Archivo mensual: febrero 2016

Escritor, una profesión sin jefe

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

“Cuando se me planteó el problema de tener que escoger una manera de vivir, pensé: yo tengo que buscar una profesión sin jefe. Y me costaba trabajo. Pensaba en ser militar, y se me aparecían los generales déspotas, dándome órdenes estúpidas. Pensaba en ser cura, y enseguida surgían el obispo y el Papa. Si alguna vez pensé en ser funcionario, la idea del director me preocupaba… Sin jefe sólo existe el escritor”.

La cita es de Valle-Inclán, pero la tomo de “Aquí viven leones”, un maravilloso libro escrito por Fernando Savater y su mujer, Sara Torres (por desgracia, fallecida poco antes de la edición de esta obra). Un ensayo que se lee como una novela y que además es, como reza su subtítulo, un “Viaje a la guarida de los grandes escritores”.

Hacía tiempo que no disfrutaba tanto leyendo un ensayo. Quizás me ha gustado mucho porque habla de literatura. Y porque es gozoso que te cuenten, con una prosa tan limpia, fluida y transparente, cómo vivían algunos de los grandes escritores. Y también, de qué vivían (y por eso este libro se gana un espacio en esta bitácora de economía y literatura).

Por si alguien no lo sabía, “Aquí viven leones” deja claro que la literatura no suele ser una actividad económicamente muy rentable. Entre los grandes literatos de que nos habla Savater, los menos vivían de sus obras; otros, los más, de fuentes diversas (de rentas familiares, de inversiones, del periodismo….); y no pocos, como el propio Valle-Inclán, en realidad malvivían. Porque tiene sus inconvenientes eso de que “sin jefe sólo existe el escritor”…

“Supongo que más adelante la experiencia de la vida ganada acumulando cuartillas le ayudó a relativizar esta afirmación tan optimista”.

Savater matiza el idealismo valleinclanesco, mientras nos recuerda cómo precisamente el genio gallego se las vio y se las deseó para vivir medio decentemente “sin jefe” pero también sin ingresos sólidos ganados a golpe de pluma.

EL QUE MANDA ES EL LECTOR

Bajo el romántico planteamiento de Valle-Inclán, la realidad del oficio de escritor es que tiene innumerables jefes: comenzando por su agente y su editor, figuras imprescindibles para llegar al mercado. Y cuyo papel hay que reivindicar en estos tiempos de la autoedición, en los que parece que el escenario se ha abierto a que todo el mundo publique lo que quiera y como quiera. Porque bajo ese impulso supuestamente democratizador de tan antiguo oficio, se oculta en ocasiones un “todo vale” que degenera en una ebullición de “cosas” difícilmente calificables como literatura.

El escritor compite así en un mundo en el que cualquiera se siente capaz de serlo. Hace poco el presidente de una importante organización incluso me dijo que a escribir se podía aprender consultando Google. Debería preguntarse si él iría a un médico que hubiera aprendido en la red todo lo relativo a las funciones del páncreas. Cierto: no matas a nadie si escribes mal, pero puedes hacer más feliz a mucha gente si lo haces bien.

En cualquier caso, por ser la escritura un oficio tan a menudo denostado, cualquiera se siente con autoridad sobre el pobre escritor, aunque en realidad sus principales jefes sean otros: los miles de lectores necesarios para que pueda comer de sus páginas. Algo que, como nos cuenta Savater en su ensayo, muy pocos consiguen.

ESFUERZO GANAPÁN

Valle-Inclán es quizás el prototipo de genio de la pluma que apenas fue capaz de vivir de ella, como demuestran las penurias que sufrió a lo largo de su vida. Pero no es el único. El mexicano Alfonso Reyes, que durante algunos años vivió de sus funciones como diplomático, también tuvo dificultades para rentabilizar su genio literario. Le ocurrió, como nos cuenta “Aquí viven leones”, cuando se instaló con su familia en un modesto piso madrileño:

“Adquirir los pocos muebles necesarios acaba con sus ahorros, y no tiene más remedio que ponerse a escribir no por placer artístico o impulso poético, sino como ganapán. Aunque no siempre esos apremios de la necesidad son desfavorables, pues a veces sirven para conseguir a la fuerza oficio y soltura, lo que nunca viene mal; hablo por experiencia propia. Alfonso traduce y colabora a salto de mata en diversas publicaciones de Europa y América. Aunque en lo material vive precariamente, goza de libertad y va conociendo gente y haciendo amistades entre la intelectualidad madrileña”.

El socorrido recurso al periodismo, a cobrar por modestas colaboraciones, ha constituido desde siempre una vía para que los escritores se ganen la vida. Y, además, como dice Savater, sirve para “conseguir a la fuerza oficio y soltura”. Una opinión que no compartía Valle-Inclán:

“La prensa avillana el estilo y empequeñece todo ideal estético”.

Así le responde, “altanero pero convencido”, a su amigo Manuel Bueno, quien consciente de que el genial gallego vive en la penuria con la renta de “quince duros mensuales que le llegan de Galicia, y no siempre”, intenta convencer a Valle-Inclán “de que debe dedicarse de verdad al periodismo”. 

Esa ha sido la salida para muchos escritores, aunque en estos tiempos se complique debido a las miserias que se pagan por las colaboraciones periodísticas (cuando se pagan). Otro malsano efecto provocado no sólo por la crisis de los medios, sino también por la ebullición de morralla on-line de escasa calidad.

EL SHAKESPEARE INVERSOR

Otros escritores, sin embargo, si lograron vivir de su genio. El paradigma es Shakespeare, quien no sólo era capaz de hacer rimar economía con poesía (http://wp.me/p4F59e-3W) o de obligarnos a reflexionar sobre temas económicos como las deudas (en “El mercader de Venecia”) o las herencias (en “El Rey Lear”, http://wp.me/p4F59e-5n).

El gran dramaturgo, prototipo de inglés práctico, sí fue muy capaz de rentabilizar su arte, como nos cuenta “Aquí viven leones”:

“A diferencia de otras compañías cuyos miembros son pagados por un patrón que así les obliga a fidelidad, los Comediantes de Lord Chambelán se organizan en forma de cooperativa: seis actores principales, entre los que están Shakespeare, William Kempe y Richard Burbage, se asocian como accionistas para financiar y repartirse los beneficios de las obras que montan. Sólo tienen que pagar un alquiler a James Burbage por el uso de su sala, y por lo demás son totalmente independientes y gozan de la mayor libertad artística posible en la época”.

Shakespeare lograba así el sueño de todo autor: no sólo vivir de su trabajo, sino gozar de suficiente independencia económica para escribir con absoluta independencia creativa:

“Esta forma de organizarse fue un buen negocio y Will ya no cambiará nunca de compañía, algo bastante raro por entonces. Para reforzar su posición en el grupo no bastaban sus dotes de actor, que al parecer eran mediocres, y se comprometió a escribir dos obras dramáticas por año (…). Así, se convierte en el dramaturgo más buscado de su época y también en el de mejores resultados comerciales, algo que, según parece no le era ni mucho menos independiente”.

Está claro que el genio de Stratford-upon-Avon no sólo escribía por impulso artístico, sino también para ganar dinero. Un dinero que, por cierto, invertía después con buen criterio, como señala Savater:

“Está documentado que Shakespeare tenía un indudable afán de riqueza, centrado en invertir en bienes inmobiliarios y en terrenos. No era complaciente con sus vecinos, con los que pleiteaba a menudo, y se mostraba implacable con sus deudores. Sabía rentabilizar económicamente su poesía (el conde de Southampton el pagó mil libras por los poemas que le dedicó) pero sobre todo su actividad teatral, lo que le permitió comprar tierras y casas en su localidad natal, Stratford, de donde veinticinco años antes salió pobre y casi huyendo para regresar convertido en una de las mayores fortunas de la villa”.

LA QUIEBRA DE FLAUBERT

No tuvieron tanto tino o suerte con sus inversiones otros autores de los que nos habla este libro, como Gustave Flaubert, quien cuando, después de mucho tiempo trabajando y reflexionando sobre ella, se dispone a iniciar la escritura propiamente dicha de su obra “Bouvard y Pécuchet”

“… recibe un inesperado golpe financiero. El marido de su sobrina incurre en una quiebra escandalosa, que arrastra consigo al desastre las inversiones que Flaubert había hecho en la empresa familiar para ayudarles. Tiene que vender su propiedad en Deauville, pero ni siquiera eso basta para enjugar el déficit”.

Semejante contratiempo financiero condiciona la actividad del autor francés:

“Hasta entonces el escritor había podido vivir modesta pero confortablemente de sus rentas, pero ahora se encuentra a la intemperie. Este revés le deja temporalmente demasiado abatido para continuar una obra de tan ambiciosa envergadura como `Bouvard y Pécuchet´, pero no tanto como para dejar de escribir, que sería en su caso como renunciar a respirar o a vivir”.

Es el consuelo que nos queda a quienes intentamos vivir de la pluma. Aunque sea difícil, seguimos escribiendo para continuar respirando. Porque, como dice el autor de “Aquí viven leones”…

“Escritores (…), los hay de muchas clases. Porque se puede escribir para conseguir la fama o para ganar dinero, para apaciguar fantasmas interiores (…) o para propagarlos (…), para denunciar abusos políticos, o para corregir defectos morales (…). Pero hay un tipo de escritor, quizás el más raro y sugestivo de todos, para el que escribir no es un medio de conseguir algo sino un fin en sí mismo, la finalidad irremediable y única de la vida (…). Nada en la vida le sirve para justificar su escritura, sino que es ésta la que justifica su vida, convertida en simple requisito para poder escribir”.

—————-

Título comentado:

-Aquí viven leones. Fernando Savater & Sara Torres, 2015. Debate (Penguin Random House), Barcelona, 2015.

Comentarios desactivados en Escritor, una profesión sin jefe

Archivado bajo Uncategorized

Fumanchú, disfrazado de periodista económico, culpable del hundimiento bursátil chino y mundial

¡Qué no cunda el pánico! Las bolsas chinas y del resto del mundo no se desplomaron en agosto y septiembre (un primer susto que no ha dejado de repetirse hasta ahora) por culpa de los malos datos económicos del gigante asiático, ni por su burbuja financiera, ni por el peculiar intervencionismo de Pekín en unos mercados mal regulados, ni por su burda manipulación del yuán… (unos factores que han empeorado desde entonces). Nada de eso. Todo fue culpa del malvado Fumanchú, quien, hábilmente disfrazado de periodista económico, se inventó falsas informaciones que causaron el crak. Por suerte, tan nefasto personaje ya está detenido y ha confesado sus crímenes. 

La Bolsa española sufrió hace tres décadas una curiosa plaga: la de los sobrecogedores. Se denominaba así a ciertos especímenes no porque dieran miedo y sobrecogieran por lo feos que eran o por las pésimas crónicas bursátiles que publicaban, sino porque estaban acostumbrados a “coger sobres” de determinadas empresas cotizadas. A cambio de ese “sobre” (concepto económico revitalizado en los últimos tiempos gracias a Bárcenas, la Gürtel, la Púnica, el 3 por ciento trincado por el partido de Artur Mas o por los del PP valenciano, etc., etc.), estos falsos periodistas dejaban caer en sus artículos, columnas e incluso noticias determinadas falsas informaciones que intoxicaban a los inversores y movían las cotizaciones… siempre a favor, lógicamente, de quien había rellenado el sobre con un fajo de billetes verdes (eran tiempos de la peseta, ya saben).

Estamos hablando de años en los que aún no había ni Ley del Mercado de Valores, ni CNMV, ni Ibex, ni Sistema Continuo; eran tiempos en los que la Bolsa de Madrid estaba llena de agentes y barandilleros. Se llamaba así a los inversores que acudían al parqué y, desde la barandilla que lo rodea, daban sus órdenes a voces y comentaban todo lo que ocurría en el mercado. El barandillero es, por cierto, otra especie que pasa al olvido, pues la rectora de Bolsas y Mercados Españoles cerró, desde el verano de 2015, el acceso a la docena de nostálgicos jubilados que aún se movían por allí para recordar otros tiempos y pasar la mañana rodeados del lujoso ambiente del parqué, pese a que las operaciones ahora se realicen en el infinito ciberespacio.

En aquellos años, en un mercado estrecho, escasamente regulado y con muy pocos valores, era relativamente fácil que un rumor, sobre todo si se plasmaba en los periódicos de otra forma (opinión, supuesto análisis, noticia interesada, etc.), pudiera mover los precios. De hecho, alguno de estos sobrecogedores expertos en redactar al dictado de la voz de sus amos fueron invitados a dejar sus redacciones, so pena de ser puestos en manos de las autoridades cuando se descubrió que escribían no para informar, sino para mover los precios y llevarse su comisión metida en un sobre. Incluso intervino en el tema, muy acertadamente, la Asociación de Periodistas de Información Económica (APIE), el único club que ha tenido la osadía de admitirme entre sus dignos miembros y que me ha hecho incumplir lo que dictó uno de mis maestros, Groucho Marx: “Nunca formaré parte de un club que me admita como socio”. La APIE promulgó un código ético, expulsó a algunos de estos temidos sobrecogedores y determinó estrictas normas para que sólo engrosaran sus filas periodistas económicos de verdad.

Todo este rollo nostálgico viene a cuenta de que el régimen chino encarceló el verano pasado a un colega: el periodista Wang Xialou, reportero de la revista financiera Caijing, que dio con sus huesos en la cárcel y admitió ­–en unas declaraciones televisadas el 31 de agosto al más puro estilo maoista– las serias acusaciones de “inventarse y distribuir información falsa” sobre los mercados de valores y de ser, por tanto, uno de los culpables del desplome bursátil de agosto y principios de septiembre (y eso que publicó su sospechosa información el 20 de julio, siete días antes del primer susto de la bolsa china este verano). El batacazo fue considerable no sólo en las bolsas chinas, sino también en las del resto del mundo. Sólo en agosto, los mercados europeos sufrieron la mayor caída desde mayo de 2012, cuando, en plena crisis de la eurozona, más de cinco billones de euros escaparon de la renta variable mundial. Y ya ven  como comienza 2016, coincidiendo, por cierto con el Año Nuevo Chino, el Año del Mono Rojo (a lo mejor es por el color de las pérdidas que arrasan las bolsas de todo el mundo en este terremoto con epicentro en Pekín).

Resulta que, después de investigar a los brókers, de buscar responsables y conspiradores por todas partes, el gobierno chino encontró otro culpable: ese pobre periodista que, seguro, ni siquiera es tal, sino un títere de Fumanchú, o el mismísimo Fumanchú disfrazado, dispuesto, como siempre, a dominar el mundo. Y, para ello, nada mejor que dominar la materia prima más preciada: la información.

 

Mejor un robot que un periodista

¡Pobre e ingenuo Fumanchú! No sabe nada ni de sobrecogedores, ni de medios de comunicación. Por supuesto que los mercados se manipulan desde los medios de comunicación y, sobre todo, desde ese maremágnum sin fondo que llamamos, así, en mayúsculas, la Red (quizás porque hemos caído todos dentro como pececillos indefensos). Pero… ¡usar a un pobre periodista económico! Lo que debería haber hecho el malvado oriental es contratar los servicios de uno de esos implacables robots, sin sentimientos ni emociones, capaces de mover los mercados con infinita más rapidez y contundencia que un simple periodista. Si no lo creen, lean estas tres citas, extraídas de la estupenda novela “El índice del miedo”, de Robert Harris:

“El lenguaje desató el poder de la imaginación, y con él llegaron el rumor, el pánico, el miedo. En cambio, los algoritmos no tienen imaginación. No les entra pánico. Y por eso son tan perfectamente apropiados para operar en los mercados financieros”.

“El aumento de la volatilidad del mercado (…) es una función de la digitalización, que está exagerando los cambios de humor de los humanos mediante una difusión de información sin precedentes a través de internet”.

“(…) las entidades artificiales autónomas de desarrollo libre deberían ser consideradas potencialmente peligrosas para la vida orgánica, y deberían permanecer confinadas en algún tipo de instalación de contención, como mínimo hasta que lleguemos a comprender plenamente su verdadero potencial (…). La evolución sigue siendo un proceso interesado, y los intereses de organismos digitales confinados podrían entrar en conflicto con los nuestros”.

Fumanchú no debería haber usado a un periodista, sino a uno de los robots como el que Harris describe en su novela, un algoritmo diseñado como sistema de trading pero que adquiere vida propia, comienza a tomar sus propias decisiones e incluso –como el monstruo de Frankenstein– se rebela contra su propio creador (puede leer más sobre este tema en  http://economiaenlaliteratura.com/los-robot-que-mueven-los-mercados-y-nos-mueven-a-nosotros/).

Aunque, en realidad, no le hacía falta utilizar uno de estos especímenes cibernéticos. Los robots ya estaban actuando incluso antes de que el periodista detenido publicara algo al respecto. Porque, mientras muchos llevaban buena parte del año distraídos mirando a la enésima mini-crisis griega, era en China y, en general, en las economías emergentes, donde se estaba cocinando el siguiente crak.

China hace lo que quiere… y así nos va

Pero al margen de la multidud de indicadores de enfriamiento económico en el gigante asiático y en otras economías emergentes (ahora en inmersión), y al margen también del impacto producido en los mercados por culpa del desplome del petróleo, el auténtico problema con China es otro: que sus autoridades hacen lo que les da la gana y nosotros miramos hacia otra parte para caerles simpáticos y que nos compren el Edificio España, el Atlético de Madrid y si pudiera ser, por favor, el aeropuerto de Ciudad Real, el de Castellón o ese macro-puerto carísimo que han construido en Coruña y que no sirve más que para criar percebes porque parece que está mal diseñado para que atraquen en él grandes navíos y encima, como todo, está saliendo infinitamente más caro de lo presupuestado… Total, ¿no han comprado ya los chinos el emblemático puerto del Pireo?

Las bolsas chinas han llegado a tener noventa millones de pequeños accionistas, cantidad espeluznante incluso para tales mercados, sobre todo si se compara con los ochenta millones de población de Alemania o los también ochenta millones que tiene el mayor partido político del mundo… el Partido Comunista Chino, por supuesto, donde tardas diez años en ser admitido, pues son también algo marxistas (de Groucho, no de Karl) y no te dejan entrar hasta que no demuestras durante una década tu pureza ideológica, que te habilita para formar parte de una élite que reina sobre la política, la economía y, faltaría más, sobre las finanzas chinas. Al ser del partido (y entramos ahora a una de las raíces del problema), se te abren todas las puertas, te conviertes en “el puto amo” (y disculpen tan castiza expresión) de cualquier cosa a la que te acerques. Y esto, siendo China uno de los países más corruptos del mundo, es el no va más.

Por eso, detener periodistas, brókers, directivos del mercado y demás posibles conspiradores supuestamente empeñados en hacer caer las bolsas (doscientas detenciones reconoció el Gobierno desde el primer desplome bursátil, del 27 de julio, hasta mediados de septiembre de ese año) nunca va  a ser la solución ni el modo de regular mejor el mercado.

Como explicaba el Nobel Paul Krugman en un artículo publicado el 16 de agosto (“Las torpezas bursátiles de Pekín”, suplemento Negocios del diario El País), “los líderes de China siguen suponiendo que pueden dar órdenes a los mercados y decirles los precios que deben alcanzar. Pero las cosas no funcionan así”.

De ahí que se empeñen en lanzar campañas para animar las cotizaciones (que habían subido un 150 por ciento desde principios de 2014, en una clara burbuja que antes o después explotaría), anunciar compras masivas de acciones con fondos públicos, acusar de operaciones especulativas a los operadores, poner coto a las operaciones en corto plazo, intervenir burdamente en el mercado de divisas con una devaluación del 4 por ciento en el yuan dictada por decreto en pleno verano… Y todo ello, mientras su crecimiento económico se aleja de las tasas de dos dígitos necesaria para seguir creando empleo y mantener un cierto orden social, se enfrían los indicadores de producción industrial, caen las exportaciones por el frenazo de sus principales socios (sobre todo la Unión Europea) y el Partido Comunista Chino (que de comunista tiene tanto como de seguidor de ninguno de los dos Marx, ni Karl ni Groucho) sigue manteniendo una estructura de poder absolutista, un absoluto desprecio de los derechos laborales (algún famoso empresario español dijo no hace mucho que aquí deberíamos trabajar como los chinos, supongo que para pagarnos como a los chinos y tratarnos como a los chinos), un nulo interés por la defensa del medio ambiente y una generalizada corrupción que llena de Ferraris los garajes de los “hijos del Partido”. ¿Qué importa que explote una fábrica en medio de una ciudad de diez millones de habitantes, mueran más de cien personas y se genere una nube tóxica? ¿Detienen a un montón de funcionarios corruptos y empresarios corruptores? Menos mal, porque la catástrofe del 12 de agosto en Tianjin ya era la explosión fabril número 26 en lo que iba de año en China.

Mientras, los 168 millones de trabajadores chinos comienzan a tener ideas propias, a movilizarse… Y eso que no saben que su economía dedica un elevado porcentaje a la inversión y uno muy bajo al consumo, con lo cual está repartiendo muy mal los frutos del crecimiento. Por no hablar del intervencionismo y, de nuevo, de la corrupción que florece por doquier.

China sigue haciendo, en definitiva, lo que le da la gana en lo político, lo social, lo laboral, lo medioambiental… Pero los mercados, equipados de potentes e inteligentes robots, ya lo saben y actúan en consecuencia. Lo malo es que, al disparar órdenes de vender masivamente unos activos bursátiles chinos sobrevalorados, arrastran a los del resto del mundo, pues no olvidemos que el PIB del gigante asiático supone el 15 por ciento del mundial. Y, mientras, los gobernantes pseudocomunistas y pseudomarxistas de Pekín siguen persiguiendo a la sombra de Fumanchú… o disparando contra el de siempre, contra el pobre mensajero. Y es que los periodistas, antes o después, siempre tenemos la culpa de todo lo que contamos. Porque de lo que no contamos… mejor no hablar.

 

 

Comentarios desactivados en Fumanchú, disfrazado de periodista económico, culpable del hundimiento bursátil chino y mundial

Archivado bajo Otra visión de la economía