Archivo mensual: septiembre 2014

El sombrero de seda acabó con el castor

Fotografía: © M.M.Capa

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“–La maldita Compañía nos tiene bien cogidos por nuestras partes (…). No hay quien pueda hacerles sombra. Eso es lo que está acabando con los castores”.

–Eso –dijo Summers, asintiendo–, y que los londinenses se hayan puesto a fabricar sombreros de seda, si los rumores son ciertos.

–Volverán a usar los sombreros de castor –replicó Boone (…)–. No está todo acabado.”

 La globalización de la economía no es un concepto nuevo. En la primera mitad del siglo XIX, los sombreros de seda se ponen de moda en Londres, desplazan a la piel de castor y acaban con lo que era un negocio floreciente al otro lado del Atlántico, en los grandes e inexplorados territorios de América del Norte. Lo ilustra este diálogo entre dos tramperos recogido por A.B. Guthrie, Jr. en su extraordinaria novela “Bajo Cielos Inmensos”. Todo un cambio comercial que es una de las chispas en la eclosión de un nuevo modelo económico y de desarrollo nacional nunca visto hasta la fecha: el nacimiento de los Estados Unidos de América.

La novela de Guthrie, convertida en película por Howard Hawks en 1952 (“Río de Sangre”), forma parte de la colección Frontera de la editorial Valdemar. Una extraordinaria oferta para los amantes de los libros en todos los sentidos: por su cuidadísima edición de textos, por su bello diseño en tapa dura, por sus magníficos prólogos y presentaciones y, sobre todo, porque nos demuestra que el género “novelas del Oeste” no se compone sólo de obritas ligeras de consumo rápido, sino que incluye relatos de enorme calidad literaria, auténticos clásicos de la literatura norteamericana. Y Valdemar apuesta, además, por las novelas y relatos que han inspirado obras maestras del séptimo arte. Su colección Frontera incluye títulos como “Centauros del desierto”, “El árbol del ahorcado” o “El Trampero”, que inspiró la gran película de Sydney Pollack “Las aventuras de Jeremiah Johnson” (1972), protagonizada por Robert Redford y con guión de John Millius.

“El Trampero”, escrita por Vardis Fisher en 1965 (con el título “Mountain Man”), coincide con la temática de la citada “Bajo cielos inmensos”: un modo de vida, el de los tramperos, que se transforma a medida que se construyen un país y un sistema económico sin precedentes en la historia.

“No hay dinero en los castores… no desde que los londinenses empezaron a usar la seda”

Esta queja de un viejo trampero, como la recogida al principio de este artículo, muestra uno de los factores de la transformación económica que nos cuenta “Bajo cielos inmensos”. Pero, al margen del cambio en los gustos de los ingleses, asistimos al nacimiento de nuevos monopolios comerciales en el tráfico de pieles:

“El castor ahora casi ha desaparecido –se queja otro trampero–. El búfalo es el siguiente. No habrá un maldito toro dentro de cincuenta años. Veréis cómo aparecen surcos arados en las praderas (…). Sólo la Compañía envía veinticinco mil pieles de castor al año, y cuarenta mil pieles de búfalo, o más.”

LA FRONTERA

Es sólo un aspecto de la mutación histórica en ese territorio que los americanos llaman Frontier, la Frontera, y que no debemos confundir con otra palabra que se traduce igual al español: border. Esta última es sólo la línea que separa dos países, pero la Frontera auténtica (de ahí el título de la colección de Valdemar) es, para los estadounidenses, ese inmenso territorio en mutación sobre el que hicieron nacer su nación. Un avispado emprendedor les explica a dos tramperos (a quienes contrata como guías), la transformación imparable de esa Frontera con mayúsculas:

“Nosotros estamos creciendo. La nación presiona sobre sus fronteras. Sin duda aparecerán nuevas oportunidades, más y mejores oportunidades de las que existieron con el comercio de pieles. Transporte, venta de productos, agricultura, empresas madereras, pesca, ¡terrenos para construir! Es imposible imaginárselos todos.”

Una de las mejores descripciones de lo que ahora llamamos una “economía emergente”. O de la que fue, sin duda, la primera “economía emergente” en el concepto moderno del término. Con la diferencia de que, además, está construyendo un gran país, como lo ilustra este diálogo entre un trampero y el mismo emprendedor:

“–El territorio al otro lado de las montañas es territorio británico. ¿Cómo piensas solucionar ese problema.

–No es territorio británico. Es territorio de ocupación conjunta por tratado.

–Tengo la impresión de que la Compañía de la Bahía de Hudson no se ha enterado todavía de eso.

–(…) ¿Realmente pensáis que los Estados Unidos de América permitirán que la compañía, o ni tan siquiera el propio ejército británico, se interponga en su camino? Nada nos detendrá. ¿Británicos? ¿Españoles? ¿Mexicanos? Ninguno de ellos. Desde cualquier punto de vista razonable la tierra es nuestra… por geografía, por contigüidad y expansión natural. Caray, es el destino, de eso se trata… el destino ineludible.”

El destino ineludible. ¿Cuántas veces hemos vuelto a escuchar ese concepto para justificar tanto atrocidades como grandes hechos… o ambas cosas a la vez, separadas por una estrecha border?

SIN IMPUESTOS, SIN POLICÍA, SIN RELIGIÓN…

El amenazado modo de vida de los mountain men nos lo narra de un modo más poético “El Trampero”, la novela que inspiró la película protagonizada por Roberd Redford. Esta obra narra las aventuras de Samson Jonhson Minard, uno de los muchos tramperos (o mountain men en la terminología anglosajona) que a mediados del siglo XIX se movieron por las Montañas Rocosas y otros territorios. Como subraya la presentación de esta novela, “las tres cuartas partes de los tramperos libres (…) que se relacionan en la novela con Sam Minard, existieron realmente”. Como curiosidad, subraya que “no sólo anglosajones nutrieron sus filas”, sino también franceses, mestizos, “o españoles como el gallego Benito Vázquez, o Manuel Lisa, gran explorador, que aparece citado en esta novela, y se casó con Mitain, la hija del feje principal de los Omaha”. Así que, ya ven, una novela con gran fondo histórico y que, como anécdota, hace bueno el viejo dicho de que “hay gallegos hasta en la Luna”.

Esta novela, como la magnífica película que inspiró, es un canto a la vida del hombre en comunión con la naturaleza, sin ataduras, libre de todo… Pero sobre todo de una cosa que a todos nos incordia: los impuestos. Nada menos que en cinco páginas (la 87, la 109, la 195, la 203 y la 217, para quien no se lo crea y quiera comprobarlo) leemos párrafos como el que Sam Minard dedica en este fragmento (pag. 87) a su squaw, su bella esposa india:

“–Cuánto nos vamos a divertir –dijo abrazándola–. Sin impuestos, sin policía, sin gobierno, sin vecinos, sin predicadores… Sólo nosotros (…), comiendo y durmiendo, tocando y cantando…”.

Seguro que muchos lectores firmarían un contrato por vivir así, como se subraya unas páginas más adelante, en estos otros párrafos:

“Un hombre y una mujer enamorados, preparando la cena, era lo más hermoso en la vida (…). Nada de impuestos, le dijo por vigésima vez; nada de policías ni de leyes…”

“Si se aventurara allí un recaudador de impuestos, o un policía, o un político los metería de cabeza en un gran pozo de lodo hirviente”.

“Sam estaba embelesado, encantado, fascinado por el sencillo hecho de estar vivo y sano, sin reloj que marcase su tiempo, sin jefe que lo vigilase, sin impuestos que pagar, sin papeles que firmar, sin tener que darle cuentas a nadie, excepto al Creador (…). Hubiese dicho que en un mundo ideal todos los hombres tendrían al menos cuarenta kilómetros cuadrados por los que caminar, exportar y sentirse libre”.

Una utopía que, en algunos momentos, fue una realidad para un puñado de hombres, a los que acabaron quitando de en medio los sombreros de seda londinenses, los monopolios comerciales y, cómo no, el famoso “destino ineludible”.

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Títulos comentados:

-Bajo cielos inmensos. Alfren Bertram Guthrie, 1947. Valdemar/Frontera, Madrid, 2014.

El Trampero. Vardis Fisher, 1965. Valdemar/Frontera, Madrid, 2012.

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La eterna guerra del petróleo

Fotografía: © M.M.Capa

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“Desde luego, hay petróleo en Mesopotamia, pero inaccesible para nosotros mientras haya guerra en el Oriente Medio. Y pienso que, si tanto lo necesitamos, podría ser motivo de una negociación. Los árabes parecen dispuestos a verter su sangre por la independencia. ¡Por consiguiente, harán lo mismo, con mayor facilidad, por su petróleo!”.

¿Cuánta sangre, no sólo árabe, se ha vertido en la eterna guerra por el petróleo? Ya lo advirtió Thomas Edward Lawrence en este párrafo, el último de una carta que escribió al “Times” de Londres el 22 de julio de 1920. La misiva la recoge otro genial británico, Robert Graves, en la primera biografía del famoso Lawrence de Arabia, titulada “Lawrence y los árabes”. Esta biografía fue publicada en 1927, ocho años antes de que, el 13 de mayo de 1935, Lawrence falleciera en un accidente con su motocicleta Brough Superior SS1, un modelo que adoraba y sobre el que incluso aconsejó ciertas mejores a su constructor. La escena de este accidente es la primera de la maravillosa película de David Lean, “Lawrence de Arabia”, de 1962. Y lo de “maravillosa” no es cosa mía, pues esta cumbre del Séptimo Arte ganó en los dos años siguientes nada menos que siete Oscar, cuatro Bafta, cuatro Leones de Oro y once premios cinematográficos más… si no se me ha olvidado alguno.

Pero volvamos a las guerras del petróleo. La primera, germen de todas las demás, es precisamente la que cuenta T.E. Lawrence en su monumental “Los siete pilares de la sabiduría” (900 páginas), o en su versión resumida, “Rebelión en el desierto”. Estamos en plena Primera Guerra Mundial, sobre esas arenas árabes que en aquel momento son parte del Imperio Otomano. Bajo ellas, todo el mundo sabe que hay petróleo. Y Occidente, por supuesto, lo desea, porque cada vez fabrica más vehículos a motor… como la Brough en la que se mató Lawrence.

En el capítulo preliminar de su magna obra, Lawrence explica cómo lo que en principio era un sueño de libertad, acabó convertido en una simple guerra por las riquezas de Mesopotamia, entre ellas el oro negro:

“Todos los hombres sueñan, pero no del mismo modo. Los que sueñan de noche en los polvorientos recovecos de su espíritu, se despiertan al día siguiente para encontrar que todo era vanidad. Mas los soñares diurnos son peligrosos, porque pueden vivir su sueño con los ojos abiertos a fin de hacerlo posible. Esto es lo que hice. Pretendí forjar una nueva nación, restaurar una influencia perdida, proporcionar a veinte millones de semitas los cimientos sobre los que pudieran edificar el inspirado palacio de ensueños de su pensamiento nacional (…). Pero cuando ganamos, se me alegó que ponía en peligro los dividendos petroleros británicos en Mesopotamia y que se estaba arruinando la arquitectura colonial francesa en Levante (…).

Pagamos por estas cosas un precio excesivamente elevado en honor y en vidas inocentes (…). Y los estábamos arrojando por miles al fuego, en la peor de las muertes; y no para ganar la guerra, sino para que el trigo, el arroz y el petróleo de Mesopotamia fueran nuestros”.

De ese modo resume lo que acabó siendo la gran traición. Tras derrotar a los turcos, los árabes no consiguieron su sueño de una nación. Las potencias trocearon y se repartieron aquellas tierras en función de sus intereses, después de haber utilizado a Lawrence para convencer a todo un pueblo:

“No queríamos conversos a cambio de arroz. Porfiadamente, nos negábamos a hacer partícipes de nuestro abundante y famoso oro a quienes no estuvieran espiritualmente convencidos. El dinero constituía una confirmación; era argamasa, y no mampostería. Tener a nuestras órdenes hombres comprados hubiese significado edificar nuestro movimiento sobre el interés…”

Con la “argamasa” del dinero pero, sobre todo, movilizando sus corazones, consiguió el respeto de todo un pueblo, como nos recuerda Robert Graves en la biografía citada:

“Los árabes se dirigían a él como `Awrans´ o `Lurens´; pero le apodaron `Amir Dinamit´, o sea Príncipe Dinamita, a causa de su energía explosiva”.

Con esa energía, logró que los árabes, dirigidos por militares ingleses como él, conquistaran Damasco y arrebataran Mesopotamia al Imperio Otomano. Pero no fue fácil convencer a un pueblo ajeno a los valores occidentales, sobre todo a los materiales, como señala Graves:

“El beduino, comprendió Lawrence, vuelve la espalda a los perfumes, lujos y mezquinas actividades de la ciudad, porque se siente libre en el desierto: ha perdido los nexos materiales, casas, jardines, posesiones superfluas y complicaciones similares, y ha conquistado la independencia individual al filo del hambre y de la muerte”.

Por eso la traición occidental, tras la victoria sobre los turcos, fue aún más dolorosa para esos veinte millones de semíticos cuyo espíritu movilizó Lawrence. Él mismo, que “estaba harto (…) del título de Lawrence de Arabia, que se había convertido en un tópico romántico y en grave engorro personal” –cómo nos recuerda su primer biógrafo–, renunció a su pasado y en 1922 se enroló como el soldado raso Ross en la Royal Air Force, avergonzado porque “el culto reverencial al héroe no sólo le exaspera, sino también, a causa de su creencia auténtica de que no lo merece, le hace sentirse físicamente sucio”. No en vano se había ensuciado las manos de sangre de todo un pueblo, no por la libertad y por la independencia, sino por el sucio petróleo.

IRAK, SIRIA, UCRANIA…

Lawrence nos contó esa primera guerra por el petróleo. Lo lamentable es que el oro negro sea causa permanente de un conflicto que parece ya eterno, en unas tierras que, quizás no por casualidad, están en guerra desde que, allí mismo, Dios expulsó a Adán y Eva del Paraíso. Si entonces Caín mató a su hermano Abel con una quijada de asno, celoso porque sus ofrendas gustaban a Dios, desde aquellos tiempos bíblicos la sangre no ha dejado de manchar esos desiertos, aunque no por el humo de los sacrificios, sino por el perenne sacrificio humano que exige nuestra humeante dependencia del crudo.

Las guerras del petróleo se cuentan por decenas: desde aquella Primera Guerra Mundial a la Segunda (Hitler soñaba con hacerse con el crudo del Cáucaso y de Oriente Próximo), para pasar años después a interminables conflictos surgidos del mal reparto colonial que troceó absurdamente el mundo árabe tras aquella rebelión contra el Imperio Otomano liderada por Lawrence… En la Primera Guerra del Golfo, durante una década se enfrentaron el régimen islámico iraní de Jomeini y el laico y amigo de occidente de Sadam Hussein, quien después provocó la Segunda Guerra del Golfo al invadir Kuwait y dar lugar a la consiguiente invasión de Irak en tiempos de Bush padre (1991), una faena mal resuelta que se remató aún peor en segunda invasión de Irak por Bush hijo en 2003 (secundado por algunos otros atontados líderes occidentales que se fotografiaron con él en las Azores y quedaron para siempre “retratados” para la Historia); una contienda, cabalgando entre el siglo XX y el XXI, de la que no se pueden desligar los ataques terroristas del 11-S contra Estados Unidos y del 11-M contra España, el auge del extremismo yihadista, la frustrada Primavera Árabe, la tragedia inconclusa en Libia, la guerra en Siria, el surgimiento del sangriento califato islámico de EI en tierras sirias e iraquíes… sin olvidar la guerra en esa Ucrania que es zona de tránsito para la energía que devora Europa…

La eterna guerra del petróleo. Casi desde que Caín mató a Abel.

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Títulos comentados:

-Los siete pilares de la sabiduría. T.E. Lawrence, 1922. Libertarias, 2ª Edición, Madrid, 1990. [Nota: He utilizado esta edición porque es la que tengo, llena de anotaciones, pero recomiendo buscar otra, ya que el texto de esta edición de Libertarias es uno de los peor editados que he visto en mi vida –quizás por eso se llama así la editorial–, con multitud de erratas que en el algunos momentos irritan bastante al lector].

Lawrence y los árabes. Robert Graves, 1927. Editorial Seix Barral, Barcelona, 1991.

 

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A ochenta francos el muerto…

Fotografía: © M.M.Capa

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“A ochenta francos el muerto y con un precio real de coste de unos veinticinco, Pradelle esperaba un beneficio neto de dos millones y medio. Y si además el ministerio hacía algunos encargos bajo cuerda, descontando los sobornos, se acercaría a los cinco millones. El pelotazo del siglo. Incluso después de acabada, la guerra ofrece grandes oportunidades para los negocios”.

Mientras conmemoramos el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial, es pertinente recordar que todas las guerras se convierten en negocio. Unos ponen la sangre, pero otros se llevan el oro (sobre todo, durante el último siglo, el oro negro). Esto es así desde que, hace más de 3.250 años, los aqueos asaltaron Troya no para salvar el honor de un príncipe cornudo, sino para controlar el tráfico comercial procedente de Asia.

El fragmento que inicia este artículo está tomado de “Nos vemos allá arriba”, de Pierre Lemaitre. Con más de medio millón de ejemplares vendidos en el país vecino, Lemaitre no sólo ganó el Premio Goncour de 2013 (equivalente galo del Planeta), sino otros cuatro importantes premios literarios franceses el año pasado. Nos encontramos, por tanto, ante el típico producto súper ventas y súper comercial (no es un secreto para nadie cómo se “reparten” los premios literarios). Aunque no de gran calidad literaria, “Nos vemos allá arriba” resulta una novela entretenida y que, sobre todo, cuenta muy bien de qué modo se pueden hacer grandes negocios con las guerras (¿se acuerdan de cuando los contratistas privados norteamericanos y también europeos “invadieron” Irak tras la caída de Sadam Hussein, atraídos por la promesa de espectaculares beneficios?).

La Primera Guerra Mundial no fue una excepción. El principal negocio lo hicieron, como de costumbre, los contratistas de armamento y también los países neutrales, como España, cuyo superávit comercial se disparó, pues exportó masivamente hacia los dos bandos. El Banco de España se convirtió en aquellos años en el cuarto mundial por sus reservas de oro, mientras que la peseta se revalorizaba hasta niveles nunca vistos (ni antes ni después). El lado negativo fue que la inflación media anual superó el 20 por ciento (tasas tampoco conocidas hasta entonces, aunque sí después) y creció el descontento social por lo mal que se estaban repartiendo los beneficios de la contienda, hasta el punto de que en 1917 España se paralizó por la primera huelga general de su historia. Un incauto ministro de Hacienda quiso establecer un impuesto extraordinario sobre los beneficios de la guerra, pero los poderes fácticos (los de siempre) lo impidieron y el ministro dimitió. ¡Sí, increíble: un ministro puede dimitir cuando algo no sale como él quiere! (a ver si aprenden los actuales).

Al margen de los habituales negocios bélicos, el que recrea la novela de Pierre Lemaitre es sin duda el más siniestro de todos. Y se basa en un hecho real, el llamado “Escándalo de las exhumaciones militares”, que estalló en 1922. Todo comenzó con un impulso humanitario… pero mal privatizado, como nos cuenta el novelista francés:

“Hacía unos meses, el Estado se había decidido a confiar a empresas privadas la tarea de exhumar los restos de los soldados enterrados en el frente. El proyecto era reagruparlos en grandes necrópolis militares (…). Y es que había cadáveres de soldados por todas partes. En cementerios improvisados a unos kilómetros, incluso a cientos de metros de la línea del frente. En tierras que ahora había que devolver a la agricultura. Hacía años (…) que las familias exigían poder rezar ante las tumbas de sus muertos”.

Hasta ahora, todo perfecto. Pero había que pasar a la práctica: construir miles de ataúdes, realizar “cientos de miles de exhumaciones a golpe de pala (…), otros tantos traslados en camionetas de los restos (…) y otras tantas reinhumaciones en los cementerios de destino”. Y aquí fue donde aparecieron los buitres, aunque tal calificativo no lo aplicamos a esos fondos de inversión tan de moda, sino a empresarios como uno de los protagonistas de la novela, Henri d´Aulnay-Pradellle, un aristócrata venido a menos y ansioso de reconstruir su fortuna haciendo dinero con los muertos:

“Si Pradelle se hacía con una parte de ese negocio, a unos céntimos el cuerpo, sus chinos desenterrarían miles de cadáveres, sus vehículos transportarían miles de restos en descomposición, sus senegaleses inhumarían los ataúdes en tumbas bien alineadas con una preciosa cruz vendida a precio de oro…”

El avispado sujeto, valiéndose de sus contactos políticos, consigue la contrata. Y se dispone a rebajar al máximo los costes, comenzando no sólo por la mano de obra barata de chinos y senegaleses, sino también por el precio de los ataúdes. Son delirantes las páginas de la novela que narran la negociación, a cara de perro, entre el empresario buitre y el responsable de la serrería y carpintería contratada para hacer las cajas: tras fabricar “el magnífico ejemplar de ataúd destinado al Servicio de Sepulturas, una espléndida caja de roble de primera calidad valorada en sesenta francos” que cumple a la perfección “su cometido de cebo ante la Comisión de Adjudicación”, Pradelle quiere que le suministren un producto mucho más barato. De los sesenta francos, se pasa a los treinta, pero el carpintero le advierte sobre estos ataúdes:

“Son de chopo. Poco resistentes. Se doblarán, partirán y hasta desfondarán, porque no están pensados para tanto ajetreo. Como mínimo, tienen que ser de haya. Cuarenta francos”.

EL ATAÚD LOW COST

Pero Pradelle pregunta por modelos que ve por allí: de abedul, treinta y seis francos; de contrachapado de pinto, treinta y tres francos… Y luego toca hablar de la medida:

“Las adjudicaciones variaban según los tamaños, desde ataúdes de un metro noventa (…) y ochenta (…), hasta los de metro setenta, la altura media, que formaban la mayoría de las remesas. Algunos lotes eran de ataúdes aún más pequeños…”.

Y en ese punto insiste Pradelle, hasta conseguir el auténtico ataúd low cost: a veintiocho francos la unidad y de… ¡metro cincuenta! Solución al problema del tamaño: trocear los cuerpos o plegarlos. Para que se hagan una idea de lo que suponían veintiocho francos, la misma novela recoge que, en aquellos años, unos zapatos baratos costaban treinta y dos francos y que un modesto funcionario (como el que acaba descubriendo el escándalo) cobraba “mil cuarenta y cuatro francos al mes, doce mil al año”. Es decir: el franco de entonces gozaba de un poder adquisitivo similar al euro actual.

Todo estalla cuando ese funcionario incorruptible (a quien hoy día consideraríamos mileurista) comienza a inspeccionar los cementerios, descubre huesos desparramados que incluso son pasto de los perros y, encima, averigua el pequeño detalle de que las identificaciones de los fallecidos son casi siempre aleatorias, por una cuestión idiomática: los chinos no hablan francés y muchos senegales no son capaces ni de leerlo, así que las familias de los caídos en el frente se pueden encontrar con que, en las nuevas necrópolis, están rezando y poniendo flores a un soldado desconocido y, en muchos casos, incluso a un enemigo.

La novela tiene momentos cómicos fruto de este impulso privatizador de la muerte. Y cuenta también otro escándalo, en este caso inventado: dos excombatientes, un mutilado de guerra y su amigo, que elaboran un vistoso catálogo de monumentos a los caídos, lo envían a cientos de ayuntamientos (todos quieren dedicar un monumento a los héroes de la guerra) y cobran por adelantado, para escapar después con el dinero sin fabricar una sola de las estatuas comprometidas.

EL VERDADERO NEGOCIO

Al margen de esta entretenida novela, quien quiera descubrir textos realmente brillantes sobre la Primera Guerra Mundial tiene la ocasión de leer los escritos por los auténticos protagonistas de la contienda: “La belleza y el dolor de la batalla” es quizás la obra más originales de las centenares escritas sobre esa guerra iniciada hace ahora un siglo. Se trata de una maravillosa pieza coral, en la que el historiador Peter Englund (desde 2002 miembro de la Academia Sueca y desde junio de 2009 secretario permanente de la misma) ha recogido 227 fragmentos escritos por veinte personas reales que vivieron en distintos escenarios de la guerra: desde un soldado alemán de origen danés a una enfermera inglesa que sirvió en el ejército ruso, pasando por un artillero neozelandés o un aventurero venezolano que se alista como oficial de la caballería turca. De esos veinte personajes, Englund recopila cartas, diarios, anotaciones sueltas… multitud de páginas que llegan donde nunca podría llegar un historiador. Son testimonios escritos al píe de las trincheras, en los hospitales de campaña o en las ciudades que sufren los efectos del conflicto.

Quizás por este carácter coral y por la espontaneidad de sus verdaderos autores, “La belleza y el dolor de la batalla” tiene, además, una impresionante y conmovedora calidad literaria, inalcanzable por muchos de los novelistas que han escrito sobre este conflicto. Y también, cómo no, en algunos fragmentos nos cuenta algunas de las raíces económicas de la guerra:

“Una abrumadora mayoría de los ciudadanos de Tours quieren de verdad que la guerra continúe, debido a los elevados salarios que les ha proporcionado a los trabajadores y al aumento de los beneficios que ha supuesto para los comerciantes. La burguesía, que se nutre mentalmente de los periódicos reaccionarios, está enteramente subyugada por la idea de la guerra sin fin. En resumidas cuentas, declara, solo en el frente hay pacifistas”.

El comentario, de un comerciante de telas de Tours, lo recoge uno de los veinte personajes cuyos textos aparecen en esta obra. Se trata de Michel Corday, funcionario francés de 45 años. Es estremecedor cómo, en tan pocas líneas, se resume la esencia económica de cualquier guerra: un aumento de la demanda de todo tipo de bienes que genera grandes beneficios empresariales y subidas salariales, todo ello alimentado por medios reaccionarios de los que “se nutre mentalmente” la burguesía, cómodamente asentada en sus negocios mientras los jóvenes mueren a miles en el frente. Sin olvidar el siniestro comentario de que esa burguesía está “subyugada por la idea de la guerra sin fin”.

“La guerra sin fin”. La que no dejamos de sufrir desde las dos contiendas mundiales del siglo pasado y cuyos últimos episodios (Gaza, Ucrania, Siria, Irak…) siguen estando tan cerca, algunos de ellos en los restos del mismo Imperio Otomano que se desmoronó con la Primera Guerra Mundial y cuyo absurdo reparto colonial dio lugar el puzle de países árabes imposibles de estabilizar por su diversidad religiosa y tribal. Un factor despreciado por los europeos que trazaron las fronteras actuales de Oriente Medio.

La obra de Englund toca también el tema del petróleo, uno de los determinantes al trazar esas fronteras y tan vital (o más bien mortal) en todos los conflictos posteriores en la zona. Pero de eso hablaré en el próximo artículo, en el que tomaremos prestadas algunas de las más vibrantes páginas escritas sobre la sangrienta lucha en las arenas de Oriente Medio que comenzó con la Primera Guerra Mundial y que aún no ha terminado. Esas páginas las escribió uno de los personajes más peculiares del siglo pasado: nada menos que Lawrence de Arabia. Así que, por favor, no se pierdan el próximo capítulo.

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Títulos comentados:

-Nos vemos allá arriba. Pierre Lemaitre, 2013. Ediciones Salamandra, Barcelona, 2014.

La belleza y el dolor de la batalla. La Primera Guerra Mundial en 227 fragmentos. Peter Englund, 2011. Roca Editorial, Barcelona, 2011.

 

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El Doctor Draghi y Mister Bundes-Hyde

El Doctor Draghi lleva años combatiendo contra el monstruo que anida en su interior, ese Mister Bundes-Hyde infectado del ciego egoísmo germano que acabará llevando –ya verán– a la propia Alemania al borde de la recesión, como guinda de la temida tercera recesión que afectará a Europa desde que estalló la crisis en 2007.

Con las medidas anunciadas el 4 de septiembre, Mario Draghi ha vuelto a hacer lo que, como buen italiano, mejor sabe hacer: vender algo que, en realidad, no es suyo (estamos hartos de ver aceite o mejillones españoles comercializados como si fueran transalpinos). Ya lo hizo en su memorable discurso de julio de 2012, cuando le bastó insinuar con que el Banco Central Europeo haría todo lo necesario para frenar la tormenta europea. Los mercados se lo creyeron y la tormenta cesó. Ahora, el sabio Supermario (como le llaman sus compatriotas) ha anunciado una drástica reducción de tipos (hasta el 0,05%), intereses negativos sobre los depósitos bancarios ociosos y, sobre todo, que pondrá en marcha una versión a pequeña escala de la famosa quantitative easing (la masiva compra de activos públicos y privados) que la Reserva Federal inició en el último tercio de 2009 y que ahora está a punto de abandonar (es la mejor prueba de que Europa lleva media década de retraso frente a Estados Unidos en su política contra la crisis).

El en este aspecto, en la compra de activos por parte del BCE, donde Draghi vende lo que no tiene, lo que en realidad aún no puede hacer, porque el monstruo que lleva dentro, ese poderosísimo Bundes-Hyde, se lo impide. De entrada, en su intervención del 4 de septiembre, el presidente del BCE ni siquiera concretó la cantidad de activos que el BCE va a comprar. Entre otras cosas, como el mismo reconoció implícitamente, porque no las tiene todas consigo: las medidas anunciadas en septiembre fueron aprobadas, según el propio Draghi, por una “mayoría confortable” de los consejeros del BCE, pero no por unanimidad, porque Alemania y sus satélites siguen empecinados en salir de la crisis ellos solos y en que el resto de socios europeos se aprieten el cinturón por haberse dopado con el dinero fácil (el mismo que antes de la crisis prestaban con enorme facilidad e inconsciencia los incompetentes bancos y cajas germanos).

Si Draghi no ha sido muy preciso en su versión aligerada de la quantitative easing es también porque, en su nuevo papel de regulador financiero y bancario, el BCE no puede inyectar liquidez así como así a los bancos supervisados. Y no puede hacerlo porque el sistema bancario europeo aún no ha concluido su saneamiento, todavía debe superar los últimos test de estrés y culminar la revisión de la calidad de sus activos. Además, si por fin logra convencer las reticencias de Alemania y de sus socios, la compra de activos titulizados se ceñirá a los llamados senior, es decir, a los de mayor calidad, por lo que los bancos seguirán quedándose con la abundante morralla que aún infecta sus balances.

No sorprende, por tanto, que después de estar ocho meses pensándose la compra de activos, el BCE ni siquiera concrete el volumen y, además, aplace su actuación final hasta octubre: ¿logrará actuar por fin o será de nuevo entorpecido por el monstruo germano?

La tercera recesión

¿Resultado de todo ello? De momento, una victoria parcial del Doctor Draghi sobre Mister Bundes-Hyde, pero de efectos me temo que insuficientes para alejar el fantasma de la tercer recesión. Cierto que los mercados bursátiles han reaccionado al alza y que el euro (como consecuencia de tipos de interés negativos) se ha debilitado, lo cual estimulará las exportaciones (magnífica noticia para todos, pero especialmente para el mayor exportador del mundo, Alemania). Pero veremos si todo ello es suficiente para que Europa esquive la combinación más temida: deflación más recesión.

La deflación ya está llegando y lo vemos incluso en los niveles históricamente bajos a los que el Tesoro español coloca su deuda: no es porque los inversores consideren que ya somos un país de riesgo casi nulo, sino porque no ven otra cosa en la que invertir, pues estiman que la recuperación económica está aún muy lejos y que poner el dinero en proyectos empresariales implica un altísimo riesgo. Por eso en las últimas subastas de agosto compraron Letras a seis meses a cambio de rentabilidades inferiores al 0,1 por ciento. Ahí tenemos la verdadera prueba de que la deflación amenaza, por si no bastara el 0,3% de inflación en la eurozona en agosto, el nivel más bajo de los últimos cinco años.

Y la falta de crecimiento es patente ya en varias de las grandes economías europeas, con decrecimiento en Italia… ¡y en Alemania!, con el estancamiento francés, y con la multitud de conflictos geopolíticos a las puertas de Europa (es difícil estimar cómo nos afectarán las fuertes sanciones contra la locura expansionista de Putin, o el descontrol bélico que se extiende desde Gaza hasta Mesopotamia). Cuando el 22 de agosto –en la cumbre de banqueros centrales en las montañas estadounidenses de Jackson Hole– Mario Dragui preparó el terreno para las medidas anunciadas dos semanas después, subrayó que la recuperación económica estaba siendo “débil, frágil y desigual”. Un diagnóstico muy acertado, pero, de nuevo, tardío.

¿Qué hacen los políticos?

Si las instituciones como el BCE o la famosa Troika llegan tarde, con desacierto en sus previsiones y en sus decisiones, y sin que nadie en su seno pague las consecuencias de haber cometido un inmenso error con fiarlo todo a las políticas de austeridad (en el FMI sólo se cuestiona a sus líderes por asuntos de faldas o por presuntos casos de corrupción, no por su incompetencia manifiesta en los últimos años)… ¿qué hacen los responsables políticos? La triste respuesta es la de siempre: apenas poco más que mirarse el ombligo de las encuestas electorales, intentar caerle bien a Merkel (cinco kilómetros de Camino de Santiago con Rajoy no creo que hayan dado para mucho) y seguir contándole cuentos al ciudadano. Hace un año, en esta misma tribuna digital, mientras todo el mundo se llenaba la boca con los famosos brotes verdes, yo escribía que lo que teníamos en la economía española eran más bien tomates verdes fritos. Y, por más que nos quiera vender moderados datos de recuperación, un año después seguimos teniendo un buen tomate. La magra recuperación del empleo (estacional y mayormente precario) ha permitido ponerse muchas medallas a los defensores del pensamiento único, pero, a este ritmo de creación de puestos de trabajo, necesitaríamos un cuarto de siglo para recuperar el nivel previo a la crisis (o bien volver a construir cada año, durante una década, más viviendas que Francia, Italia y Alemania juntas, como hacíamos cuando vivíamos del espejismo del ladrillo). Nuestras exportaciones, que parecían el motor, se vuelven a enfriar. Y el turismo ha dado buenos datos (pero poco empleo de calidad) básicamente debido a la que la Primavera Árabe se ha convertido en un duro invierno para los desiertos destinos turísticos del norte de África y Oriente Próximo. Y todo ello mientras seguimos gastando más de lo que ingresamos, sin un plan B para desarrollar sectores que no sean los de siempre y mientras el plan de choque del Gobierno para reducir el paro consiste en dos factores: una reforma laboral desastrosas que ha sido sólo una reforma del despido y una patente falta de ideas para reducir el desempleo estructural (salvo pedir ayuda a la Virgen), por no hablar del lamentable espectáculo de ver el dinero para formación de trabajadores convertido en fuente de corrupción generalizada entre políticos, empresarios y sindicalistas.

¿Quieren comprobar todo este tomate a nivel de calle sin tener que mancharse en la Tomatina de Buñol? No hay más que analizar los últimos resultados del mayor empleador privado de España, una empresa considerada el auténtico termómetro de la economía nacional (pues apenas tiene actividad exterior). Hablamos, cómo no, de El Corte Inglés: en sus cuentas de 2013, presentadas como siempre el último día de agosto, se anota un descenso del 44% en el resultado de explotación y una caída del beneficio antes de impuestos de 108,3 a 15,1 millones de euros. El beneficio neto subió un 6,2 por ciento pero, básicamente, por la venta al Santander del 51% por su división financiera y por los beneficios fiscales. Y todo ello, mientras su plantilla sigue bajando: 93.222 empleados en 2013, 3.456 menos que un año antes.

No hay que desearle desgracias nadie, pero tendremos que esperar a que Alemania sienta también el mordisco de la recesión para que convierta su superávit en combustible para la economía europea, despeje la vía de la compra de activos, desatasque la imprescindible unificación bancaria, dé luz verde a la creación del Eurobono y deje de pensar que la austeridad (quitarle de golpe la droga a un enfermo con grave adicción) basta para curar a la economía europea. Así, Merkel y los ultra-ortodoxos del Bundesbank quizás aprendan que tan drástica cura de desintoxicación, más que curarnos, puede acabar metiéndonos en otra recesión en la que el monstruo de Bundes-Hyde habrá triunfado definitivamente sobre el Doctor Draghi.

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