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Artículos sobre economía y mercados publicados por Manuel Moreno Capa en la revista digital Hispatrading

Las tecnológicas y el Síndrome del Falso Yogur Adictivo

Fotografía: © M.M.Capa

Imagínense una compañía alimentaria cuyo yogur lo consumen 2.200 millones de personas, un tercio de la población mundial. El producto es casi gratis (o al menos lo parece) y cada consumidor lo recibe con su sabor favorito. No pasaría nada si esa empresa pagara impuestos acordes con la dimensión de sus ventas y sus beneficios, contratara cada año a miles de personas para seguir creciendo y, además, su yogur fuera nutritivo y de calidad. Pero de pronto se descubre que esto no es así, sino que un tercio de los habitantes del planeta está bajo el Síndrome del Falso Yogur Adictivo, provocado por las llamadas BAADD.

 

La sigla BAADD la acuñó, en enero de 2018, la revista “The Economist”. En su opinión, los titanes tecnológicos Facebook, Google y Amazon son empresas BAADD, es decir “big, anti-competitive, addictive and destructive to democracy” (malas, anti-competitivas, adictivas y destructivas para la democracia).

Si las compañías componentes de este triunvirato económica y socialmente dictatorial se han ganado tan malsonante calificación de BAADD –que podríamos traducir libremente al castellano como “MAALAAS”– es por la plaga tóxica que, de un modo sigiloso pero implacable, han extendido sobre el planeta. Y esa plaga es la que acabo de bautizar como el Síndrome del Falso Yogur Adictivo.

Para ilustrar las causas y efectos de tal Síndrome, volvamos a la alegoría del yogur: una empresa gigante, más o menos del tamaño de Facebook, lleva su producto a unos 2.200 millones de seres humanos, aproximadamente un tercio de la población del planeta Tierra. Imaginemos que ese producto es un yogur que, en apariencia, no cuesta nada a los consumidores, quienes además en cada momento consumen el que les apetece, con gran variedad (también aparente) de sabores y texturas; el yogur gusta tanto que se hace imprescindible en cualquier dieta… Hasta aquí, todo correcto, salvo la incomodidad que a muchos supone depender de un cuasi monopolio de escala prácticamente planetaria. Pero ninguna autoridad de la competencia parece preocuparse.

Sin embargo, después de muchos años de crecimiento imparable, llegó para este titán del yogur un año decisivo: 2018. Es el ejercicio que, casualmente, califiqué hace ahora casi un año como “El Año Cero después de la Posverdad” (véase el número 34 de HISPATRADING, de abril-junio 2018).

OCHO DESCUBRIMIENTOS… O CONSTATACIONES

¿Qué ocurrió en este Año Cero para este y otros gigantes monopolísticos, los mismos que “The Economist” califica como BAADD? Pues que salieron a la luz varios descubrimientos o síntomas que antes sólo sospechábamos o, si los conocíamos, pocos nos atrevíamos a plantear abiertamente. Veámoslos uno a uno:

El primer descubrimiento (o más bien constatación) es que la citada empresa ni siquiera produce ese yogur, sino que sólo distribuye, bajo la forma de yogur, multitud de productos que no siempre son nutritivos ni alimenticios.

El segundo es que ese supuesto yogur en realidad lo fabrican los propios consumidores, quienes lo depositan gratis (o eso creen ellos) en la inmensa red (tan inmensa que se cita siempre con mayúsculas: La Red) para su consumo aparentemente gratis (o casi) por otros consumidores.

El tercero es que muchos de esos fabricantes que meten el supuesto yogur en la inmensa red cuasi monopolística ni siquiera son consumidores, sino otras empresas o intereses que además se valen de ignotos robots para producir tal sustancia en cantidades industriales (tan industriales que, cuando les viene bien, saturan con ella determinados mercados, hasta el punto de moverlos arriba o abajo, a izquierda o derecha, según les conviene a esos fabricantes robotizados y agitadores de tendencias).

El cuarto descubrimiento es que, en muchísimos casos, sobre todo en los de masivos efectos sobre el censo electoral (ese mismo que se puede mover de izquierda a derecha, etcétera), el yogur ni siquiera es yogur, sino un producto adictivo y tóxico que sirve para que los consumidores/votantes hagan cosas que generan para la empresa distribuidora ingentes beneficios, de los que se llevan una gran tajada (en forma muchas veces de réditos políticos) otras empresas, poderes o intereses que ni siquiera deberían dedicarse al negocio del yogur. Un negocio que, por cierto, el año pasado fue bautizado con esa horrible palabrota de posverdad (antes llamada simplemente mentira).

El quinto descubrimiento (o también constatación, porque todos los Ministerios de Hacienda lo saben aunque ninguno se atreva aún a combatirlo) es que ese supuesto fabricante de supuestos yogures que llegan a un tercio de la población mundial prácticamente no paga impuestos. O, si los paga, es dónde le apetece (y no en todas partes donde vende su yogur, lo que sería lo correcto), y además en un porcentaje ínfimo en comparación con sus ventas y beneficios de dimensión planetaria.

El sexto descubrimiento es que hay al menos otros dos fabricantes de cosas parecidas al falso yogur, que hacen más o menos lo mismo, aunque a otra estala y con otros productos igual de adictivos.

El séptimo es que este triunvirato monopolístico –y varios de sus congéneres–acumula ya tanto poder económico y político, que va a ser muy difícil controlarlo, por más que sus máximos responsables sean llamados a declarar en las más importantes sedes parlamentarias y decidan (como hizo Mark Zuckerberg, presidente de Facebook) que declaran sólo dónde y cómo les dé la gana, mientras sus corifeos hablan de que “no se puede poner puertas al campo” (quizás para que los lobos puedan circular con libertad entre las ovejas).

El octavo –y quizás más grave– descubrimiento es que ya se están constatando, en millones de consumidores, los efectos nocivos del Síndrome del Falso Yogur Adictivo. Esos efectos se identifican incluso con términos muy sencillos, pese a ser gravísimos entre las poblaciones afectadas: Brexit, Trump, el “procés”, Putin, los rohinyás… Como los cuatro primeros efectos del Síndrome han sido de sobra comentados, dedicaremos unas líneas sólo al último, al que afectó a la desdichada población musulmana habitante del oeste de Myanmar (antes Birmania). Los birmanos, que por supuesto apenas leen periódicos, tienen acceso masivo, pese a su extrema pobreza (o precisamente por ella), a Facebook, ya saben, uno de los fabricantes de yogur. De hecho, Facebook es su principal (y casi único) medio de comunicación en internet. Es decir, sólo se alimentan del yogur de nuestra historia. Esto tiene su lógica: para consumirlo, sólo les hace falta un teléfono móvil, que además usan para muchas más cosas. No tienen que comprar un periódico cada día, ni adquirir a plazos un televisor de plasma, ni dedicar mucho tiempo a la lectura y la reflexión. Los agitadores del racismo, como por ejemplo ciertos monjes radicales budistas, saben eso e inundaron Facebook de mensajes de odio contra los 1,2 millones de musulmanes rohinyás que vivían en Myanmar. Resultado: una auténtica limpieza étnica que provocó en 2018 el éxodo de 700.000 rohinyás a campos de refugiados de la vecina y pobrísima Bangladesh. Al referirse a este caso de tintes genocidas (más de 9.400 rohinyás han muerto, la mayoría de ellos asesinados), una investigadora de la ONU declaró en marzo de ese año que “Facebook se ha convertido en una bestia”. Y lo dijo mientras Zuckerberg declaraba (tras el escándalo de fuga de datos de casi noventa millones de usuarios de su red social) que Facebook tenía mecanismos eficaces para detectar y eliminar los mensajes de odio.

¿Y también las estupideces? Por volver a otro efecto del Síndrome del Yogur, hablemos de lo ocurrido en la menguante Gran Bretaña: “El Brexit no habría sucedido sin Cambridge Analytica”. Lo dijo Christopher Wylie (véase “El País” de 27 de marzo de 2018), arrepentido ex cíber-cerebro de la firma inglesa, famosa por haber usado en sus campañas de manipulación los datos de casi noventa millones de usuarios de Facebook. Unas campañas que no sólo sirvieron para impulsar el Brexit, sino también el tramposo triunfo de Trump (uno de cuyos principales donantes electorales es, por cierto, socio de Cambridge).

Podríamos enumerar más descubrimientos, no sólo aparecidos hasta ahora, sino también algunos de los que pronto surgirán. Pero, de momento, los ocho citados parecen suficientes para ilustrar este Síndrome del Falso Yogur Adictivo.

¿LLEGARÁ A TIEMPO LA VACUNA?

Precisamente el caso de Cambridge Analytica (que tuvo que declararse en quiebra apenas dos meses después que estallara el escándalo del uso masivo de los datos de los usuarios de Facebook) fue el que hizo saltar las alarmas y provocó que todo el mundo descubriera el Síndrome. La gran pregunta ahora es: ¿llegará a tiempo una vacuna? O, mejor: ¿disponemos las democracias y las economías occidentales de recursos para elaborar esa vacuna? Me gustaría responder que sí, pero, por ahora, sólo me atrevo a enumerar algunos de estos anticuerpos, sin saber si serán suficientes.

El primer recurso está en el propio concepto de democracia. ¿Podemos permitir nuevos casos como el Brexit, Trump o el “procés”, en los que se condicione el voto de millones de ciudadanos, cuyos datos han sido fraudulentamente utilizados para provocar en ellos una intoxicación masiva con falso yogur adictivo? Ese yogur –ya saben, producido por gentes tan poco fiables como Putin y otros amigos de Trump y del Brexit– que acaba convertido en un enemigo de la propia democracia. “Libertad de expresión, no poner puertas al campo” y proclamas similares sueltan los corifeos de las BAADD. Pero no es cierto: claro que es posible limitar el alcance del yogur adictivo, de la posverdad ¿Acaso no han conseguido regímenes como el chino capar la potencia de las redes sociales en sus territorios? Cierto: ellos sí lo han hecho como arma de control político y atentando contra la libertad de expresión, pero las democracias también deberíamos hacerlo como instrumento de control democrático. ¿Cómo? Con tecnología. La misma que identifica tus gustos y tus preferencias en la Red para luego bombardearte con publicidad, o la que evita que se cuelguen de cualquier manera contenidos porno, puede usarse para detectar mensajes de odio o mentiras. Para ello, recurramos también a herramientas básicas del periodismo: una cosa es opinar (y aquí la libertad de expresión sí debe ser un valor intocable), pero otra cosa es difundir falsa información, eso que se llama ahora fake news o posverdad. Y eso es lo que provoca el odio: decir mentiras como que el otro (sea rohinyá, mejicano, judío, musulmán o español) te roba. Cierto que los medios tradicionales también mienten y manipulan, pero están sometidos a mayor control que las BAADD: primero, el de otros medios contrapuestos; segundo, el de las leyes, las constituciones y, en última instancia, los tribunales de justicia; tercero, el de los propios profesionales de los medios, que debemos actuar con ética y profesionalidad, conscientes de que somos parte del llamado Cuarto Poder de la democracia. ¿Podemos pretender que los titanes de la Red filtren la información falsa? Que se gasten dinero y recursos en hacerlo, igual que se los gastan los medios tradicionales, obligados a contratar periodistas que contrasten las informaciones antes de publicarlas. Pero, claro, eso es caro. Y ellas, las grandes tecnológicas, se declaran depositarias de un futuro económico construido a base de mayor productividad, bajos costes, casi nulas regulaciones y libertad de expresión (y de falsa información) aparentemente gratis para todos…

Por lo mismo, las BAADD se resisten a pagar los mismos impuestos que el resto de compañías. Así pueden competir mejor. Como compiten contra los hoteles las plataformas de alquiler de viviendas turísticas, o contra los taxistas las plataformas de coches de alquiler con conductor (por cierto, mi barrio está lleno de carísimos Teslas de estas plataformas… ¿Alguien me explica cuántos viajeros hay que transportar cada día para amortizar un coche que cuesta entre 86.000 y 149.000 euros?).  Menos costes, menos regulaciones y menos impuestos aumentan la competitividad, mientras la economía tradicional se fastidia y paga impuestos como la ley manda y se somete a todas las normas legales existentes. Este, meter a las BAADD en el mismo marco fiscal y regulatorio que el resto de empresas (que ya es bastante relajado en muchos casos), puede ser el otro gran anticuerpo para fabricar la vacuna: a nivel europeo ya se mueve la idea de una nueva fiscalidad sobre los gigantes tecnológicas, una fiscalidad real, sobre sus ventas y beneficios reales, abonada en cada territorio donde se generen, en vez de en el paraíso fiscal más conveniente. Hasta Trump por una vez ha dicho algo aceptable al afirmar que Amazon debe pagar más impuestos.

En democracia, las constituciones y las leyes están hechas para proteger a los ciudadanos de la temida ley del más fuerte, desastrosa tanto en lo político como en lo económico. Es la ley del más fuerte la que permite a Amazon explotar a sus empleados (que sólo hace poco han comenzado a alzar la voz) y competir con armas inalcanzables para el comercio tradicional; la que permite a Facebook usar indebidamente los datos de sus usuarios y además dejar que cualquier falsa noticia infecte a millones de personas; la que permite a Google decidir qué es o no es trascendente; la que permite a las grandes plataformas de falsa economía cooperativa actuar como auténticas multinacionales alérgicas a los impuestos, a las regulaciones y a los derechos de consumidores y trabajadores… Podríamos seguir así y casi ninguna gran tecnológica se libraría… ni siquiera esas cuyos empleados, sorprendentemente, conducen prohibitivos Teslas (y yo no he visto nunca un taxi tradicional de esta marca).

Se alegará que estas vacunas son aún más difíciles de aplicar fuera de los espacios democráticos. Correcto. ¿Cómo controlar falsas noticias vomitadas desde países sin control jurídico alguno? De nuevo, la solución es tecnológica: si no eres capaz, por ejemplo, de identificar a tus usuarios (igual que lo hace una compañía eléctrica o telefónica), no dejes que esos usuarios anónimos –posiblemente robots manipulados por radicales en un país sin Estado o en un Estado sin democracia– envíen nada fuera de sus fronteras. Y eso sí es posible. Sólo hay que invertir en ello, como se ha invertido en programas antivirus, por ejemplo. ¿Por qué los robots de Putin o de otros grandes manipuladores intervienen en la mayor parte de las campañas electorales europeas para favorecer posiciones ultranacionalistas, xenófobas o supremacistas? Porque los grandes de la Red no identifican bien a sus usuarios. No quieren ponerle puertas al campo… ni a los depredadores que lo recorren con libertad. ¿Por qué hay casos de cíber acoso sexual incluso a menores? Por lo mismo: porque un menor sí puede acceder de cualquier modo a la Red (y, por supuesto, caer en ella). ¿Qué pasaría si tuviera idénticas facilidades para conseguir un carnet de conducir, una licencia de caza mayor o incluso una ametralladora?

Las vacunas se llaman Democracia y Estado de Derecho. Usémoslas antes de que el falso yogur adictivo las destruya del todo.

 

Nota: Versión del artículo que publiqué en el número 35 de la revista trimestral digital HISPATRADING MAGAZINE (julio/septiembre 2018) http://www.hispatrading.com/es/

 

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2019, el año que nunca existió

Fotografía: © M.M.Capa

Planeta Mar, año 2020 d.C. (calendario humano). El peligroso espécimen Donald Trump inicia su segundo mandato como presidente de la mayor potencia de este mundo, aún absurdamente llamado Tierra por sus habitantes. El Reino Unido está a punto de dejar de serlo, ya que el fenómeno denominado Brexit ha provocado las independencias de Escocia e Irlanda del Norte, que han decidido sabiamente dejar de ser británicas para continuar siendo miembros de la Unión Europea (por cierto, uno de los mayores logros de la historia de la humanidad y una de sus escasas esperanzas de futuro). La subida de las aguas hace ya imposible caminar por Venecia y países enteros como Holanda se hunden cada vez más en el mar, mientras los humanos siguen sin aclararse sobre su futuro energético. Conclusión: solicito extracción inmediata para reiniciar la búsqueda de vida inteligente en otros mundos.

 

Tranquilos: quien escribe esto no es del todo alienígena (seguro que algo de ADN humano aún me queda), ni estamos ya en un casi apocalíptico año 2020 después de un 2019 que nunca existió. Pero sí que existe y ahora comienza, porque el inevitable devenir del tiempo destaca entre las muchas cosas que los humanos aún no pueden alterar. Así que este año nuevo 2019 quizás evite, al menos en parte, la aterradora distopía que acaban de leer y que les llevaría a escapar conmigo en mi nave espacial (que, por cierto, no es de gasolina, ni diésel, ni eléctrica, sino propulsada por vientos de iones; además, al contrario que el Arca de Noé, en ella no cabe una pareja por especie).

Pero antes de despegar hacia otros mundos, iniciemos una travesía más realista a través de este prometedor año nuevo.

El declive de Trump

Hace un año, por estas mismas fechas y en estas mismas páginas de HISPATRADING, decíamos que 2018 sería el año cero después de la postverdad y que estaría marcado por el principio del fin del nocivo Donald Trump. Y el triunfo del Partido Demócrata, al recuperar el control del Congreso en las elecciones de medio mandato del pasado 6 de noviembre, confirma esta tendencia. Aunque Trump aún se está librando del impeachment que se tiene tan merecido por ser un auténtico traidor a su país (la trama rusa y otros escándalos acabará estallándole en la cara), ahora está más cerca de él. Y si en 2019 los congresistas demócratas, e incluso algunos republicanos, no logran expulsar a este tipo de la Casa Blanca, será por poco y, en cualquier caso, quedará muy tocado de cara a las elecciones presidenciales de 2020.

Es verdad que cierto cerril electorado quizás siga votando contra sí mismo al volver a apostar por este tipo inmaduro e inmoral que está haciendo un agujero a las economías estadounidense y global. Y lo está haciendo sin, además, conseguir poner en marcha ninguna de sus promesas electorales: el estúpido eslogan America first ya ha demostrado ser un fraude, a medida que la influencia de Washington retrocede ante la de China, Rusia e incluso la Unión Europea; su intento de tumbar el Obamacare se ha quedado a medias y su rebaja fiscal a los ricos y a las sociedades (cuyo impuesto bajó del 35 al 21 por ciento) no ha conseguido aumentar las inversiones empresariales, sino, como ha señalado el Premio Nobel Paul Krugman (véase su artículo en “El País”, 18 de noviembre de 2018), ha servido para algo bien distinto: “Las multinacionales han utilizado los beneficios de la bajada de impuestos para recomprar acciones”. Se confirma así el hecho de que bajar impuestos a las sociedades no provoca automáticamente una expansión económica, mientras que subirlos tampoco provoca una recesión.

En cualquier caso, el impacto global de Donald Trump en la economía es absolutamente recesivo (algo paradójico, cuando él mismo se vende como hombre hecho a sí mismo y empresario de éxito… olvidando que es poco más que un rico heredero convertido en especulador). Las estúpidas guerras comerciales que ha desatado con casi el resto del mundo se han convertido en uno de los principales congeladores del crecimiento mundial: la OCDE anunció en noviembre que la economía global crecerá un 3,5 por ciento anual en 2019 y 2020, frente al 3,7 de 2018; su previsión para la eurozona es del 1,8 por ciento para 2019 y el 1,6 en 2020, frente al 1,9 de 2018. Y coincide con el FMI (que reduce el crecimiento USA al 2,3 por ciento en 2020, frente a las tasas actuales superiores al 3 por ciento) en que este enfriamiento se debe en buena parte a las guerras comerciales, sin olvidar los efectos de la subida de tipos por parte de la Reserva Federal americana (del 0,25 por ciento en 2015 al 2,25 actual) y de la menor oferta de liquidez por parte del Banco Central Europeo, que quizás acabe subiendo también sus tipos en el tercer trimestre de 2019. Otro informe del FMI acaba de alertar frente al fuerte crecimiento de los créditos apalancados, que vuelve a poner en riesgo el mercado financiero global, algo en lo que Donald Trump también ha cooperado, al congelar las moderadas reformas financieras iniciadas tras la crisis de Lehman.

Otro de los efectos más absurdos de la era Trump es que, pese a su decida apuesta por el gasto militar, el America first también es mentira en este ámbito: un panel de expertos elegidos por el Congreso USA (seis republicanos y seis demócratas) acaba de dictaminar que “la seguridad nacional de Estados Unidos está ahora en mayor peligro que en ningún momento de las pasadas décadas”, por culpa de “la disfuncionalidad política y las malas decisiones tomadas por ambos partidos políticos”. Y mientras, el comandante en jefe se entretiene enviando al ejército a las fronteras, junto a ese muro con el que aún sueña pero que, con los demócratas controlando el Congreso, quizás acabe convertido sólo en un inservible monumento virtual a la estupidez de su promotor.

La vacuna del Brexit

Entre las otras estupideces que comentábamos hace ahora un año figuraba, cómo no, el Brexit. Nuestro pronóstico era que 2018 lo convirtiera en el Regrexit, es decir, en una marcha atrás. No ha sido así, pero apenas por unos meses. Con la cantidad de mentiras que Theresa May ha soltado para intentar convencer a los británicos de que el llamado Brexit blando es la mejor solución posible, tenemos en 2019 la última oportunidad para que el Reino Unido convoque por fin el ansiado segundo referéndum y dé marcha atrás antes de que Escocia e Irlanda del Norte aceleren su ya anunciada marcha adelante hacia la independencia, para seguir siendo Unión Europea pese a la incompetencia de los políticos de Londres.

Porque ha quedado demostrado lo que también dijimos en estas páginas: que un Brexit blando redundará en un Reino Unido que pierde soberanía (al contrario de lo que prometían los mentirosos impulsores del no a Europa), sigue sujeto a las normas comunitarias durante mucho más tiempo del esperado pero sin voz ni voto en su definición, debe pagar una factura de 50.000 millones de euros, deja pendiente de un hilo los espinosos temas de la frontera irlandesa y del paraíso fiscal de Gibraltar (y sí, los documentos que ha logrado el Gobierno español sí tienen validez jurídica y dejan cualquier negociación futura en manos de Londres y Madrid, ya que Bruselas se quita de en medio, pues el Peñón ya no será un conflicto entre dos socios, sino entre un socio y un exsocio)… Por si todo esto fuera poco, como en el caso catalán, el Brexit ha generado un éxodo empresarial que quizás se acelere y que será difícil de revertir, incluso aunque llegara el Regrexit. Una profesional que acaba de volver de la City me confirma que los bancos continentales ya están repatriando profesionales a París, a Milán, a Madrid o a Fráncfort, y que en las entidades del Reino Unido no se contratan no británicos ni como becarios. M&G, la mayor gestora de fondos británica, anunció en noviembre que trasladaba la domiciliación de sus fondos (unos 34.000 millones de libras) desde Londres a Luxemburgo. Y es sólo un ejemplo entre muchos otros.

Porque si el Brexit duro es un auténtico suicidio para el Reino Des-Unido y su economía, el Brexit blando es una infección que puede prologarse años y dejar al país sumamente debilitado. “Nadie votó por ser más pobres”, rezaban algunas pancartas que leí el pasado mes de agosto en Londres. Y eran proclamas colgadas en las fachadas de empresas. Pero es así: seguir adelante con esta locura hará más pobres a los británicos, que incluso tendrán que cerrar empresas por falta de mano de obra inmigrante.

Pero aún nos queda la esperanza de este año nuevo: antes de que se culmine la salida británica el próximo 30 de marzo (con ese periodo transitorio que podría extenderse hasta el 1 de enero de 2021… ¡tres años de fiebre nada menos!), los británicos aún pueden dar marcha atrás. Y seguro que Europa aceptaría que retiraran la petición de salida. Porque, además, los 27 miembros de la Unión ya han sabido convertir el Brexit en una vacuna para cualquier otro país que sueñe con irse del club. Así que nada mejor que aplicársela también a la menguante Gran Bretaña antes de que su enfermedad se convierta en irreversible.

De Tierra a Mar

Porque además Europa y el mundo deberían poder olvidarse del inmaduro ignorante sentado en el Despacho Oval y de las mentiras del Brexit, para concentrarse en algo mucho más serio. Las autoridades medioambientales holandesas acaban de comprobar que los Países Bajos (por algo se llaman así) se hunden a un ritmo de cinco milímetros anuales y pueden ser medio metro más bajos que ahora dentro de cincuenta años. Al otro lado del continente, Venecia pronto será solo visitable en barca, como crecientes zonas de Europa cada vez que los cada vez más frecuentes y espectaculares fenómenos tormentosos sigan anegando sitios en los que antes casi nunca llovía ni el mar asaltaba los paseos marítimos o hasta los balcones de los edificios en primera línea de playa (como vimos hace poco en Canarias).

En efecto: pese a negacionistas como el famoso primo de Rajoy o como el propio Trump (y sus estúpidas políticas medioambientales mientras California se quema cada año un poco más y los huracanes arrasan una y otra vez las costas USA), el cambio climático es una realidad. La Comisión Europea acaba de fijar para el 2050 la fecha límite para acabar con la era de los combustibles fósiles y lograr que terminen las emisiones de efecto invernadero. Un reciente informe del Centro Común de Investigación (JRC en sus siglas inglesas, organismo asesor científico de la Unión Europea) subraya que la Unión Europea perderá a finales de este siglo un 1,9 por ciento de su PIB (es decir, una pérdida anual de 240.000 millones de euros) si el calentamiento global en esas fecha supera los tres grados centígrados.

Hay que acelerar, sin duda, en la lucha contra el cambio climático, pero buscando alternativas incluso más allá del coche eléctrico. Acabo de leer en un documentado informe que no hay litio suficiente en el mundo para fabricar las baterías que necesitaría un parque mundial de coches eléctricos (les copio el enlace para que no se lo pierdan: https://www.facebook.com/marcos.chaos/posts/10157314023859252). Así que habría que hacer menos propaganda política contra el diésel y la gasolina, conscientes de que llevará años, al menos hasta 2050, arrinconarlos del todo, pero sabiendo que la ciencia y la tecnología deben buscar alternativas no sólo eléctricas. La revista “Nature” acaba de publicar que un pequeño avión ha logrado volar sin hélices ni combustible, propulsado por lo que se llama vientos iónicos, gracias a un avance desarrollado por científicos del Instituto de Tecnología de Massachussets (el famoso MIT). Propulsión iónica, reactores de plasma antimateria o incluso aprovechamiento no contaminante de los combustibles fósiles… ¿Por qué no, cuando vemos que los vehículos actuales de gasóleo ya contaminan la mitad que los de hace unos años? ¿Quién que no fuera Julio Verne pudo soñar hace cien años con volar a la Luna o a Marte? Tenemos aún tiempo, al menos hasta 2050, pero 2019 sería un buen año para comenzar a tomárnoslo por fin en serio, porque si nos cargamos este planeta, creo que aún necesitaremos muchas décadas para encontrar otro Mar (perdón, otra Tierra) tan habitable y, pese a todo, tan maravilloso como éste.

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Cómo cotizará la “posverdad” (antes llamada mentira)… hasta el impeachment

Las victorias del Brexit y de Trump marcan el principio de una nueva era: la de la “posverdad” (una palabrota que hasta ya recoge el prestigioso Diccionario de Oxford). Este modo estúpido de llamar a la mentira también cotiza en los mercados… y de qué manera. Y lo seguirá haciendo. Al menos hasta que al pinochosaurio recién llegado a la Casa Blanca se lo cargue el meteorito del impeachment que le lanzará su propio partido y hasta que Europa por fin reaccione y dé un giro a su política económica… para evitar que nuevos monstruos populistas se empeñen en levantar más muros y fronteras.

Trump PinochoAunque quede más fino en inglés, la “post-truht” o “posverdad” es un nuevo modo de llamar a la simple y burda mentira, por más que el Diccionario de Oxfort afirme que su significado ilustra “circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y la creencia personal”.

¿Qué significa esta sesuda explicación? Muy fácil: que las creencias y las emociones personales pesan más que los hechos. Esto, desde luego, ha ocurrido siempre: nos mienten y nos lo creemos sin pensar, sin reflexionar, sin reparar en los “hechos objetivos”. Pero nunca antes como durante las campañas del Brexit y de Trump se han soltado tantas mentiras, algunas de ellas enormes y descaradas (como las decenas de datos económicos falsos o incluso afirmaciones como que Obama no era estadounidense o que el Papa Francisco apoyaba a Donald). Y nunca antes tantas mentiras han sido capaces de movilizar a los votantes más ignorantes que prescindían de los “hechos objetivos”, sencillamente porque ni se molestaban en buscarlos y, aunque los buscaran, no los encontrarían: para algo la era Thatcher (la antesala de la era de la “posverdad”) se esmeró en desmontar el Estado del Bienestar comenzando por el sistema educativo británico; al otro lado del charco, muchos de los casi sesenta millones de votantes de Trump (personas de raza blanca con más de 100.000 dólares de renta per cápita anual, apenas afectadas por la crisis y habitantes en zonas en las que casi no hay inmigrantes…) serían incapaces de situar en el mapamundi más de tres países: el suyo (aunque tal vez no entero), quizás -sólo quizás- Canadá, y, por supuesto, México (esa nación de delincuentes, narcos y violadores, según el intelectual y nuevo okupa antisistema de la Casa Blanca).

UNA RED DE MENTIRAS PARA ATRAPAR IGNORANTES…

El efecto de la mentira (dejaré ya de hablar de “posverdad”) ha sido además magnificado, especialmente en la campaña del multimillonario heredero neoyorquino, por el papel de los “nuevos medios”, que resultan ser tan mentirosos y amarillistas como los peores ejemplos del rancio periodismo de otros tiempos: Google y Facebook han señalado que tomarán medidas para evitar que las mentiras (generosamente pagadas como publicidad encubierta para aparecer en tales redes) vuelvan a infectar internet como lo han hecho durante la última campaña electoral americana. Twitter, por su parte, bloqueó (algo tarde: nueve días después del martes electoral) las cuentas de supremacistas blancos -es decir, los racistas de toda la vida- que apoyaron a Trump.

La proliferación de mentiras en la Red, para hacer caer en ella a los pececillos más ignorantes, es también posible debido al citado desmoronamiento de los sistemas educativos a ambos lados del Atlántico. Porque a menor educación, menor lectura de Prensa (eso que los esbirros de Trump llamaban “pres-titute” durante la campaña) ¿Cuántos lectores diarios de Prensa más o menos seria hay entre los votantes del Brexit y de Trump? ¿Tantos como entre las poblaciones de Nueva York o de Londres, que mayoritariamente votaron sin dejarse engañar por la oleada de patrañas en ambas consultas?

…Y PARA DISTORSIONAR LOS MERCADOS

Otro problema es que también los mercados, que lo descuentan todo, han sufrido el impacto de las mentiras masivas. Normal. Eso pasa siempre. Cualquier rumor o información falsa puede mover una cotización, un índice o una divisa. Los sistemas automáticos de trading están programados para reaccionar también a esas falsas informaciones. Y no olvidemos que el delito más perseguido en los mercados es precisamente el de información privilegiada (insider trading en inglés), porque cualquier información (sea verdadera o falsa) que alguien conozca ilegalmente antes que los demás, es una ventaja a la hora de operar. El problema es que, como ha ocurrido ahora, los mercados no supieran descontar antes de tiempo la oleada de mentiras descaradas que bombardeaban a los votantes. De ahí que, por culpa del Brexit y del sorprendente resultado electoral norteamericano, acciones, bonos y divisas vivieran jornadas de auténtico pánico, mayor cuanto mayores fueron los embustes.

Por suerte, aún hay tiempo para rectificar. Entre otras cosas, porque las mentiras que llevaron a los catetos anti europeos a votar por el Brexit, y las que llevaron a los ignorantes de la América profunda a votar por Trump, curiosamente, se neutralizan entre sí al generar una nueva política económica. Veamos por qué.

LA MENTIRA SE DEVORA A SÍ MISMA

Comencemos por el efecto económico a corto y medio plazo de las mentiras del multimillonario neoyorquino. Conviene recordar, antes que nada, que se trata de una persona con déficit de atención, dificultades de aprendizaje y bastante inculta (¿han visto algún libro en las imágenes de su versallesca y hortera residencia en la Torre Trump?). En fin, un pobre niño rico que lo ignora casi todo no sólo sobre los buenos modales, sino también sobre la política internacional y nacional, y que sabe de los negocios tanto como un chamarilero del Rastro, seguro que más ducho que él en el arte de la compraventa… y eso que a ningún comerciante del gran mercado madrileño le regaló su padre, como al joven Donald, un millón de dólares para especular en inmuebles y luego le dejó una inmensa herencia inmobiliaria. Sin olvidar que todo ello nace de su emprendedor abuelo, inmigrante alemán que comenzó a ganar mucho dinero en América al apostar por uno de los negocios más antiguos y seguros de la Historia: montar un burdel.

Con esta herencia y con este bagaje intelectual, tanto en lo económico como en lo político, no sorprende que Trump I el Pos-Verdadero (el primero de su proyecto de dinastía, pues ya ha metido a hijos y yernos en su equipo) no haga más que vomitar mentiras. Para comenzar, es lo más fácil para cualquier populista (como sus grandes amigos Farage, Le Pen o Putin). Y para continuar, lo hace sencillamente porque ignora la verdad, esos “hechos objetivos” tan fáciles de verificar por cualquiera que sepa leer y tenga un mínimo coeficiente intelectual.

¿Cuál será el resultado? Sencillamente, que defraudará a su electorado muy pronto, pues una cosa es decir mentiras y otra cosa convertirlas en “hechos objetivos”. ¿Alguien se cree a estas altura lo del muro pagado por los mexicanos? ¿O lo de expulsar de un plumazo a dos o tres millones -cifra harto imprecisa- de indocumentados delincuentes? ¿O lo de quitar de en medio a los políticos del “sistema”, en quienes no tienen más remedio que apoyarse Trump y sus herederos para encontrar alguien que sepa algo de algo, y no sólo mentir o soltar proclamas racistas y fascistas? ¿O lo de meter en la cárcel a Hillary Clinton? ¿O lo de terminar con el Estado Islámico en un mes, amén de purgar a los musulmanes de Estados Unidos? ¿O lo de llegar a una alianza estratégica con Rusia y reducir el papel de Estados Unidos en la OTAN?

Resulta evidente que estas trolas y muchas otras son de imposible aplicación. Y, de intentarlo, probablemente pongan a Trump en una situación delicada frente a unas cámaras dominadas por un Partido Republicano al que ya no podrá ningunear (salvo golpe de Estado, por supuesto) y, mucho menos, mentir (¡a Clinton le hicieron el impeachment por una  única mentira de carácter sexual!). Cualquier desliz del nuevo presidente le pondrá al borde otro impeachment, aunque lo más probable es que este mecanismo se le aplique por alguno de sus varios pleitos pendientes (sus delicadas relaciones con Putin, o algunas posibles escaramuzas fiscales, mercantiles y seguro que pronto también sexuales, dada su declarada afición a meter mano por doquier), o porque el magnate del ladrillo no sepa responder a esta otra pregunta: ¿Cómo va a compatibilizar sus negocios con su trabajo en el Despacho Oval? ¿Va a desentenderse de sus más de cien empresas repartidas por dieciocho países, quizás mediante la creación de un fideicomiso ciego, o va a seguir pilotándolas, en directo a través de sus hijos o su yerno, para caer pronto en incompatibilidades, como, quizás, proponer a China la rehabilitación de la Gran Muralla para convertirla en centro comercial de lujo? ¿Va a seguir cobrando sus sueldos, sus rentas y sus dividendos (esquivando impuestos) o va a vivir con el euro de salario anual que se ha auto impuesto como Presidente? Responder con nuevos embustes a todas estas interrogantes no le será fácil, ni siquiera en esta nueva era de la “posverdad”.

Pero la pregunta que más interesa a todo el mundo, y no sólo a los mercados, es esta otra: ¿Cuál será DE VERDAD su política económica?

¿SON POSIBLES LAS TRUMPANOMICS?

Porque, por lo visto y “mentido” hasta la fecha, las trumpanomics son criaturas tan fantástica como los animales mágicos de la nueva película de la saga Harry Potter (casualmente ambientada en Nueva York). De momento, el mago/bufón Donald ha dejado claras pocas cosas:

-Que quiere masivas inversiones en infraestructuras (si de algo sabe Trump es de construir cosas) que sin duda tensará el déficit público (aunque el magnate presidente espera que el capital privado arrime el hombro), aumentará en endeudamiento y presionará al alza sobre los tipos de interés, amén de estimular la demanda de mano de obra inmigrante (los blancos supremacistas ponen pocos ladrillos y, por ahora, no pueden enviar a trabajar a sus esclavos negros). La Reserva Federal ya le ha pedido explicaciones al millonario, porque una cosa es comenzar a subir los tipos poco a poco, como pretende su presidenta, Yanet Yellen (que estará en el cargo hasta 2018), y otra hacer que se disparen, inflamen la inflación y le den un frenazo al crecimiento estadounidense, aún no demasiado robusto.

-Que eliminará restricciones sobre las energías tradicionales (carbón y petróleo obtenido por fractura hidráulica o fracking), lo cual deja a la política energética en manos de lo que, en definitiva, decida la OPEP, que aún tiene gran capacidad para mover a su voluntad los precios de los hidrocarburos. Esto quizás acabe presionando a la baja sobre la cotización del crudo, lo cual comprometerá la rentabilidad del carísimo petróleo obtenido por fracking y provocará así un efecto bumerán contra este sector. Por no hablar de los nocivos efectos sobre el medio ambiente.

-Que, de un modo y otro, va a importunar a los indocumentados y a dificultar la inmigración, lo cual puede acabar generando tensiones salariales y, de nuevo, inflación: ¿qué pasaría si los once millones de indocumentados, o sólo una tercer parte de ellos, abandonaran de golpe Estados Unidos? ¿Se imaginan a los votantes de Trump -que, como muestran los análisis, no son mayoritariamente pobres y/o desempleados- trabajando de camareros, de albañiles o de señoras de la limpieza?

-Que liberalizará (¿más aún?) los mercados financieros, algo que quizás calme a Wall Street… aunque quizás no tanto, por los temores de que se repitan las malas prácticas que desencadenaron la crisis.

-Que no ratificará los grandes tratados comerciales (comenzando por el firmado por Obama con Asia), lo cual podría generar inflación y dificultades para las exportaciones estadounidenses… y para los propios negocios de Trump (y de muchos otros empresarios blancos de raza superior) en todo el mundo.

TRUMP, CONTRA EL BREXIT

Este último punto enlaza con el otro hito en la nueva era de la mentira (ya saben, ahora llamada “posverdad”): el Brexit.

Cuando millones de británicos se dejaron engañar para votar contra Europa, confiaban en que reforzarían sus lazos con su gran amigo americano… que meses después elige a un presidente proteccionista. Los engañados por Farage, Boris Johnson o la propia Theresa May (que era anti-Brexit ante de ser nombrada para gestionarlo) pensaban además que salir de Europa sería rápido, fácil, barato y sin perder los privilegios de ser europeos, pero ahora descubren que todo eso era mentira y que hasta sus Tribunales obligan a su Gobierno a pasarlo todo por el filtro de un Parlamento anti-Brexit, mientras que Bruselas dice que, mientras siga en la Unión Europea, la pequeña Gran Bretaña tendrá que continuar cumpliendo sus reglas y no podrá poner en marcha ninguna de las patrañas prometidas por los citados pinochos.

Además, y esto es el lado bueno de la nueva era, parece que Europa reacciona: nuestros cegatos y conservadores líderes se han dado cuenta de que si prosiguen con sus actuales políticas ultra liberales de austeridad, surgirán por doquier nuevos Trump o nuevos Farage, quizás el primero de ellos con apellido que da pena en la Francia de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Así que, aún tímidamente, comienzan a pensar que una nueva política económica y nuevo plan de inversiones (más potente que el anémico presentado por Juncker) no serían tan mala idea.

Moraleja: la nueva era de la mentira quizás sirva para evitar que prosperen en ella posdinosaurios tan rancios y fascistas (¿qué les parecen las imágenes de nazis made in USA brazo en alto para celebrar la victoria de Trump?) que nunca debieron salir de las vitrinas de los museos o de las pantallas de la Red para introducirse en las urnas y pisotear la democracia, la economía y los mercados. Con un poco de suerte, al bicho americano se lo llevará pronto el meteorito de un impeachment, mientras que la locura del Brexit y sus derivadas continentales quizás se ahoguen si Europa por fin cambia su rumbo económico y hace fluir las inversiones.

 

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Fumanchú, disfrazado de periodista económico, culpable del hundimiento bursátil chino y mundial

¡Qué no cunda el pánico! Las bolsas chinas y del resto del mundo no se desplomaron en agosto y septiembre (un primer susto que no ha dejado de repetirse hasta ahora) por culpa de los malos datos económicos del gigante asiático, ni por su burbuja financiera, ni por el peculiar intervencionismo de Pekín en unos mercados mal regulados, ni por su burda manipulación del yuán… (unos factores que han empeorado desde entonces). Nada de eso. Todo fue culpa del malvado Fumanchú, quien, hábilmente disfrazado de periodista económico, se inventó falsas informaciones que causaron el crak. Por suerte, tan nefasto personaje ya está detenido y ha confesado sus crímenes. 

La Bolsa española sufrió hace tres décadas una curiosa plaga: la de los sobrecogedores. Se denominaba así a ciertos especímenes no porque dieran miedo y sobrecogieran por lo feos que eran o por las pésimas crónicas bursátiles que publicaban, sino porque estaban acostumbrados a “coger sobres” de determinadas empresas cotizadas. A cambio de ese “sobre” (concepto económico revitalizado en los últimos tiempos gracias a Bárcenas, la Gürtel, la Púnica, el 3 por ciento trincado por el partido de Artur Mas o por los del PP valenciano, etc., etc.), estos falsos periodistas dejaban caer en sus artículos, columnas e incluso noticias determinadas falsas informaciones que intoxicaban a los inversores y movían las cotizaciones… siempre a favor, lógicamente, de quien había rellenado el sobre con un fajo de billetes verdes (eran tiempos de la peseta, ya saben).

Estamos hablando de años en los que aún no había ni Ley del Mercado de Valores, ni CNMV, ni Ibex, ni Sistema Continuo; eran tiempos en los que la Bolsa de Madrid estaba llena de agentes y barandilleros. Se llamaba así a los inversores que acudían al parqué y, desde la barandilla que lo rodea, daban sus órdenes a voces y comentaban todo lo que ocurría en el mercado. El barandillero es, por cierto, otra especie que pasa al olvido, pues la rectora de Bolsas y Mercados Españoles cerró, desde el verano de 2015, el acceso a la docena de nostálgicos jubilados que aún se movían por allí para recordar otros tiempos y pasar la mañana rodeados del lujoso ambiente del parqué, pese a que las operaciones ahora se realicen en el infinito ciberespacio.

En aquellos años, en un mercado estrecho, escasamente regulado y con muy pocos valores, era relativamente fácil que un rumor, sobre todo si se plasmaba en los periódicos de otra forma (opinión, supuesto análisis, noticia interesada, etc.), pudiera mover los precios. De hecho, alguno de estos sobrecogedores expertos en redactar al dictado de la voz de sus amos fueron invitados a dejar sus redacciones, so pena de ser puestos en manos de las autoridades cuando se descubrió que escribían no para informar, sino para mover los precios y llevarse su comisión metida en un sobre. Incluso intervino en el tema, muy acertadamente, la Asociación de Periodistas de Información Económica (APIE), el único club que ha tenido la osadía de admitirme entre sus dignos miembros y que me ha hecho incumplir lo que dictó uno de mis maestros, Groucho Marx: “Nunca formaré parte de un club que me admita como socio”. La APIE promulgó un código ético, expulsó a algunos de estos temidos sobrecogedores y determinó estrictas normas para que sólo engrosaran sus filas periodistas económicos de verdad.

Todo este rollo nostálgico viene a cuenta de que el régimen chino encarceló el verano pasado a un colega: el periodista Wang Xialou, reportero de la revista financiera Caijing, que dio con sus huesos en la cárcel y admitió ­–en unas declaraciones televisadas el 31 de agosto al más puro estilo maoista– las serias acusaciones de “inventarse y distribuir información falsa” sobre los mercados de valores y de ser, por tanto, uno de los culpables del desplome bursátil de agosto y principios de septiembre (y eso que publicó su sospechosa información el 20 de julio, siete días antes del primer susto de la bolsa china este verano). El batacazo fue considerable no sólo en las bolsas chinas, sino también en las del resto del mundo. Sólo en agosto, los mercados europeos sufrieron la mayor caída desde mayo de 2012, cuando, en plena crisis de la eurozona, más de cinco billones de euros escaparon de la renta variable mundial. Y ya ven  como comienza 2016, coincidiendo, por cierto con el Año Nuevo Chino, el Año del Mono Rojo (a lo mejor es por el color de las pérdidas que arrasan las bolsas de todo el mundo en este terremoto con epicentro en Pekín).

Resulta que, después de investigar a los brókers, de buscar responsables y conspiradores por todas partes, el gobierno chino encontró otro culpable: ese pobre periodista que, seguro, ni siquiera es tal, sino un títere de Fumanchú, o el mismísimo Fumanchú disfrazado, dispuesto, como siempre, a dominar el mundo. Y, para ello, nada mejor que dominar la materia prima más preciada: la información.

 

Mejor un robot que un periodista

¡Pobre e ingenuo Fumanchú! No sabe nada ni de sobrecogedores, ni de medios de comunicación. Por supuesto que los mercados se manipulan desde los medios de comunicación y, sobre todo, desde ese maremágnum sin fondo que llamamos, así, en mayúsculas, la Red (quizás porque hemos caído todos dentro como pececillos indefensos). Pero… ¡usar a un pobre periodista económico! Lo que debería haber hecho el malvado oriental es contratar los servicios de uno de esos implacables robots, sin sentimientos ni emociones, capaces de mover los mercados con infinita más rapidez y contundencia que un simple periodista. Si no lo creen, lean estas tres citas, extraídas de la estupenda novela “El índice del miedo”, de Robert Harris:

“El lenguaje desató el poder de la imaginación, y con él llegaron el rumor, el pánico, el miedo. En cambio, los algoritmos no tienen imaginación. No les entra pánico. Y por eso son tan perfectamente apropiados para operar en los mercados financieros”.

“El aumento de la volatilidad del mercado (…) es una función de la digitalización, que está exagerando los cambios de humor de los humanos mediante una difusión de información sin precedentes a través de internet”.

“(…) las entidades artificiales autónomas de desarrollo libre deberían ser consideradas potencialmente peligrosas para la vida orgánica, y deberían permanecer confinadas en algún tipo de instalación de contención, como mínimo hasta que lleguemos a comprender plenamente su verdadero potencial (…). La evolución sigue siendo un proceso interesado, y los intereses de organismos digitales confinados podrían entrar en conflicto con los nuestros”.

Fumanchú no debería haber usado a un periodista, sino a uno de los robots como el que Harris describe en su novela, un algoritmo diseñado como sistema de trading pero que adquiere vida propia, comienza a tomar sus propias decisiones e incluso –como el monstruo de Frankenstein– se rebela contra su propio creador (puede leer más sobre este tema en  http://economiaenlaliteratura.com/los-robot-que-mueven-los-mercados-y-nos-mueven-a-nosotros/).

Aunque, en realidad, no le hacía falta utilizar uno de estos especímenes cibernéticos. Los robots ya estaban actuando incluso antes de que el periodista detenido publicara algo al respecto. Porque, mientras muchos llevaban buena parte del año distraídos mirando a la enésima mini-crisis griega, era en China y, en general, en las economías emergentes, donde se estaba cocinando el siguiente crak.

China hace lo que quiere… y así nos va

Pero al margen de la multidud de indicadores de enfriamiento económico en el gigante asiático y en otras economías emergentes (ahora en inmersión), y al margen también del impacto producido en los mercados por culpa del desplome del petróleo, el auténtico problema con China es otro: que sus autoridades hacen lo que les da la gana y nosotros miramos hacia otra parte para caerles simpáticos y que nos compren el Edificio España, el Atlético de Madrid y si pudiera ser, por favor, el aeropuerto de Ciudad Real, el de Castellón o ese macro-puerto carísimo que han construido en Coruña y que no sirve más que para criar percebes porque parece que está mal diseñado para que atraquen en él grandes navíos y encima, como todo, está saliendo infinitamente más caro de lo presupuestado… Total, ¿no han comprado ya los chinos el emblemático puerto del Pireo?

Las bolsas chinas han llegado a tener noventa millones de pequeños accionistas, cantidad espeluznante incluso para tales mercados, sobre todo si se compara con los ochenta millones de población de Alemania o los también ochenta millones que tiene el mayor partido político del mundo… el Partido Comunista Chino, por supuesto, donde tardas diez años en ser admitido, pues son también algo marxistas (de Groucho, no de Karl) y no te dejan entrar hasta que no demuestras durante una década tu pureza ideológica, que te habilita para formar parte de una élite que reina sobre la política, la economía y, faltaría más, sobre las finanzas chinas. Al ser del partido (y entramos ahora a una de las raíces del problema), se te abren todas las puertas, te conviertes en “el puto amo” (y disculpen tan castiza expresión) de cualquier cosa a la que te acerques. Y esto, siendo China uno de los países más corruptos del mundo, es el no va más.

Por eso, detener periodistas, brókers, directivos del mercado y demás posibles conspiradores supuestamente empeñados en hacer caer las bolsas (doscientas detenciones reconoció el Gobierno desde el primer desplome bursátil, del 27 de julio, hasta mediados de septiembre de ese año) nunca va  a ser la solución ni el modo de regular mejor el mercado.

Como explicaba el Nobel Paul Krugman en un artículo publicado el 16 de agosto (“Las torpezas bursátiles de Pekín”, suplemento Negocios del diario El País), “los líderes de China siguen suponiendo que pueden dar órdenes a los mercados y decirles los precios que deben alcanzar. Pero las cosas no funcionan así”.

De ahí que se empeñen en lanzar campañas para animar las cotizaciones (que habían subido un 150 por ciento desde principios de 2014, en una clara burbuja que antes o después explotaría), anunciar compras masivas de acciones con fondos públicos, acusar de operaciones especulativas a los operadores, poner coto a las operaciones en corto plazo, intervenir burdamente en el mercado de divisas con una devaluación del 4 por ciento en el yuan dictada por decreto en pleno verano… Y todo ello, mientras su crecimiento económico se aleja de las tasas de dos dígitos necesaria para seguir creando empleo y mantener un cierto orden social, se enfrían los indicadores de producción industrial, caen las exportaciones por el frenazo de sus principales socios (sobre todo la Unión Europea) y el Partido Comunista Chino (que de comunista tiene tanto como de seguidor de ninguno de los dos Marx, ni Karl ni Groucho) sigue manteniendo una estructura de poder absolutista, un absoluto desprecio de los derechos laborales (algún famoso empresario español dijo no hace mucho que aquí deberíamos trabajar como los chinos, supongo que para pagarnos como a los chinos y tratarnos como a los chinos), un nulo interés por la defensa del medio ambiente y una generalizada corrupción que llena de Ferraris los garajes de los “hijos del Partido”. ¿Qué importa que explote una fábrica en medio de una ciudad de diez millones de habitantes, mueran más de cien personas y se genere una nube tóxica? ¿Detienen a un montón de funcionarios corruptos y empresarios corruptores? Menos mal, porque la catástrofe del 12 de agosto en Tianjin ya era la explosión fabril número 26 en lo que iba de año en China.

Mientras, los 168 millones de trabajadores chinos comienzan a tener ideas propias, a movilizarse… Y eso que no saben que su economía dedica un elevado porcentaje a la inversión y uno muy bajo al consumo, con lo cual está repartiendo muy mal los frutos del crecimiento. Por no hablar del intervencionismo y, de nuevo, de la corrupción que florece por doquier.

China sigue haciendo, en definitiva, lo que le da la gana en lo político, lo social, lo laboral, lo medioambiental… Pero los mercados, equipados de potentes e inteligentes robots, ya lo saben y actúan en consecuencia. Lo malo es que, al disparar órdenes de vender masivamente unos activos bursátiles chinos sobrevalorados, arrastran a los del resto del mundo, pues no olvidemos que el PIB del gigante asiático supone el 15 por ciento del mundial. Y, mientras, los gobernantes pseudocomunistas y pseudomarxistas de Pekín siguen persiguiendo a la sombra de Fumanchú… o disparando contra el de siempre, contra el pobre mensajero. Y es que los periodistas, antes o después, siempre tenemos la culpa de todo lo que contamos. Porque de lo que no contamos… mejor no hablar.

 

 

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Syriza gana de chiripa… y demuestra que así no Podemos

Las propuestas populistas es lo que tienen: duran lo que dura la campaña electoral. Las otras también, es cierto. Pero es porque los partidos tradicionales y los gobiernos que sustentan han renunciado a un pensamiento económico propio. Rendidos al pensamiento económico único (y más bien austero de neuronas), se olvidan del auténtico compromiso europeo (que no sólo es el compromiso de pagar las deudas) y pierden elecciones que los nuevos partidos rompedores ganan de chiripa, como Syriza en Grecia. Pero estos últimos, carentes también de un pensamiento económico original (algunos ni siquiera han mostrado todavía programa y/o pensamiento económico alguno), comprueban pronto que su lema debería ser “así no Podemos, aunque queramos”, quizás porque los partidos emergentes tampoco saben bien lo que quieren.

En esta disyuntiva y, ante la falta de propuestas sólidas desde una u otra casta, los mercados (que no son un ente oscuro, sino señores que han prestado dinero y que disponen de excedentes para invertir) no están tranquilos, aunque se hayan calmado un poco tras el nuevo pacto entre Grecia y la Unión Europea. Porque la victoria de chiripa/Syriza/Tsipras en Grecia y su posterior bajada de pantalones (que no de corbata) ante la Merkel han dado cuatro meses de prórroga a la incertidumbre, pero los problemas seguirán ahí. O, más bien, el problema seguirá ahí. Porque el problema, el Gran Problema (así, con mayúsculas) no es Grecia –un pequeño país que apenas supone el dos por ciento de la economía comunitaria–, sino la probada incompetencia de la Unión Europea y de la Troika al completo para enfrentarse a la cuestión griega o a cualquier otra parecida que surja en el futuro. Y todo ello, mientras las recetas de austeridad siguen atenazando a Europa en un crecimiento ridículo y en una espiral deflacionaria, la peor combinación económica posible para los sufridos ciudadanos.

No hay más que ver las soluciones que proponen Merkel y sus socios más serviles (como Rajoy, sin ir más lejos), comprobar los efectos que han causado –en Grecia, por ejemplo, la destrucción del 25 por ciento de su PIB, algo parecido a lo que hubiera causado una guerra civil– y ratificar que, ante tales efectos, la única respuesta europea es más de lo mismo. Sí, ya sabemos que Syriza llegó al poder con un cuento irrealizable de economía ficción, pero ya hemos visto los resultados de dos rescates a puro golpe de austeridad. Pensar que con esa única receta encontraremos una solución es tan de economía ficción como las propuestas de los emergentes partidos tachados de populistas (como si no fuera también populista ganar elecciones prometiendo crear millones de puestos de trabajo, o no tocar las pensiones, la educación y la sanidad… ¿les suenan estas promesas, hechas muchos años antes de Podemos?). Machacar otro diez o quince por ciento de su PIB no va a ayudar a Grecia a salir del hoyo. Y esto Merkel lo sabe, pero como es tan populista que también confía en seguir ganando elecciones de chiripa, nunca se lo querrá decir a sus votantes, a quienes es más fácil seguir contándoles eso de que los del sur somos cigarras vagas y los del norte laboriosas hormigas. A lo mejor Merkel prefiere que se hunda también el gobierno de Tsipras, que haya nuevas elecciones y que vuelvan al poder los mismos que manipularon las cuentas del Estado griego, que dejaron al país enfangado en la corrupción y la economía negra… O quizás en Berlín prefieran que lleguen al gobierno heleno los simpáticos nazis de Aurora Dorada, deseosos (como los ultras franceses de Le Pen) de abandonar el euro y caminar aceleradamente hacia un tercermundismo en el que sea más fácil montar un régimen dictatorial en el que no haya que hacer más promesas electorales, porque tampoco habrá elecciones.

Seguir en el euro

Porque que Grecia abandonara el euro si no aceptaba las recetas europeas fue otro argumento esgrimido desde Alemania. No parecían importar a los dirigentes germanos los dramáticos efectos de salir del euro: un previsible desplome del 30 por ciento en la nueva moneda helena (fuera el dragma o un “euro B”), un nulo alivio de la deuda (que seguiría denominada en euros), un destrozo adicional en el poder adquisitivo de los ciudadanos, una sequía definitiva de los depósitos en euros que aún quedan en los bancos griegos y el surgimiento de un mercado negro (con tipos de cambio para el euro y el dólar muy alejados del tipo oficial de la nueva moneda) que agrandaría más aún una economía sumergida que se estima ya en el 25 por ciento del PIB griego. Sólo la semana previa al acuerdo final con los socios europeos (ratificado por los ministros de Finanzas de la eurozona el 24 de febrero), los griegos retiraron unos 3.000 millones de euros en depósitos, frente a 2.000 millones de la semana anterior, según cálculos de JP Morgan. En los dos primeros meses de 2015, han volado de los bancos griegos unos 25.000 millones de euros, el 15 por ciento del total del dinero depositado por los helenos en depósitos bancarios. Una cifra que deja en ridículo los 15.900 millones en vencimientos de deuda que Grecia debe afrontar hasta junio de 2015, o los 7.600 millones que están pendientes de entregar al país como parte del segundo programa de rescate. Recuerden que el rescate de Bankia (que sí, fue un rescate, pese a que Rajoy dijera en el debate sobre el Estado de la Nación que no había existido tal cosa) supuso 22.000 millones de euros, dinero suficiente, por ejemplo, para financiar las pensiones españolas por desempleo durante un año.

Estas cifras, para un estado cuya economía es similar en tamaño a la catalana (aunque con cuatro millones más de habitantes), ilustran de qué modo las recetas de austeridad siguen hundiendo a Grecia. Tsipras ha aceptado una nueva tanda de ajustes: medidas de ahorro en el 56 por ciento del gasto (a ver cómo lo consigue sin afectar a salarios ni pensiones), reducción de las prejubilaciones, lucha contra el fraude fiscal (realmente necesario en un país en el que evadir al fisco es un deporte nacional)… ¿Será esto suficiente? ¿Será siquiera posible? Por centrarnos sólo en el tema fiscal, digamos que la lucha contra el fraude recaudó en España más de 12.300 millones de euros en 2014, cantidad equivalente a un 1,2 por ciento del PIB. Pero el PIB griego es cinco veces más pequeño que el español y los recientes esfuerzos por aflorar dinero negro se han quedado en niveles de unos 500 millones de euros al año. Syriza anunció en su momento que recaudaría 11.000 millones de euros adicionales para financiar un plan de emergencia social. Misión imposible.

De momento, los ingresos fiscales griegos cayeron un 17 por ciento en enero de este año. Grecia está en recesión, por lo que difícilmente puede subir la recaudación fiscal. Las optimistas previsiones de la Comisión Europea esperan que el PIB heleno aumente un 2,5 por ciento en 2015 (tras haber retrocedido un 25 por ciento por efecto de la austeridad ligada a los rescates). Hasta el presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker (un luxemburgués que debería abstenerse de abrir la boca sobre nada, y menos sobre impuestos, mientras su país siga siendo un paraíso fiscal dentro de la Unión Europea), reconocía el 18 de febrero que durante la gestión de los rescates “hemos pecado contra la dignidad de los ciudadanos en Grecia, en Portugal y, a menudo, en Irlanda”. Y se quedó tan ancho. No sólo no dimitió, sino que siguió –desde la Troika de la que forma parte–apretando a Grecia para que persista en los planes de austeridad y se olvide de las promesas de Syriza de no pagar la deuda, frenar las privatizaciones, etcétera, etcétera.

Plan de inversiones

¿Por qué Europa no se replantea esta estrategia de mantener la austeridad a toda costa? Para pagar su deuda, Grecia necesita dos cosas: más tiempo y una economía que crezca, no que mengüe trimestre a trimestre o que arroje crecimientos anémicos. Lo que Grecia necesita (y sus acreedores también) es un fuerte plan de inversiones europeas que renueve las estructuras económicas del país, que le saque del monocultivo del turismo (las exportaciones helenas retrocedieron un 2 por ciento el año pasado, pese a la depreciación del euro y al hundimiento de los salarios). Y, por supuesto, hay que alargar los plazos de la deuda (incluso convertir una parte en perpetua) y el Banco Central Europeo debe volver a canjear deuda griega por bonos europeos (algo que dejó de hacer el 10 de febrero, como medida presión frente al nuevo Gobierno de Syriza). Y, ya puestos, Europa debería poner de una vez en marcha los eurobonos, ya que si el capital es lo único que realmente está globalizado, también debería estarlo la deuda (a ver si los europeos del norte se enteran de que la deuda del sur también es responsabilidad suya, quieran que no, porque han sido corresponsables de ella prestando alegremente, entre otras cosas).

El euro y la Unión Europea necesitan un plan global para evitar que cada crisis, incluso de un minúsculo país como Grecia, no suponga un paso atrás y nuevos terremotos en los mercados. Y ese plan pasa por replantear los compromisos europeos. Porque Merkel y sus amigos insisten mucho en que hay que cumplir los compromisos de la deuda. ¿Pero qué pasa con los compromisos de la Carta Social Europea y de la Constitución Europea, ratificados por todos los parlamentos nacionales? Al violar sistemáticamente esos compromisos que claman por la igualdad de los europeos y por sus derechos políticos, pero también sociales y económicos, no sólo se está atentando contra la dignidad de los ciudadanos (como reconoció el hipócrita Juncker), sino contra una unidad de los pueblos europeos y de sus objetivos de paz, democracia y crecimiento estable. Que no lo olviden en los despachos de la Troika. Porque si no avanzamos, si no comenzamos a cumplir todos los compromisos europeos (y no sólo los de pagar la deuda), lo que nos espera no es tratar con partidos como Syriza, Podemos y demás (que serán populistas, pero demuestran ser también capaces de pensar, de dialogar y de explorar otras vías siempre democráticas), sino con Aurora Dorada, Le Pen o gentuza aún peor. ¿Es eso lo que quieren de verdad, por ejemplo, los alemanes, que deberían estar más vacunados que nadie contra el nazismo?

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Todos contra todos, en la nueva guerra del petróleo

¡Qué tiempos aquellos, cuando era fácil identificar a cada bando en las continuas guerras del petróleo! El oro negro ha sido un arma política desde que las potencias coloniales trazaron a su capricho las fronteras en Oriente Medio, esas mismas fronteras que están en el origen de casi todos los conflictos en la zona durante los últimos cien años. Pero en el siglo pasado, las llamadas “crisis del petróleo” tenían unos contendientes claros. El embargo de 1973 por la guerra árabe-israelí, la crisis iraní con el ascenso de Jomeini en 1979, la guerra de diez años entre Irán e Irak, las dos posteriores guerras del Golfo, rematadas con la desastrosa invasión de Irak… En todos esos conflictos, el petróleo se utilizaba con la misma contundencia que los carros de combate. Y el mercado reaccionaba siempre de un modo más o menos previsible.

A principios de los ochenta, en los peores momentos de la guerra Irán-Irak, cada vez que un misil caía sobre un barco en las aguas del Pérsico, los periódicos se llenaban de titulares del estilo de “Arde el Golfo”, “Los bombardeos disparan el precio del crudo” o “El oro negro sube por el temor al cierre del estrecho de Ormuz” (por donde salían dos tercios de la producción mundial de crudo). Me acuerdo bien, porque yo entonces, desde el diario “Cinco Días”, redacté muchos de esos titulares. El petróleo se había convertido en algo caro desde el embargo árabe de 1973: aquel año –también me acuerdo, aunque aún era un niño– no hubo luces navideñas en la Gran Vía madrileña. Y desde entonces comenzamos a llamar “oro negro” a un crudo en una permanente senda alcista que dejó grabado en la mente de todos un nuevo y perenne titular: “Crisis energética”. Todos comprendimos que estábamos consumiendo un bien escaso, que podía terminarse y que, además, procedía casi todo de debajo de unas arenas en las que los hombres están matándose unos a otros desde que Caín le partió la cabeza a Abel con la quijada de un asno.

¡Qué tiempos aquellos, cuando en las guerras del petróleo era más o menos fácil saber quién estaba en cada bando! Igual, por lo demás, que en las guerras tradicionales. Pero ahora todo ha cambiado: el barril de crudo ha caído por debajo de los 70 dólares, un precio no visto en los últimos cinco años. Se ha roto así una relativa estabilidad por encima de los 100 dólares (con picos como los 115 dólares que se registraban apenas hace unos meses, en junio de 2014) que parecía tener conformes a casi todos los agentes del mercado. Sin embargo, esos mismos agentes no saben ahora cómo reaccionar, no saben muy bien a qué se debe esta debilidad que amenaza con durar también bastante (pese a los pronósticos de aumento en la demanda a medio plazo)… No saben, en definitiva, de dónde llegan ahora los tiros, quién es el enemigo y quién está en nuestro bando, en el de los consumidores, o en el contrario.

Porque como en otros tiempos recientes (tan recientes como las últimas décadas del siglo XX), con un Oriente Medio sangrando por multitud de guerras lo lógico sería que el petróleo estuviera por las nubes. Ya vemos que el conflicto entre israelíes y palestinos sigue sin resolverse. La guerra en Siria se confunde con la de Irak mientras los locos del Estado Islámico (que, por cierto, también trafican con el petróleo) se empeñan en borrar la frontera entre ambos países. La fallida “Primavera Árabe” y la caída de alguna que otra dictadura (como la de Gadafi en Libia) han dejado un panorama incierto y de tensiones sin resolver ahí mismo, a la orilla sur del Mediterráneo. Irán sigue negociando con su programa nuclear. El yihadismo se alimenta de todo ello y es un factor de protagonismo creciente desde el 11-S. Tampoco ayuda que mucho más cerca, en Ucrania, una de las rutas energéticas vitales entre Rusia y Europa siga en guerra y con tensiones nacionalistas que recuerdan otra vez a la Guerra Fría. En estas circunstancias, de amenaza permanente sobre los suministros de crudo, lo lógico sería pensar en un petróleo tirando a caro. Pero no.

Cierto: Estados Unidos se está convirtiendo en el mayor productor mundial de crudo, gracias a la famosa técnica de la fractura hidráulica que ahora todo el mundo llama fracking pero que deberíamos conocer por su nombre original en latín, ruina montium, pues fueron los romanos quienes la inventaron para extraer minerales (como se ve, por ejemplo, en Las Médulas de León). Se explora y se encuentra cada vez más crudo en aguas profundas, en la costa atlántica de Brasil y Argentina, o incluso en el más cercano litoral de Canarias, frente a cuyas playas no sólo explora Repsol, sino también, unos pocos kilómetros más allá, otras petroleras que operan en aguas territoriales marroquíes (y por las que parecen preocuparse menos los movimientos ecologistas, aunque potencialmente sean casi igual de amenazantes para nuestras islas si hay vertidos descontrolados). Las energías limpias han ganado cuota de mercado. Las políticas de ahorro energético se imponen por doquier… Pero, ¿bastarían todos esos factores para mantener el petróleo tan abajo? ¿Cuáles son los verdaderos “enemigos” que hacen caer el precio del barril? Yo percibo básicamente dos: los propios productores tradicionales y, el más grave de todos, la crisis económica que amenaza con quedarse aún algunos años por aquí.

¿Qué ganan los productores tradicionales con el petróleo barato? Cierto que pierden ingresos (algo compensado sólo en parte por la apreciación del dólar), pero pueden reivindicar su papel de productor sin más problemas que unos largos conflictos que, en definitiva, nunca han llegado a interrumpir totalmente las exportaciones de crudo. En Arabia y sus alrededores (donde, por cierto, nunca sabremos de verdad cuánto petróleo hay, porque llevo décadas leyendo que se acaba y no es así) basta con hacer un agujero en el suelo para que por él salga crudo. Y eso es rentable incluso con el barril en torno a los 10 dólares, siete veces más barato que los ya bajos precios registrados a finales de noviembre y principios de diciembre de 2014. Sin embargo, un petróleo en el entorno de los 70 dólares no sólo supone un obstáculo para las inversiones en energías alternativas (ya hemos visto cómo se han hundido en Bolsa las empresas de renovables), sino que puede comprometer las masivas inversiones necesarias también para desarrollar aún más las explotaciones en aguas profundas y, por supuesto, la extracción mediante fractura hidráulica. No sorprende, por tanto, que los exportadores clásicos, los agrupados en torno a la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo), no hagan especiales esfuerzos por reducir su producción y, así, estimular un poco los precios. Además, tampoco pueden arriesgarse: también sienten los efectos de la crisis y necesitan vender petróleo casi al precio que sea para mantener su alto ritmo de vida (en los emiratos del Golfo), sus regímenes siempre al borde de otra “Primavera Árabe” (como en el caso saudí), sus inevitablemente crecientes gastos militares (algo que afecta prácticamente a todos) o su carísimo –y a la postre ruinoso– populismo (cuyo mejor ejemplo es Venezuela, un gran productor que, paradójicamente, es la única economía latinoamericana en retroceso durante los últimos años).

En una situación similar estaría el tercer productor mundial, esa Rusia a la que Putin ha embarcado en una nueva fiebre nacionalista que, de momento, le está costando muy cara, con la fortísima devaluación del rublo incluida y la más que probable entrada en recesión en 2015. Y tampoco se puede arriesgar a decretar un embargo energético (de gas y petróleo) contra “el enemigo occidental”, porque si no vive del oro negro, tiene poco más de lo que vivir. Así que es poco probable que recorte producción de un modo significativo para estimular los precios.

El auténtico causante de estos precios bajos no está ni en las necesidades de unos productores que no pueden permitirse cerrar el grifo, ni en las nuevas técnicas extractivas, ni en el auge de las renovables. El auténtico enemigo del barril caro se llama crisis económica. Europa se enfría y en algunos de sus miembros soplan ya vientos de recesión, hasta el punto de que el Banco Central Europeo y las nuevas cabezas “pensantes” de Bruselas apuestan ya por políticas de estímulo (pese a la cerrazón germana en no gastarse ni un euro más de lo que ingresa); el inútil G-20 por lo menos acaba de hacer una declaración de principios al pactar más de 800 medidas contra el estancamiento económico (será, como siempre, un brindis al sol, pero algo es algo); y todo el mundo mira con inquietud a unos emergentes que ya apenas emergen, a una China que se enfría y a un Japón que vuelve a la recesión.

Con este panorama económico, el mercado de futuros, como siempre, marca tendencia en el precio del petróleo. Y la tendencia parece clara: si buena parte del mundo que aún tiraba de la economía (incluso la prepotente Alemania) se enfría, y la parte que no tiraba no sólo no despega sino que vuelve a asomarse al abismo de la recesión… ¿cómo va a subir el petróleo? Cierto, sus precios bajos nos ayudarán a los países consumidores… pero tenemos que tener también cuidado con el daño colateral que pueden causarnos: esa temida deflación que, combinada con la recesión, genera el peor escenario imaginable,  el mayor enemigo posible para cualquier economía. Se llama estanflación. Y luchar contra ella sería mucho más duro que enfrentarnos a otra guerra del petróleo.

 

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El Doctor Draghi y Mister Bundes-Hyde

El Doctor Draghi lleva años combatiendo contra el monstruo que anida en su interior, ese Mister Bundes-Hyde infectado del ciego egoísmo germano que acabará llevando –ya verán– a la propia Alemania al borde de la recesión, como guinda de la temida tercera recesión que afectará a Europa desde que estalló la crisis en 2007.

Con las medidas anunciadas el 4 de septiembre, Mario Draghi ha vuelto a hacer lo que, como buen italiano, mejor sabe hacer: vender algo que, en realidad, no es suyo (estamos hartos de ver aceite o mejillones españoles comercializados como si fueran transalpinos). Ya lo hizo en su memorable discurso de julio de 2012, cuando le bastó insinuar con que el Banco Central Europeo haría todo lo necesario para frenar la tormenta europea. Los mercados se lo creyeron y la tormenta cesó. Ahora, el sabio Supermario (como le llaman sus compatriotas) ha anunciado una drástica reducción de tipos (hasta el 0,05%), intereses negativos sobre los depósitos bancarios ociosos y, sobre todo, que pondrá en marcha una versión a pequeña escala de la famosa quantitative easing (la masiva compra de activos públicos y privados) que la Reserva Federal inició en el último tercio de 2009 y que ahora está a punto de abandonar (es la mejor prueba de que Europa lleva media década de retraso frente a Estados Unidos en su política contra la crisis).

El en este aspecto, en la compra de activos por parte del BCE, donde Draghi vende lo que no tiene, lo que en realidad aún no puede hacer, porque el monstruo que lleva dentro, ese poderosísimo Bundes-Hyde, se lo impide. De entrada, en su intervención del 4 de septiembre, el presidente del BCE ni siquiera concretó la cantidad de activos que el BCE va a comprar. Entre otras cosas, como el mismo reconoció implícitamente, porque no las tiene todas consigo: las medidas anunciadas en septiembre fueron aprobadas, según el propio Draghi, por una “mayoría confortable” de los consejeros del BCE, pero no por unanimidad, porque Alemania y sus satélites siguen empecinados en salir de la crisis ellos solos y en que el resto de socios europeos se aprieten el cinturón por haberse dopado con el dinero fácil (el mismo que antes de la crisis prestaban con enorme facilidad e inconsciencia los incompetentes bancos y cajas germanos).

Si Draghi no ha sido muy preciso en su versión aligerada de la quantitative easing es también porque, en su nuevo papel de regulador financiero y bancario, el BCE no puede inyectar liquidez así como así a los bancos supervisados. Y no puede hacerlo porque el sistema bancario europeo aún no ha concluido su saneamiento, todavía debe superar los últimos test de estrés y culminar la revisión de la calidad de sus activos. Además, si por fin logra convencer las reticencias de Alemania y de sus socios, la compra de activos titulizados se ceñirá a los llamados senior, es decir, a los de mayor calidad, por lo que los bancos seguirán quedándose con la abundante morralla que aún infecta sus balances.

No sorprende, por tanto, que después de estar ocho meses pensándose la compra de activos, el BCE ni siquiera concrete el volumen y, además, aplace su actuación final hasta octubre: ¿logrará actuar por fin o será de nuevo entorpecido por el monstruo germano?

La tercera recesión

¿Resultado de todo ello? De momento, una victoria parcial del Doctor Draghi sobre Mister Bundes-Hyde, pero de efectos me temo que insuficientes para alejar el fantasma de la tercer recesión. Cierto que los mercados bursátiles han reaccionado al alza y que el euro (como consecuencia de tipos de interés negativos) se ha debilitado, lo cual estimulará las exportaciones (magnífica noticia para todos, pero especialmente para el mayor exportador del mundo, Alemania). Pero veremos si todo ello es suficiente para que Europa esquive la combinación más temida: deflación más recesión.

La deflación ya está llegando y lo vemos incluso en los niveles históricamente bajos a los que el Tesoro español coloca su deuda: no es porque los inversores consideren que ya somos un país de riesgo casi nulo, sino porque no ven otra cosa en la que invertir, pues estiman que la recuperación económica está aún muy lejos y que poner el dinero en proyectos empresariales implica un altísimo riesgo. Por eso en las últimas subastas de agosto compraron Letras a seis meses a cambio de rentabilidades inferiores al 0,1 por ciento. Ahí tenemos la verdadera prueba de que la deflación amenaza, por si no bastara el 0,3% de inflación en la eurozona en agosto, el nivel más bajo de los últimos cinco años.

Y la falta de crecimiento es patente ya en varias de las grandes economías europeas, con decrecimiento en Italia… ¡y en Alemania!, con el estancamiento francés, y con la multitud de conflictos geopolíticos a las puertas de Europa (es difícil estimar cómo nos afectarán las fuertes sanciones contra la locura expansionista de Putin, o el descontrol bélico que se extiende desde Gaza hasta Mesopotamia). Cuando el 22 de agosto –en la cumbre de banqueros centrales en las montañas estadounidenses de Jackson Hole– Mario Dragui preparó el terreno para las medidas anunciadas dos semanas después, subrayó que la recuperación económica estaba siendo “débil, frágil y desigual”. Un diagnóstico muy acertado, pero, de nuevo, tardío.

¿Qué hacen los políticos?

Si las instituciones como el BCE o la famosa Troika llegan tarde, con desacierto en sus previsiones y en sus decisiones, y sin que nadie en su seno pague las consecuencias de haber cometido un inmenso error con fiarlo todo a las políticas de austeridad (en el FMI sólo se cuestiona a sus líderes por asuntos de faldas o por presuntos casos de corrupción, no por su incompetencia manifiesta en los últimos años)… ¿qué hacen los responsables políticos? La triste respuesta es la de siempre: apenas poco más que mirarse el ombligo de las encuestas electorales, intentar caerle bien a Merkel (cinco kilómetros de Camino de Santiago con Rajoy no creo que hayan dado para mucho) y seguir contándole cuentos al ciudadano. Hace un año, en esta misma tribuna digital, mientras todo el mundo se llenaba la boca con los famosos brotes verdes, yo escribía que lo que teníamos en la economía española eran más bien tomates verdes fritos. Y, por más que nos quiera vender moderados datos de recuperación, un año después seguimos teniendo un buen tomate. La magra recuperación del empleo (estacional y mayormente precario) ha permitido ponerse muchas medallas a los defensores del pensamiento único, pero, a este ritmo de creación de puestos de trabajo, necesitaríamos un cuarto de siglo para recuperar el nivel previo a la crisis (o bien volver a construir cada año, durante una década, más viviendas que Francia, Italia y Alemania juntas, como hacíamos cuando vivíamos del espejismo del ladrillo). Nuestras exportaciones, que parecían el motor, se vuelven a enfriar. Y el turismo ha dado buenos datos (pero poco empleo de calidad) básicamente debido a la que la Primavera Árabe se ha convertido en un duro invierno para los desiertos destinos turísticos del norte de África y Oriente Próximo. Y todo ello mientras seguimos gastando más de lo que ingresamos, sin un plan B para desarrollar sectores que no sean los de siempre y mientras el plan de choque del Gobierno para reducir el paro consiste en dos factores: una reforma laboral desastrosas que ha sido sólo una reforma del despido y una patente falta de ideas para reducir el desempleo estructural (salvo pedir ayuda a la Virgen), por no hablar del lamentable espectáculo de ver el dinero para formación de trabajadores convertido en fuente de corrupción generalizada entre políticos, empresarios y sindicalistas.

¿Quieren comprobar todo este tomate a nivel de calle sin tener que mancharse en la Tomatina de Buñol? No hay más que analizar los últimos resultados del mayor empleador privado de España, una empresa considerada el auténtico termómetro de la economía nacional (pues apenas tiene actividad exterior). Hablamos, cómo no, de El Corte Inglés: en sus cuentas de 2013, presentadas como siempre el último día de agosto, se anota un descenso del 44% en el resultado de explotación y una caída del beneficio antes de impuestos de 108,3 a 15,1 millones de euros. El beneficio neto subió un 6,2 por ciento pero, básicamente, por la venta al Santander del 51% por su división financiera y por los beneficios fiscales. Y todo ello, mientras su plantilla sigue bajando: 93.222 empleados en 2013, 3.456 menos que un año antes.

No hay que desearle desgracias nadie, pero tendremos que esperar a que Alemania sienta también el mordisco de la recesión para que convierta su superávit en combustible para la economía europea, despeje la vía de la compra de activos, desatasque la imprescindible unificación bancaria, dé luz verde a la creación del Eurobono y deje de pensar que la austeridad (quitarle de golpe la droga a un enfermo con grave adicción) basta para curar a la economía europea. Así, Merkel y los ultra-ortodoxos del Bundesbank quizás aprendan que tan drástica cura de desintoxicación, más que curarnos, puede acabar metiéndonos en otra recesión en la que el monstruo de Bundes-Hyde habrá triunfado definitivamente sobre el Doctor Draghi.

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¡Yanet, no guardes aún el helicóptero!

Hay quien piensa que lo peor de la crisis ya ha pasado. Al menos, en los mercados financieros y, por ende, en el mercado monetario. A mí me parece que simplemente se ha desplazado el foco, o el epicentro de las turbulencias, a la espera de nuevas oportunidades de caza mayor. Lo malo es que si se vuelve a disparar a mansalva, por ejemplo, contra el euro, a la torpe y lenta Europa le va a pillar la cacería sin terminar de sanear sus finanzas ni, mucho menos, su economía.

Quien haga trading en divisas –el mayor mercado del mundo– seguro que sigue encontrando ocasiones para operar con éxito, pero también con un riesgo creciente y teniendo muy claro que ya nada es como era… ni volverá a ser como era. Nunca ha sido un mercado fácil, ni predecible (es el más impredecible de todos). Pero, tras lo que parece una relativa calma, este mercado está condicionado por la mutación del nuevo monstruo que hemos creado entre todos: una especie de Gotzila (más chino que japonés) que aún no sabe muy bien hacia dónde ir, ni cómo de fuerte pisar.

¿Pesimismo? Más bien precaución ante el incierto panorama: Ben Bernanke le ha dejado los mandos de su helicóptero a quien hasta ahora era su copilota, Yanet Yellen. La debutante presidenta de la Reserva Federal seguirá el rumbo trazado por su predecesor. Además, Yellen habla como Bernanke, no como Alan Greenspan, siempre empeñado, como él mismo reconoció, «en decir lo mínimo con el mayor número de palabras posibles«. Con el nuevo estilo más transparente y directo que utiliza ahora la Reserva Federal (1), su nueva jefa lo ha dejado meridianamente claro en sus primeras intervenciones: el helicóptero inicia el aterrizaje, mientras abandona, poco a poco, su estrategia de regar con liquidez el incendio de la crisis.

Claro que Yellen dice y hace esto hoy, apoyada por unos datos económicos que comienzan a mejorar en Estados Unidos. Pero no olvidemos que la política monetaria norteamericana tiene un solo piloto, no como la europea, con un montón de becarios toqueteando los mandos que en realidad lleva Alemania (siempre empeñada en que el helicóptero vaya sólo donde a ella más le conviene). Y ese mando único americano apunta ahora hacia la pista de aterrizaje. ¿Qué pasaría si se reactivaran las turbulencias en las grandes divisas o si la recuperación de la economía estadounidense perdiera fuerza? Pues que Janet Yellen debería volver a tirar de la palanca de su aparato para que tomara altura de nuevo.

¿Calma en el euro?

Contra el euro, por ahora, las turbulencias se han acabado. ¿Por qué? ¿Se han resuelto las crisis de las deudas griega, portuguesa, española, italiana…? Más bien se han maquillado, y en algunos casos bastante mal, porque si la deuda y la crisis helénicas tuvieran cara, se parecería más a un Picasso que a un hermoso perfil clásico tallado por Fidias. ¿Cuántos planes de ajuste y/o salvamento lleva Grecia… para seguir ahogándose casi igual que antes? ¿Italia está mejor que con Berlusconi y su permanente “bunga-bunga” sobre los mercados? Sin duda, pero ya vemos lo que duran sus nuevos primeros ministros “estables”, que se devoran unos a otros como Saturno a sus hijos, aunque, en el último caso, al revés: el hijastro (Renzi) se ha zampado al padrastro (Letta).

Y si nos miramos el ombligo patrio, el déficit público sigue siendo rondando los diez puntos frente al PIB (pese a los brutales ajustes donde menos había que hacerlos, como educación y sanidad) y la deuda pública avanza con paso firme hacia el cien por ciento del PIB (tasa que probablemente alcance en 2015, tras situarse en 2013 en el 94 por ciento, el endeudamiento más alto en cien años). Con estos datos, un crecimiento anémico, un desempleo salvaje y una evidente falta de dirección y de ideas en la cabina de mando, no hay quién entienda por qué ha bajado la prima de riesgo española (igual que antes tampoco se entendía que se disparara tanto). Tampoco se entiende que tras rebajarnos la nota, alguna de las desacreditadas agencias de rating nos la suba ahora con el argumento de que tenemos “un modelo sostenible de crecimiento” (estaría bien que Moody´s le explicara al Gobierno cuál es ese modelo).

Ni antes estábamos tan horriblemente mal, ni ahora estamos estupendamente. No nos engañemos: si la prima española se ha relajado (como otras europeas) ha sido básicamente porque un señor un día habló claro: cuando Mario Draghi dijo aquello de “créanme, haremos todo lo necesario” para defender el euro, los mercados entendieron que ya no era buen negocio cargar contra la divisa europea. Y Draghi lleva desde entonces, junio de 2012, apoyándose en ese discurso tan contundente, pero con muy poco activismo monetario: el Banco Central Europeo (BCE), con los tipos en el 0,25 por ciento, parece ahora paralizado, pese a que se ha pasado de rosca en su gran objetivo, el control de una inflación que en enero bajó al 0,7%, nada menos que 1,3 puntos por debajo del objetivo oficial del euro-banco. El Tribunal Constitucional germano acaba de allanar el camino para que el BCE sea más activo en los mercados… Pero ya veremos qué pasa si el discurso de Draghi y su “hacer todo lo necesario” comienza a perder credibilidad y requiere algo más que palabras.

Porque ya vemos dónde está Europa: crisis inconclusas o mal cicatrizadas, división política, inoperancia institucional, crecimiento escaso y muy mal repartido, unión bancaria (imprescindible para sanear de una vez el sistema) encallada contra el “nein, nein, nein” germano, amenaza de deflación, renacimiento de las extremas derechas y de la xenofobia (da que pensar que los cantones suizos con menos inmigrantes hayan sido los que más han votado por los cupos de inmigración), tiros y revoluciones en nuestras propias fronteras (¡pobre Ucrania!)… En este sálvese quien pueda (si es que alguien puede), el BCE titubea. El piloto Draghi pugna para que no le quiten los mandos, o se los muevan de cualquier manera, con un ojo puesto en Berlín, otro en la deflación, otro en el magro crecimiento, otro en el gigantesco desempleo de los países del sur y en el casi pleno empleo (infectado de precariedad) del norte… No se pueden tener tantos ojos y fijar bien el foco.

Sustos emergentes

Pero como Draghi lo avisó en junio de 2012, el mercado sigue confiando en que “hará todo lo necesario”. Como el mercado (el único ente auténticamente soberano sobre la Tierra) tampoco se atreve, por ahora, con el dólar (otro importante monarca en este “Juego de, pocos, Tronos”), ha buscado refugio en el oro (cuyo precio se anima este año, tras caer un 30 por ciento en 2013) y ha optado por cebarse en las divisas pequeñas e indefensas de los emergentes: muchos se lo merecen más que de sobra (Argentina y Venezuela han llegado a un punto en que mejor estarían totalmente dolarizados, sin divisa propia… e incluso sin gobierno propio) y, además, no han conseguido respaldo alguno de quién podía actuar en su defensa (la Reserva Federal USA); otros se lo están trabajando a fondo (¿alguien cree de verdad que Brasil tendrá terminados a tiempo todos los estadios para sus grandes fastos deportivos, mientras las protestas sociales se suceden?); y otros, que ya no son emergentes sino emergidos generadores de tsunamis, son el auténtico problema, tanto por lo que ocultan tras la Gran Muralla como por los pasos de gigante (o de Gotzila, como decía al principio) que están dando fuera de ella. Ni siquiera el gran banquero del planeta, el gran financiador de todos nuestros déficits, tiene claro dónde apoyar sus miembros monstruosos, dónde dar el próximo paso sin aplastar nada, sobre todo ahora, cuando no hay una flotilla de helicópteros norteamericanos que, como en la última versión de la película “King Kong”, le marquen los límites al bicho.

¿Un Lehman amarillo?

Lo han adivinado: hablo de China. Se lo he puesto muy fácil, con lo de la Gran Muralla, 6.300 kilómetros de fortificación que se comenzaron a construir en el siglo III antes de Cristo y que ahora, en vez de defender al país de los bárbaros, oculta lo que de verdad ocurre en su sistema financiero y en la política monetaria de sus dirigentes, si es que tienen otra más allá de marcar el paso sin saber bien hacia dónde. Una cosa sí saben: necesitan fuertes ritmos de crecimiento para generar millones de empleos al año y evitar que su mutante sociedad estalle, pero al tiempo deben evitar peligrosos sobrecalentamientos que gripen el motor. Y también saben que su sistema financiero, en acelerada reconversión al más puro estilo capitalista pero con viejos modos autocráticos (los bancos hacen lo que les dice el Gobierno, y punto), está bordeando en algunos momentos niveles de riesgo que, ahora mismo, serían inaceptables para la banca europea o norteamericana. Ya existe un mercado de “bonos basura” chinos (se acuerdan de los famosos junk bonds, rebautizados después con diversos eufemismos, del estilo subprimehigh yield, etc., según sus distintas mutaciones), un foco de tensión que puede estar comprometiendo la estabilidad de algunas entidades. Ciertos bancos tras la Gran Muralla ya comienzan a tener problemas, hasta el punto de que algunos expertos se preguntan si en cualquier momento veremos un “Lehman amarillo”… Y si eso ocurre, si ni siquiera las omnipotentes autoridades monetarias de Pekín pueden evitar que una de sus grandes entidades colapse (o simplemente amenace con colapsar), ya veremos lo que pasa. Aunque no se desplome ningún Gotzila, la simple amenaza puede extender una espesa sombra sobre el mercado monetario mundial…

Por eso, desde el otro lado, desde los bancos centrales occidentales (sobre todo la Reserva Federal, pero también el BCE y, por supuesto, el Banco de Japón), la vigilancia debe ser extrema.

¡Yanet, por favor, no guardes aún el helicóptero en el hangar¡

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Angela, por favor, acuérdate de Kim Basinger

«¿Qué responde siempre Merkel a cualquier pregunta? –Nein, nein, nein…»

Este chiste circula por el sur de Europa, quizás porque los pobres europeos meridionales ya nos hemos acostumbrado a que «Ella siempre dice no». ¡Qué pena! Ya nos gustaría que fuera al revés, y que Merkel se pareciera (al menos un poco) a la protagonista de la película «Ella siempre dice sí»: Kim Basinger.

Dejemos de soñar y volvamos a la cruda realidad de esta crisis. Ni Angela Merkel es Kim Basinger, ni Alemania tiene miedo a la inflación, aunque esta «bicha» sea uno de sus más nombrados argumentos para repetir «nein, nein, nein…». Si Alemania siempre dice no, en realidad es porque se teme a sí misma… y a reproducir su triste papel antes de esta crisis, cuando repetir «nein» hubiera sido una respuesta más adecuada a sus propias interrogantes internas.

Menos mal que la primera gran interrogante, defender la existencia del euro, sí la tuvo clara Alemania. Pero no ha podido –o querido- evitar que esta crisis, sin llegar a matar al euro, aún siga dejándonos a muchos (sobre todo en el Sur) muy lejos de la ansiada luz al final del túnel… aunque quizás es mejor, no sea que a la salida del túnel esté la caída al abismo.

La crisis no ha matado al euro (por cierto, ningún agorero fue capaz de explicar de un modo más o menos verosímil cómo se da marcha atrás en una unión monetaria), pero desde luego ha matado la confianza entre muchos de sus socios. El euro, paradójicamente, debería servir para todo lo contrario: para ser la base monetaria sobre la que construir la unidad económica y, por supuesto, política de unos vecinos que, entre otras cosas, no han vuelto a liarse a cañonazos entre ellos desde que se asociaron en el embrión de la actual Unión Europea.

Sin confianza es difícil hacer negocios ni formar parejas estables. Sobre todo cuando el más fuerte en una pareja de hecho (aunque la relación norte-sur más bien parece «de desecho») siempre dice «nein, nein, nein…». Y lo dice por triplicado porque es su respuesta sistemática a las tres peticiones fundamentales del resto de sus socios:

-Por favor, Alemania, ¿no podrías estimular un poco más tu demanda interna, gastarte más dinero en infraestructuras, en salarios más altos, en mejoras sociales, etc. y así fomentar tus importaciones, reducir tu vergonzoso superávit comercial y hacer un poco más de locomotora nuestra?

-Nein.

-¿Podrías al menos acelerar en la unión bancaria, para que no nos vuelva a pasar lo mismo y cerremos de una vez la crisis del sistema financiero?

-Nein.

-Ya sabemos que es mucho pedir y que te lo hemos reclamado antes, sin éxito, pero… ¿podríamos crear los eurobonos de una vez, y así financiarnos todos un poco más barato, aunque Alemania tuviera que renunciar a financiarse a coste casi cero? Además, evitaríamos nuevos ataques especulativos contra los bonos nacionales… Nunca se sabe cuál puede ser la siguiente víctima si los mercados vuelven a desconfiar…

-Nein.

Como ven tan gráficamente en este hipotético diálogo de sordos, no hay manera. Tres ceros de tres intentos. Y eso que, por una vez, la nueva Dama de Hierro europea (aunque sería más exacto el apelativo de Dama de Acero del Ruhr) ha dicho «sí».

¡Milagro!

De sus labios ha salido por fin un «sí quiero», pero ha sido para lograr la gran coalición de gobierno con los socialdemócratas. Mantenerse fuerte en la cancillería y gozar de un holgada mayoría parlamentaria eran motivos más que suficientes para decir «sí», aunque sea con la boca pequeña, a un plan también muy pequeño de estímulo económico: establecer un salario mínimo de 8,50 euros la hora a partir del ejercicio 2015; aumentar las pensiones a las mujeres que tuvieron hijos antes de 1992 (una propuesta de la propia Unión Cristiano Demócrata, CDU, de Merkel) y anticipar la edad de jubilación, de los 67 a los 63 años, pero sólo para los afortunados germanos que hayan podido cotizar durante 45 años o más. Esta última propuesta y la del salario mínimo han sido casi las únicas concesiones a los socialdemócratas del SPD para que estos aceptaran un matrimonio de conveniencia para ambas partes, aunque de escaso provecho para quienes ni siquiera hemos sido invitados a la boda.

El primer «nein«

Alguien pensará que con este «sí», la canciller está borrando uno de sus principales «nein» de los últimos tiempos: el no rotundo a estimular la economía interna alemana, para que así la locomotora económica europea actúe como tal y nos ayude a los demás, sobre todo a los pobres sureños, a salir de la crisis.

Pero no seamos ingenuos. Merkel continúa empeñada en negarlo todo tres veces, como el apóstol Pedro, y su primer «nein» sigue igual de rotundo que antes de su matrimonio político con los socialdemócratas. No hay más que hacer las cuentas: las concesiones al SPD, unidas a un moderado incremento de 6.000 millones de euros en las inversiones en educación, apenas suman 23.000 millones para repartir entre toda la legislatura que ahora comienza. Es decir, una inversión anual equivalente al 0,3% del PIB alemán. Un poquito más de presión en la caldera de la locomotora, pero que apenas sentiremos los del furgón de cola del tren europeo.

¡Qué viene el lobo de la inflación!

¿Por dónde, mientras muchos países (como España) registran tasas negativas y por doquier proliferan los análisis que pronostican lo contrario, que el auténtico depredador al acecho es la aún más peligrosa deflación?

Por favor, Merkel, por favor, Alemania, lo de la inflación no os lo creéis ni vosotras. Inflación es lo que quiere prohibir Maduro en Venezuela o lo que suele camuflar Cristina Fernández en Argentina. Hiperinflación era que un sello de correos llegara a costar 300.000 marcos, como ocurrió durante la República de Weimar. Es comprensible que, desde aquellos tiempos, Alemania tenga un pánico atroz siquiera a mentar la bicha inflacionaria.

¿Pero cómo vamos a generar inflación países con la demanda estancada o en retroceso, salarios en picado y exceso de mano de obra dispuesta a trabajar en lo que sea con tal de salir de una cola de cinco millones de parados?

Ya no cuela. Tu primer «nein«, querida y por lo demás admirable Alemania, no puede sostenerse ya alentando el miedo a la inflación.Y tu segundo «nein» (a la unión bancaria), igual que tu tercera negación (a los eurobonos), vienen más de tu miedo a ti misma que del temor irracional a factores externos.

El tonto de Francfort

¿Por qué Alemania no quiere acelerar la unión bancaria, le pone contiuas pegas al avance hacia un supervisor único, a la creación de un auténtico sistema financiero europeo que sea un más eficaz sistema circulatorio de la tan ansiada liquidez?

Porque tiene miedo de caer en sus errores bancarios del pasado y, quizás, porque aún necesita tiempo para echar tierra, mucha tierra, sobre algunos de ellos (como la que ya ha utilizado para cubrir los profundos agujeros de sus cajas de ahorros).

Un amigo mío trabajaba en un gran banco de inversión norteamericano. Ya saben, uno de los innombrables por su gran protagonismo en la generación de la burbuja financiera. Y no hace mucho me recordaba lo que se reían en la sede de Nueva York cuando aparecía «el tonto de Francfort». Llamaban así a un estirado banquero germano que llegaba dándose muchos aires y suscribía todo tipo de basura tóxica y subprime que le ponían por delante. Le sobraba liquidez, pero también soberbia para no reconocer que no entendía nada de lo que le estaban colocando. Se lo llevaba a sacos, para luego ayudar a diseminar el virus subprime entre sus clientes alemanes y del resto del orbe. Cada vez que el individuo aparecía, los comerciales del banco americano se frotaban las manos de satisfacción. Y les parecía imposible que sus magníficos Mercedes, Audis y BMW se hubieran fabricado en el mismo país que les enviaba a aquel incompetente para ayudarles a engrosar sus bonus anuales… y poderse comprar así el último modelo de descapotable made in Germany.

Tampoco demostraron gran inteligencia quienes (aprovechando el masivo ahorro de los alemanes) prestaron con alegría a clientes a la postre tan dudosos como el Estado griego, o a ciertas cajas de ahorros españolas… por citar sólo un par de ejemplos de los «listos» que durante muchos años vivieron de la generosidad de quienes no lo parecían tanto, los mismosincautos prestamistas que ahora quieren cobrar toda su deuda y se resisten a cambiar, de una vez por todas, las reglas bancarias europeas.

Alemania quizás reviva esa pesadilla. Y ese puede ser el motivo oculto de su resistencia, de su pertinaz «nein«, a avanzar hacia una unión bancaria. Se tiene miedo a sí misma pero, en vez de vacunarse contra una posible repetición del error, ni siquiera quiere ir al médico. Los enfermos son los de la película de Amenábar: los Otros (sí, ya lo sé, Merkel tampoco se parece a Nicole Kidman).

Los desequilibrados de antes

Bruselas «regaña» a Berlín porque el gran excedente comercial germano se ha convertido en un serio y peligroso desequilibrio. Y los desequilibrios, todos ellos, hay que combatirlos desde la ortodoxia comunitaria. Habrán notado que hemos entrecomillado el verbo regañar por razones obvias. El profesor bajito y miope no impone respeto a la gran empollona que se atreve a someter bajo sus reglas a toda la clase. A Alemania le resbala la advertencia de Bruselas.

Como le resbalaba cuando era ella la que amasaba grandes déficit presupuestarios, porque todos los demás teníamos que hacer la vista gorda y ayudar como fuera a la ingente obra de la reunificación germana. ¡Qué tiempos aquellos, cuando los más desequilibrados –presupuestariamente, por supuesto- de Europa eran los del norte!

En los últimos tiempos, en plena crisis financiera de la eurozona, sin embargo, ¡qué bien se ha estado financiando Alemania, a la que en algunos momentos ha habido incluso que pagar dinero para que nos dejara a los demás «refugiar» nuestros euros en sus híper-seguros Bunds! Incluso ahora, cuando hasta el Estado germano tiene que pagar algo (240 puntos básicos menos que el español) para colocar su deuda… ¿cómo creemos que alguna vez va a decir sí a los eurobonos? ¿Para financiarse al mismo tipo que sus derrochadores y arruinados vecinos, que esos Otros de la acera del sur? «Nein, nein, nein» y mil veces «nein«.

Y aquí enlazamos con el primer «nein«: nada de gastar de más, nada de creernos nuevos ricos, ni de parecerlo… Alemania se tiene miedo a sí misma y, del mismo modo que convive con la pesadilla de la híper-inflación de Weimar, ni por asomo quiere pensar en volver a desequilibrar su gasto público y tener que pagar algo más (aunque sea sólo un poquito más) por vender sus Bunds.

Qué pena. Esperemos que, con paciencia y amor, como en cualquier relación de pareja, Alemania acabe renunciando alguna vez al «nein«. Tal vez lo haga cuando vea que no puede seguir engordando sola mientras, a su alrededor, todos sus novios adelgazan y se alejan.

Angela, por favor, ¡acuérdate de Kim Basinger!

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¿Flores de invernadero o tomates verdes fritos?

Desde sus inicios como ciencia, la Economía se ha contado (y construido) a base de metáforas. La primera de ellas fue la famosa “mano invisible” de Adam Smith, aunque, en algunos casos, más bien parece la “mano negra”. Desde ese economista pionero (cuya profesión en realidad era lingüista), los usos metafóricos se han utilizado para explicar lo que, en muchos casos, es tan inexplicable como un perro verde (porque los cisnes negros no son tan raros como algunos han pretendido).

 En los últimos tiempos, las metáforas económicas han adoptado formas más vegetales que animales, quizás por haber surgido del pútrido mantillo de la crisis: primero fueron los tristemente fallidos “brotes verdes”; con el comienzo del estío, el ministro del ramo (aunque mejor deberíamos decir “de la rama”) nos regalaba los oídos con eso de que la recuperación de la economía española era como “una flor de invernadero”.

Dado que la citada flor parece más bien anémica y aún muy incapaz de desprender un fragante aroma en forma de creación de empleo, me gustaría aportar mi modesta semilla a la cosecha metafórica. Ni brotes verdes, ni flores de invernadero: nuestros datos económicos parecen “tomates verdes fritos”.

Y que nadie se atreva a refutar la pertinencia de la metáfora: que tenemos un buen tomate es evidente; que además está verde, innegable; y el elemento definitivo del guiso es que seguimos fritos en la sartén de la rigidez alemana y de la incompetencia de quienes nos gobiernan (desde Madrid a Bruselas, pasando por el mismísimo gran pronosticador “no doy una” o “anti-cúralo todo”, el FMI).

Por comenzar por el final, sería deseable que su victoria electoral en las elecciones del 22 de septiembre permitiera que la cocinera Merkel nos retirara del fuego y nos regara no precisamente con aceite hirviendo, sino con una condimentada salsa que permitiera a nuestros tomates dejar el amargo verdor y adoptar el sabor y el color de la recuperación económica.

Para cumplir, al menos una parte de lo que ha prometido a los alemanes durante su campaña electoral, Merkel ya está aplicando a la economía germana una receta de liquidez e inyección de dinero destinada a estimular el guiso, justo lo contrario de lo que recomienda (o más bien exige) a sus famélicos y hambrientos socios europeos. Es verdad que Alemania lo tiene más fácil, sobre todo después de haberse estado financiando a coste casi cero (entre enero y junio las cuentas públicas germanas lograron un superávit de 8.500 millones de euros, un 0,6 por ciento del PIB). El Tesoro germano está ahora más sano y puede gastar más para llenar las urnas de votos a Merkel gracias, entre otras cosas, al pánico irracional al envenenamiento por ingestión de deficitarias setas mediterráneas. Ya vimos cómo nuestra prima de riesgo engordaba hace un año con tanta facilidad como se ha desinflado ahora, al caer a niveles de hace dos ejercicios: ¡qué bien le ha venido a Merkel (y al Bund) que los inversores pensaran que la deuda española era casi tan tóxica como la griega, la auténtica amanita phalloides del mercado!

Con sus estímulos económico-electorales, Alemania creció un 0,7 por ciento en el segundo trimestre. La segunda mayor economía de la eurozona, Francia, se apuntó un 0,5, lo que colaboró a que Europa creciera un considerable 0,3 por ciento entre abril y junio. Pero Italia, Holanda, Chipre, España, Grecia, Irlanda y Eslovenia siguen estancados en la recesión. La pregunta es si tras las elecciones la gran cocina germana seguirá calentando o volverá a enfriarse. Y también si el BCE (el avatar del Bundesbank, aunque ahora tenga un toque picante más propio de la cocina italiana) seguirá su política de compra de bonos mientras que la Reserva Federal americana anuncia que quizás cierre el grifo de la liquidez a finales de año.

El Gobierno español sigue confiando en que buena parte de la ayuda para florecer venga del exterior, de la recuperación de las grandes economías europeas. En realidad, casi todo lo “bueno” que nos pasa últimamente a los españoles llega de fuera: récord de turistas extranjeros en julio (7,9 millones), entre otras cosas debido a la trágica glaciación que ahora afecta a las “primaveras árabes”; récord histórico de exportaciones en el primer semestre (su crecimiento del 8 por ciento permiten reducir el 68,8 por ciento el déficit comercial), logrado incluso con un euro fuerte, lo cual dice mucho de la capacidad de las grandes compañías exportadoras españolas.

A la vista de estos ingredientes tan sabrosos, queda aún más claro que la economía española no está tan emponzoñada como la griega. No es una seta mortal de necesidad (sobre todo si, como a Grecia, te cocinan desde Berlín, después de haberte hinchado con créditos irresponsables que ahora pretenden recuperar de un país en recesión y camino de su tercer rescate). Pero insisto en que nuestra economía sí parece un buen tomate verde frito. Los últimos datos, incluso los que nos hacen soñar con lindas flores de invernadero, no nos alejan demasiado de un tomate más aplastado que el de la recién celebrada Tomatina de Buñol. Veámoslos uno a uno:

Para comenzar, no todo nuestro entorno es tan beneficioso: cierto que nuestra prima de riesgo ha bajado, pero nuestra deuda pública (básicamente en manos de extranjeros) se elevó en junio al 90,3 por ciento del PIB, con lo que por primera vez supera la media de la deuda de los 28 miembros de la Unión Europea. Una deuda que por primera vez en más de cien años alcanza la cota del 90 por ciento no sólo hace imposible el objetivo gubernamental, para fin de 2013 (91,4 por ciento del PIB), sino que traspasa una frontera de altísimo riesgo: numerosos economistas consideran que una deuda pública por encima del 90 por ciento del PIB no sólo imposibilita la recuperación económica, sino que es un factor que hace caer en picado a cualquier economía.

La leve recuperación del empleo (incluso con la mejora del turismo internacional) es claramente estacional. De hecho, ni siquiera el boyante sector turístico ha generado empleo estable en tasas significativas este verano. Y todos sabemos que, para generar empleo, España necesita crecer a ritmos de cuando vivíamos sólo del ladrillo. Ni el auge exportador, ni el récord turístico son suficientes para tomar el relevo y cubrir los millones de empleos que se esfumaron como el humo cuando explotó la burbuja inmobiliario/financiera. Hasta el FMI pronostica que la tasa de paro española seguirá por encima del 25 por ciento… ¡dentro de un lustro, en el 2018!

Pese a lo cual, desde el organismo internacional nos recomiendan bajarnos los sueldos un 10 por ciento. Y el incompetente Olli Rehn (debería haber dimitido hace tiempo como comisario europeo de Asuntos Económicos, o haber cambiado su nombre por comisario de Crisis Económica Permanente) lo respalda, con ejemplos tan tontos como que Irlanda y Letonia han bajado los salarios y están mejor ahora. Pero ambos casos son mentira: en Irlanda no han bajado los salarios, pero tampoco han funcionado los rescates y el país sigue en recesión. En Letonia el poder adquisitivo de los ciudadanos ha caído tanto que su demanda interna se desploma y sí ha habido reducciones salariales, pero sobre todo entre los funcionarios (en un tercio de los casos, de hasta el 40 por ciento). Pero eso no parece la panacea para acabar con un paro que continúa altísimo (sobre el 15 por ciento). Si el desempleo letón no es tan elevado como el español no es por las recetas aplicadas… sino porque en la última década (de 2000 a 2011) la población de Letonia ha disminuido un 13 por ciento.

¡Ahí está la solución para España! Lo que la ministra de Desempleo (seguir llamándola de Empleo es otra metáfora) define como “movilidad exterior”. ¡Tomemos ejemplo de los letones y marchémonos, huyamos de la sartén! Letonia tiene ahora dos millones de habitantes, los mismos que a mediados del siglo XX. A su ritmo de despoblación, no sólo reduciremos el paro, sino que pasaremos de 46 millones a 28 millones de habitantes, los mismos que tenía España en 1950. ¡Así sí que brotarán las flores sin necesidad de invernadero! Y proliferarán no sólo en las desiertas pistas de algunos aeropuertos, sino también en las autopistas (que se desertificarán, como ya lo están las radiales madrileñas), en las escuelas sin alumnos ni profesores (estos últimos ya están en proceso de extinción) y en los hospitales sin listas de espera (dará lo mismo: los cirujanos, médicos y enfermeros españoles también habrán emigrado).

Más que a metáfora, suena a triste realidad. La veo incluso en casa: mi hija mayor, en la que los españoles han invertido mucho dinero para que tenga una magnífica formación pública y un brillante expediente, va a iniciar este año su máster… en La Sorbona. Donde, por cierto, cuesta 400 euros, diez veces menos que los más baratos en España (y de la relación precio/calidad mejor no hablamos).

¿No deberíamos haber invertido más en nuestra población, en nuestro futuro capital humano, y no sólo en ladrillos generadores de réditos electorales pero cuyo peso muerto nos ha hundido en el fondo de la despensa y, de paso, ha llenado de frutas podridas nuestra democracia? ¿Podemos hacerlo ahora, podemos de verdad buscar un nuevo modelo que no se base sólo en ajustes y en esperar que las locomotoras exteriores nos remolquen? Me temo que seguiremos sin madurar y pendientes de las recetas de siempre, mientras una mano bien visible regula la intensidad del fuego.

Puntos destacados del artículo

  los últimos tiempos, las metáforas económicas han adoptado formas más vegetales que animales, quizás por haber surgido del pútrido mantillo de la crisis.

  brotes verdes, ni flores de invernadero: nuestros datos económicos parecen “tomates verdes fritos”.

Y que nadie se atreva a refutar la pertinencia de la metáfora: que tenemos un buen tomate es evidente; que además está verde, innegable; y el elemento definitivo del guiso es que seguimos fritos en la sartén de la rigidez alemana y de la incompetencia de quienes nos gobiernan.

Para cumplir, al menos una parte de lo que ha prometido a los alemanes durante su campaña electoral, Merkel ya está aplicando a la economía germana una receta de liquidez e inyección de dinero destinada a estimular el guiso, justo lo contrario de lo que recomienda (o más bien exige) a sus famélicos y hambrientos socios europeos.

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