizó en la lápida:

“Debajo del texto en latín, Barates hizo inscribir el nombre de su mujer en la lengua aramea de su tierra natal”.

Que tomen nota los palurdos xenófobos del Brexit: el inglés aún no existía, la lengua franca era el latín, pero los nuevos romanos, como Barates, aún conservaban su lengua y su cultura, pues la lápida encontrada al norte de Inglaterra es muy similar a las muchas descubiertas en la entonces ciudad romana de Palmira (antes de que otros radicales ignorantes, los del Daesh, la atacaran). Y, por cierto, aunque el latín del Imperio Romano sea ahora una lengua muerta (y en proceso de extinción total gracias a la fabulosa reforma educativa del PP), el arameo aún lo hablan 400.000 personas (de diversas religiones) en esos países de Oriente Medio eternamente castigados por guerras mucho más crueles que las de los romanos.

—————-

Título comentado:

-SPQR. Una historia de la antigua Roma. Mary Beard, 2015. Crítica, Editorial Planeta, Barcelona, 2016.

—————-

Comentarios desactivados en De Palmira a Inglaterra, una historia de amor 1.800 años antes del Brexit

Archivado bajo Uncategorized