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La Rusia de los amigos de Putin (y 2): el asalto mafioso a la economía

Fotografía: © M.M.Capa

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“En una sociedad donde la combinación de burocracia esclerótica e incompetencia pura y dura ha hecho que se atasquen todos los engranajes, el mercado negro es el único lubricante. La URSS funcionó con ese lubricante a lo largo de toda su historia y dependió totalmente de él en los últimos diez años. A partir de 1991, la mafia, que ya controlaba el mercado negro, lo único que hizo fue salir del escondrijo para expandirse. Y desde luego que lo hizo, pasando rápidamente de las áreas de fraude organizado normales –alcohol, drogas, protección, prostitución– a todas las facetas de la vida. Lo más impresionante fue la rapidez y crueldad con que se llevó a cabo el virtual asalto de la economía”.

 “El grupo criminal en el círculo de Putin ha aprendido a manipularle”. Lo dice Mijaíl Jodorkovsky, magnate ruso exiliado en Gran Bretaña, en una entrevista publicada por el “EL PAÍS” el 21 de marzo. Esto fue sólo tres días después de que Vladímir Putin arrasara en las elecciones presidenciales y se asegurara que seguirá en el poder hasta 2024 (acumulará así sólo cinco años menos que los 29 que estuvo Stalin al frente de la URSS). Y todo ello, mientras arrecia la guerra diplomática occidental contra Moscú por el envenenamiento de un ex espía ruso y su hija en territorio británico. Y mientras vuelven a volar los misiles occidentales sobre el dictatorial régimen sirio que, con el apoyo de Putin, sigue gaseando y bombardeando a sus propios ciudadanos.

Que la mafia y otros círculos criminales sobrevuelen el poder político no es noticia. Pasa en casi todas partes. En el libro que acaba de publicar sobre Donald Trump, el ex director del FBI James Comey afirma que “estar con él me traía recuerdos de cuando era fiscal antimafia”. Pero en Rusia, esta simbiosis entre mafiosos y gobernantes es especialmente intensa y viene de antiguo. Lo comentamos en el anterior artículo de esta bitácora (http://wp.me/p4F59e-8r), dedicado a una interesante obra de Frederick Forsyth: “El Manifiesto Negro”. Escrita en 1996, la novela hace un ejercicio de política ficción y se ambienta en 1999 para narrar la historia de un xenófobo, racista y mafioso candidato a las presidenciales rusas del año siguiente. Las primeras que, por cierto, ganó Putin tras la dimisión de Boris Yeltsin.

En la novela no se cita a Putin en ningún momento, quizás porque en 1996 aún no era muy conocido, pese a su pasado en el KGB, que prolongó en el organismo que lo sucedió, el Servicio Federal de Seguridad, del que fue nombrado director en 1998. Pero sí aparecen en el libro de Forsyth otros inquietantes altos cargos de ambos servicios, por no hablar del aún más inquietante líder político populista: Igor Komároz, un sujeto que se presenta a las elecciones respaldado por ingentes capitales de origen mafioso y con un programa oculto nazi y supremacista (ese “Manifiesto Negro” que da título a la novela) que podrían firmar los mismísimos Adolf Hitler o Joseph Stalin.

Tras describir cómo la mafia se infiltró en la economía soviética durante los últimos años de la URSS (véase artículo anterior de este blog), “El Manifiesto Negro” cuenta cómo esa infiltración fue aún más intensa con el nacimiento de la nueva Rusia tras la caída del Muro de Berlín.

CONQUISTA EN TRES FASES

Ese “asalto de la economía” al que aludíamos al principio de este artículo, fue posible para la mafia gracias a tres factores muy bien descritos en la novela:

“El primero fue la capacidad para una violencia brutal e inmediata que la mafia rusa exhibía cuando sus planes se veían obstaculizados de alguna manera, una violencia que habría dejado en pañales a la Cosa Nostra norteamericana (…). El segundo fue la impotencia de la policía. Escasa de dinero y de plantilla, sin experiencia (…), la milicia no daba abasto. El tercero fue la endémica tradición rusa de corrupción”.

Y este último factor, el de la corrupción, fue alentado a su vez por un componente puramente económico:

“A ello contribuyó la inflación galopante que se desató en 1991 para consolidarse alrededor de 1995. Bajo el comunismo el tipo de cambio estaba en dos dólares americanos por rublo, cosa ridícula y artificial en términos de poder adquisitivo, pero vigente dentro de la URSS, donde el problema no era la falta de dinero sino de bienes. La inflación acabó con los ahorros y dejó en la pobreza a los trabajadores con salario fijo. Cuando la semanada de un policía urbano vale menos que los calcetines que lleva es difícil persuadirle de que no acepte un billete metido dentro de un carnet de conducir evidentemente falso”.

Con todo esto jugando a su favor, la mafia rusa penetró con rapidez en los negocios legítimos, hasta el punto de hacerse con el control del 40 por ciento del producto interior bruto:

“La Cosa Nostra americana tardó una generación en comprender que los negocios legítimos, conseguidos con las ganancias del chantaje, servían para incrementar las ganancias y blanquear el dinero. Los rusos lo comprendieron en sólo cinco años y en 1995 controlaban el 40 por ciento de la economía nacional (…). El problema era que se habían excedido. Hacia 1988, la codicia había resquebrajado la economía de la que vivían. En 1996 una parte de la riqueza rusa por valor de 50.000 millones de dólares, principalmente en oro, diamantes, metales preciosos, petróleo, gas y madera, estaba siendo robada y exportada ilegalmente. Las mercancías se compraban con rublos prácticamente desvalorizados, e incluso así a precios de liquidación, por los burócratas que controlaban los órganos del Estado, y se vendían en el extranjero a cambo de dólares. Algunos de estos dólares eran después reconvertidos en millones de rublos al objeto de seguir financiando sobornos y crímenes. El resto quedaba a buen recaudo en el extranjero”.

Frederick Forsyth dedica también páginas brillantes a narrar la penetración mafiosa en la banca: cómo se pasó del único banco de la época comunismo, el Narodny o Banco del Pueblo, hasta los más de 8.000 surgidos con la ebullición capitalista; cómo muchos de estos quebraron o simplemente se esfumaron con el dinero de los depositantes, hasta que a finales de los noventa no quedaron más que “unos cuatrocientos bancos más o menos fiables”; o cómo lograba mandar en ellos la mafia:

“La banca no era una ocupación segura. En diez años más de cuatrocientos banqueros habían sido asesinados, normalmente por no ceder por completo a las exigencias de los gánsteres de préstamos sin aval y otras formas de cooperación ilegal”.

LA POSVERDAD ANTES DE PUTIN

Y para dejar bien claro que no hay nada nuevo bajo el Sol, “El Manifiesto Negro” se ocupa detenidamente de eso que antes llamábamos mentira y que ahora se llama posverdad. Y demuestra que no hay que esperar a uno de sus principales impulsores recientes, el nuevo zar Putin, para encontrarla mucho antes en la política rusa. Boris Kuznetsov, el jefe de propaganda del partido ultraderechista de Komároz, sabe bien cómo manejar esa posverdad:

“Durante su estancia en Estados Unidos Kuznetsov había estudiado y quedado impresionado de cómo unas relaciones públicas llevadas con habilidad y competencia podían generar el apoyo de las masas incluso a las más estrepitosas tonterías (…). Kuznetsov veneraba el poder de la oratoria para persuadir, disuadir, convencer y por último vencer toda oposición. Que el mensaje fuera mentira era irrelevante. Como los políticos y los abogados, él era un hombre de palabras, convencido de que no existía problema que éstas no pudieran resolver”.

Se puede generar el apoyo de las masas a “las más estrepitosas tonterías” y es irrelevante que el mensaje sea mentira. ¿Les suena? Pues pueden leer más sobre esto en una novela como “El Manifiesto Negro”, escrita dos décadas antes del Brexit, de la llegada de Trump a la Casa Blanca, del nuevo zarismo rampante de Putin y de las fantasías carlistas que sueñan con una república burguesa independiente con capital itinerante (de Bruselas a Berlín, pasando por Soto del Real y Extremera).

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Título comentado:

-El Manifiesto Negro. Frederick Forsyth, 1996. Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1998.

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La Rusia de los amigos de Putin (1): ¿Quién dijo ‘tres per cent’? ¡Donde esté un 50 por ciento!

Fotografía: © M.M.Capa

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“Es el representante de la mafia moscovita. Fíjese en el trato que me ofreció: él y los suyos se llevan el cincuenta por ciento de todo. A cambio compran o falsifican todas las licencias, franquicias y papeles que yo pueda necesitar. Solucionan los problemas burocráticos a golpe de teléfono, garantizan que las entregas se hagan en el plazo previsto y no haya problemas con los obreros”.

Casi 100.000 millones de euros, muchos de ellos en manos de oligarcas rusos, se blanquean cada año en el Reino Unido, según datos de la Agencia Nacional contra el Crimen británica. Lo leo en “EL PAÍS” del 18 de marzo. Desde días antes se investiga el sospechoso envenenamiento de un ex espía ruso en ese Londres que hace tiempo llaman Londongrado, por el gran poder e influencia del dinero venido del Este. El envenenamiento, por supuesto, no ha provocado medida alguna contra estos capitales de origen oscuro, sino, por ahora, sólo una mini crisis estilo Guerra Fría (con expulsión mutua de diplomáticos por parte de Londres y Moscú).

Los británicos –cuyos equipos de fútbol, medios de comunicación y otras empresas reciben masivas inversiones de magnates rusos, por no hablar de las donaciones al Partido Conservador– no se atreven a ir más allá de estas tibias medidas diplomáticas, aunque consideran que quien está cazando ex espías es precisamente el gobierno de Londongrado, es decir, al de Vladímir Putin. El mismo Vladímir Putin que ese mismo domingo 18 de marzo arrasó en las elecciones presidenciales con un 76,5 por ciento de los votos. Un espectacular resultado del nuevo zar, después de inhabilitar al único opositor que podía hacerle sombra y en medio de acusaciones de pucherazo y multitud de irregularidades (de las que han advertido los organismos internacionales). Hasta se han visto en televisión imágenes de personas introduciendo un voto detrás de otro en las urnas, o al mismo individuo votando en varios colegios sucesivamente. ¡Así volvería a ganar aquí incluso Rajoy!

Tras la victoria por aplastamiento de Putin, casi ningún líder occidental (salvo su colega Trump) ha felicitado al hombre más longevo en el poder ruso después de Stalin: el dictador comunista estuvo 29 años al frente de la URSS, de 1924 a 1953; el nuevo zar de la posverdad llegó al poder en el año 2000 y, gracias a las elecciones del 18 de marzo, lo ocupará hasta 2024 (no hay que restar a esos 24 años los cuatro, entre 2008 y 2012 , en que el jefe de Estado fue su marioneta, Dmtri Medvedev, nombrado a dedo por el propio Putin).

Así es Rusia. Nada de porcentajes irrisorios. ¿Quién se conformaría con ganar las elecciones por lo justo, o incluso por menos y obligado a formar gobiernos de coalición, como la Merkel? Putin, desde luego, no. Y la corrupción rampante que se ha apoderado desde hace décadas de la economía rusa, mucho menos. ¿Qué es esa porquería del tres per cent de los catalanes convergentes (o como se llamen ahora)? Mejor un cincuenta por ciento y no hay más que hablar, como se relata en el primer párrafo de este artículo. Un párrafo que se escribió nada menos que en 1996 y en un libro en el que, mucho antes de que se hubiera inventado el término, ya se habla de la posverdad. Se trata de “El Manifiesto Negro”, una entretenidísima y muy bien documenta novela de espionaje (como casi todas las suyas) firmada por Frederick Forsyth.

UNAS ELECCIONES DE NOVELA

La obra está ambientada en la Rusia de 1999, cuando están a punto de celebrarse elecciones presidenciales. Se espera una arrolladora victoria de cierto líder populista. Pero, por casualidad, cae en manos occidentales un texto escrito, de su puño y letra, por ese mismo líder. En ese programa oculto, llamado el “Manifiesto Negro”, el político imparable (y respaldado por las poderosas mafias rusas) deja muy claras sus intenciones dictatoriales, ultra nacionalistas, xenófobas e incluso supremacistas, pues piensa hacer con minorías como los judíos barbaridades parecidas a las que hizo Hitler… o el propio Stalin. En torno a este “Manifiesto Negro” y a los intentos occidentales de desactivar políticamente a su autor, la novela desarrolla una trama muy bien narrada y, lo que más nos interesa aquí, muy bien documentada en sus aspectos no sólo políticos, sino también sociales y económicos.

Por cierto, por si aún no han caído en la coincidencia: la novela de Frederick Forsyth está ambientada en la Rusia de 1999 que tiene la vista puesta en las elecciones de enero del año siguiente. No voy a destripar el desenlace ni a descubrirles si el nazi populista, racista y mafioso de la novela llegó a triunfar o no en las urnas. Pero ya saben quién ganó, de verdad, las elecciones rusas del año 2000.

Y ahora vayamos a los fundamentos económicos de estas historias (de la real y de la novelada).

UNA MAFIA QUE FUNCIONA

El párrafo con que se inicia este artículo es lo que le dice, en un hotel de Moscú, un empresario canadiense a un espía occidental que se hace pasar por hombre de negocios. Al escuchar la comisión del 50 por ciento, el espía le dice al canadiense:

“–Supongo que le envió a hacer gárgaras [al representante de la mafia moscovita].

–De eso nada. No soy tan tonto. A la protección que ofrecen la llaman tener un ‘techo’. Sin techo no se va a ninguna parte. Básicamente porque si les dices que no, te dejan sin piernas. Te las cortan y listo”.

Para aclarar este peculiar escenario, Frederick Forsyth ofrece a continuación una historia abreviada de la mafia rusa:

“Desde hace siglos en Rusia ha existido un hampa criminal muy desarrollada. A diferencia de la mafia siciliana, no tenía una jerarquía unificada y jamás se exportaba fuera del país. Pero existía una gran hermandad entre sus cabecillas regionales y locales, y entre sus miembros, cuya lealtad quedaba simbolizada mediante tatuajes.”

Una estructura muy asentada con la que no pudo acabar ni el comunismo soviético:

“Stalin trató de acabar con el hampa mandado a millares de sus miembros a los campos de trabajo, pero sólo consiguió que los ‘zoks’ acabaran dirigiendo prácticamente los campos con la connivencia de sus guardianes, que preferían vivir en paz a que sus familias fueran perseguidas. En muchos casos los ‘vory v zakone’ (‘ladrones por derecho’, equivalentes a los padrinos de la mafia) llegaban a dirigir sus empresas desde los barracones del campo de trabajo”.

La simbiosis entre soviéticos y mafiosos pronto desbordó el ámbito de los campos de trabajo:

“Una de las ironías de la guerra fría es que el comunismo podría haberse derrumbado diez años antes de no ser por el hampa. Hasta los jefes de partido tuvieron que acabar pactando secretamente con ella. Por una razón muy simple: era lo único que funcionaba en la URSS con cierto grado de eficacia. Un director de fábrica que elaborara un producto vital podía encontrarse con que su maquinaria se paraba debido al fallo de una simple válvula. Si pasaba por los canales burocráticos podía estar de seis a doce meses sin una válvula nueva mientras toda la planta de producción permanecía inactiva. O podía contárselo a su cuñado que conocía a un hombre bien relacionado. La válvula llegaría en una semana. Luego el director de fábrica haría la vista gorda a la desaparición de un envío de chapa de acero, que iría a parar a otra fábrica cuya chapa de acero tardaba en llegar. Y como colofón los directores de las respectivas fábricas trucarían los libros para hacer ver que habían cumplido las ‘normas’”.

¿Qué ocurrió tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y el consiguiente desmoronamiento del bloque soviético y de la propia URSS? Pues que la mafia fue aún más allá en la ocupación de las estructuras políticas y económicas de la nueva Rusia. Pero eso lo veremos en la siguiente entrega de esta bitácora. Lamento extenderme, pero no hay más remedio: Rusia, con sus más de 17 millones de kilómetros cuadrados (apenas un millón menos que Estados Unidos y Canadá juntos), es el país más extenso del mundo, sus líderes tienen una cierta tendencia a extender también más que ningunos otros sus periodos en el poder y, en consecuencia, lo que las mafias suponen para la economía rusa –y que también cuenta esta novela de Frederick Forsyth– tiene un alcance y unas dimensiones tales que necesitarán al menos otro artículo para terminar siquiera de esbozarlo.

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Título comentado:

-El Manifiesto Negro. Frederick Forsyth, 1996. Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1998.

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La Guerra Fría económica

Fotografía: © M.M.Capa

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“Los ‘mullahs’ están oliendo a herejía (…). La mayoría de estos tipos actúan sobre la base de un margen de seguridad. Eso significa aumentar los gastos militares y desarrollar cualquier nuevo sistema, por absurdo que sea, que traiga paz y prosperidad a la industria armamentística durante los próximos cincuenta años. Si no se acuestan con los fabricantes, sí es seguro que están comiendo con ellos. El ‘Pájaro Azul’ les está contando una historia muy mala”.

 Así nos narra el gran John le Carré, en su novela “La Casa Rusia” (1989), cómo se inquietan los fundamentalistas, los “mullahs” de la política estadounidense. Les preocupa lo que el llamado “Pájaro Azul”, un científico soviético disidente, les está contando: que los misiles balísticos de la URSS no tienen sistemas precisos de puntería. Es decir, que pueden caer en cualquier sitio… o incluso ni siquiera funcionar. Ahí está la herejía: si los soviéticos no pueden disparar con precisión sus misiles con cabezas nucleares, ¿cómo justifica Estados Unidos sus grandes inversiones en armamento?

Esta magnífica novela de espionaje nos da las claves económicas de aquella Guerra Fría que, curiosamente, en estos tiempos parece resurgir (ahí están la crisis de Ucrania, la búsqueda de submarinos fantasma rusos por el Báltico…). John le Carré, un autor que no necesita presentación, nos sitúa en los tiempos de la glasnost y de la perestroika, cuando la Unión Soviética comenzaba su deshielo, pero también cuando desde el otro lado Reagan impulsaba “la Guerra de las Galaxias” y cuando Gran Bretaña, como dice un personaje de la novela, es “un país gobernado por dos feroces mujeres” (la Reina Isabel y la auténticamente feroz de las dos: Margaret Thatcher).

Toda la trama de la novela (cuyo sorprenden resultado no conviene revelar) gira en torno a un manuscrito que recibe un arruinado editor británico, habitual de las ferias del libro moscovitas. Se trata, en realidad, de unas páginas en las que un destacado físico, relacionado con la industria armamentística soviética, explica que los sistemas de guiado de misiles son una de las muchas chapuzas de la temida amenaza nuclear. Durante toda la novela, los espías británicos de la llamada “Casa Rusia” y los norteamericanos de la CIA se debaten entre la gran duda: ¿es verdad lo que dice el científico, lo cual sentará fatal al entramado militar/industrial occidental? ¿O es una maniobra de despiste, información manipulada para que el enemigo se confíe y relaje sus defensas y, por tanto, reduzca sus masivas inversiones en armamento?

Porque esta fue una de las claves de la Guerra Fría y también la bomba de relojería que hizo estallar, desde dentro, a la economía soviética. Y nos lo cuenta el protagonista, Barley Blair, borracho, saxofonista y editor arruinado, uno de los mejores personajes del género de espías de todos los tiempos. Cuando ya ha sido captado por la “Casa Rusia” para hacer de espía en Moscú y averiguar si el manuscrito es creíble o no, él mismo cuenta lo que dijo durante una reunión de intelectuales soviéticos, precisamente en la misma que el físico disidente se fijó en él y decidió hacerle llegar su escrito:

“Dije que creía en Gorbachov (…). Dije que el gran pecado de Occidente era creer que podíamos hundir en la bancarrota el sistema soviético aumentando la apuesta en la carrera de armamentos, porque de esa manera estábamos jugando con el destino de la Humanidad. Dije que, con el agitar de nuestros sables, Occidente había dado a los dirigentes soviéticos la excusa para mantener sus puertas cerradas y regir un Estado carcelario”.

En la misma línea se expresa, muy gráficamente para ser un espía británico, Walter, un miembro de la “Casa Rusia” prematuramente apartado del caso por expresar opiniones como la siguiente:

“El imperio del mal de rodillas, ¡oh sí! Su economía es un desastre, su ideología titubea y su patio trasero está saltando en pedazos ante sus rostros. No me diga que esa es una razón para desmontar nuestros cañones (…). Es una razón para espiarles a fondo veinticinco horas al día y darles una patada en los huevos cada vez que intenten sacar los pies del tiesto”.

Y ese es el debate, a la vista de lo que comenta otra protagonista de novela, la hermosa Katya (utilizada por el científico para hacer llegar el texto al editor):

“El manuscrito (…) pinta un cuadro de corrupción e incompetencia en todos los campos del complejo industrial de defensa. Y también de despilfarro criminal y deficiencias éticas”.

Es el mismísimo germen de la decadencia soviética, justo cuando se intentan las grandes reformas de la perestroika y la glasnost:

“¿Qué creen que están reestructurando, cuando nunca hubo una estructura? ¿Cómo se reestructura un cadáver?”.

La novela de John le Carré está repleta de referencias a esta economía cadáver soviética, con informaciones captadas a pie de calle, desde la experiencia de cualquier occidental que, en aquellos años, visitara la URSS. Barley escucha, por ejemplo, cómo intelectuales soviéticos debaten sobre…

“… si la ‘perestroika’ estaba ejerciendo algún efecto positivo en las vidas de las personas corrientes, y cómo, si realmente quería uno saber qué era lo que marchaba mal en la Unión Soviética, la mejor forma de averiguarlo era tratar de enviar un frigorífico desde Novosibirsk hasta Leningrado”.

LOS RUSOS SE HARÁN AMERICANOS

Son esos años en los que la economía de la URSS realmente ya no funciona, mientras el propio país no sabe hacia dónde se encamina, aunque John le Carré acierta en su pronóstico y lo pone en boca del científico disidente, tal y como lo cuenta Blair:

“Dice [el disidente] que la desdicha de los rusos es que anhelan ser europeos, pero que su destino es hacerse americanos, y que los americanos han envenenado el mundo con lógica materialista. Si mi vecino tiene un coche, yo debo tener dos coches (…). Si mi vecino tiene una bomba, yo debo tener una bomba más grande y en mayor número, sin que importe que no puedan llegar hasta sus objetivos. Así que todo lo que tengo que hacer es imaginar el cañón de mi vecino y duplicarlo y tengo la justificación para cualquier cosa que quiera fabricar”.

 Veinticinco años después de que se escribiera esta novela (en 1989, el año de la caída del Muro de Berlín), se ha cumplido este pronóstico y los rusos están haciéndose cada vez más americanos, igual que su economía, aunque los desmanes de Putin, la corrupción y la ley del más fuerte hagan que, por ahora, Rusia se parezca todavía a la primaria economía americana de la era del Far West. Unos síntomas que ya se sentían en los tiempos de descomposición soviética y corrupción de la clase dominante que nos narra “La Casa Rusia”:

“Según un proverbio muy popular por aquí, si robas, roba un millón; si jodes, jode con una reina”.

Lo dice un taxista moscovita, para reflejar lo que más tarde Barley Blair contempla en un lujoso restaurante abierto en Leningrado “en régimen de cooperativa, siendo este el eufemismo a la sazón utilizado para designar un negocio privado”. En ese novedoso negocio, el espía/editor y sus acompañantes consiguen una buena mesa:

“Y en torno a ellos se sentaba la Rusia que Barley siempre había odiado pero que nunca había visto: los no tan secretos zares del capitalismo, los advenedizos industriales y consumidores ostentosos, los ricachones y especuladores del Partido, sus enjoyadas mujeres que apestaban a perfumes occidentales y a desodorante ruso…”

 Los cachorros de la era Putin comenzaba a tomar posiciones, como reflejo de lo que, según Katya, opinaba su padre:

“Los zares rojos harían exactamente lo que les diera la gana, dijo [el padre de Katya, durante una discusión sobre si los tanques soviéticos entrarían en Checoslovaquia], como lo habían hecho los zares blancos. Vencería el sistema porque el sistema siempre vencía y el sistema era nuestra maldición”.

Lamentablemente, el padre de la protagonista acertó: los tanques rusos aplastaron la llamada “Primavera de Praga” y el “sistema” siguió siendo la maldición soviética, entre otras cosas porque el otro sistema, el económico, tampoco funcionaba, como le dice a Barley Blair el consejero de Economía de la embajada británica en Moscú:

“Aquí todo es apariencia, ya sabe. Rara vez, pero rara vez, se llega a una transacción real. La idea del beneficio como motivo impulsor, la posibilidad de algo parecido a la diligencia, son cosas totalmente desconocidas para ellos. Todo es remolonear y rascarse unos a otros los ya sabe qué. La imposible combinación, digo yo siempre, de ociosidad incurable unida a visiones inalcanzables (…). No se concede crédito, ni nadie lo pide. ¿Cómo consiguen dominar, pregunto yo, una economía edificada sobre la pereza, el tribalismo y el paro latente? Respuesta: ¡No lo consiguen!”.

En un sistema en el que aún perviven detritus de una economía que, a falta de otros recursos, tiene hasta “fábricas para los muertos”, como la que el científico disidente había descrito a Katya:

“Recordó cómo le había hablado él de visitar un depósito de cadáveres en Siberia, una fábrica para los muertos, situada en una de las ciudades fantasma en que trabajaba. Cómo los cadáveres salían por una rampa y eran pasados por una plataforma giratoria, hombres y mujeres mezclados, para ser rociados con mangueras de agua y rotulados y despojados de su oro por las viejas mujeres de la noche.”

 Todo un símbolo de una economía cadáver rematada por la ruinosa carrera de armamentos y el auge de la corrupción.

LA DESCOMPOSICIÓN DEL IMPERIO

Quien quiera completar lo leído en esta novela con informaciones más periodísticas, auténticamente tomadas sobre el terreno, puede hacerlo con otro libro: igual que una obra literaria como “La Casa Rusia” nos ilustra sobre la realidad, una gran obra de no ficción nos la cuenta también con enorme calidad literaria, la que siempre tienen los grandes reportajes. Porque un gran reportaje es “El Imperio”, escrito en 1993 por el maestro de periodistas Ryszard Kapuscinski. En este inmenso (por lo largo, pero también por lo profundo) reportaje de más de 350 páginas, el magnífico periodista polaco nos narra el largo viaje que realizó entre 1989 y 1991 por la Unión Soviética ya en proceso de derrumbe, tras la caída del Muro de Berlín (precisamente ahora hace 25 años, el 9 de noviembre de 1989). “El Imperio” recoge también algunas de las primeras visitas de Kapuscinski a la URSS, entre 1939 y 1967. Y nos cuenta la descomposición del monstruo desde su mismo interior. Un proceso que culmina en la era de la perestroika:

“Para mí, la ‘perestroika’ fue el resultado de la convergencia de dos grandes procesos a los que se sometió a la sociedad del Imperio:
-un tratamiento masivo de dexintoxicación del miedo, y
-un viaje colectivo al mundo de la información”.

Pese a todo este proceso de reforma (perestroika), acompañado por el de la glasnost (transparencia), Kapuscinski nos narra lo que, en 1993, aún queda en Rusia del viejo sistema soviético:

“-La vieja ‘nomenklatura’, que continúa en el poder. Se trata de una burocracia que domina la administración del Estado, la economía, el ejército y la policía. Suma en total (…) unos dieciocho millones de personas (…).
-Quedan dos ejércitos inmensos: el ruso (que antes llevaba el nombre de Rojo) y la policía militar (…).
-Queda el poderosos KGB [de donde, para quien no se acuerde, surgió Putin] y la policía.
-Continúa en manos del Estado toda la industria pesada y mediana [incluida una industria militar que empleaba a dieciséis millones de personas] (…).
-El Estado sigue siendo propietario de la tierra”.

De algunos de estos lastres de la era soviética aún se están librando la Rusia moderna y algunas de las ex repúblicas de la desaparecida URSS. Y a todas ellas les aquejan las mismas gravísimas enfermedades, idénticas a las que afectan al resto del planeta:

“Al mundo lo amenazan tres plagas, tres pestes.
La primera es la plaga del nacionalismo.
La segunda es la plaga del racismo.
Y la tercera es la plaga del fundamentalismo religioso.
Las tres tienen un mismo rango, un denominador común: la irracionalidad, una irracionalidad agresiva, todopoderosa, total. No hay manera de llegar a una mente tocada por cualquier de estas plagas (…). Una mente tocada por semejante peste es una mente cerrada, unidimensional, monotemática y sólo gira en torno a un tema: el enemigo”.

 Nacionalismo. Racismo. Fundamentalismo religioso. Las plagas de que Ryszard Kapuscinski nos avisó hace ahora más de dos décadas, se manifiestan ahora con toda su crudeza y están en el germen de la mayor parte de las crisis sociales, políticas y, por supuesto, económicas que nos atenazan.

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Títulos comentados:

-La Casa Rusia. John le Carré, 1989. Penguin Random House, Barcelona, 2014.

El Imperio. Ryszard Kapuscinski, 1993. Editorial Anagrama, Barcelona, 2007.

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