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La Rusia de los amigos de Putin (y 2): el asalto mafioso a la economía

Fotografía: © M.M.Capa

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“En una sociedad donde la combinación de burocracia esclerótica e incompetencia pura y dura ha hecho que se atasquen todos los engranajes, el mercado negro es el único lubricante. La URSS funcionó con ese lubricante a lo largo de toda su historia y dependió totalmente de él en los últimos diez años. A partir de 1991, la mafia, que ya controlaba el mercado negro, lo único que hizo fue salir del escondrijo para expandirse. Y desde luego que lo hizo, pasando rápidamente de las áreas de fraude organizado normales –alcohol, drogas, protección, prostitución– a todas las facetas de la vida. Lo más impresionante fue la rapidez y crueldad con que se llevó a cabo el virtual asalto de la economía”.

 “El grupo criminal en el círculo de Putin ha aprendido a manipularle”. Lo dice Mijaíl Jodorkovsky, magnate ruso exiliado en Gran Bretaña, en una entrevista publicada por el “EL PAÍS” el 21 de marzo. Esto fue sólo tres días después de que Vladímir Putin arrasara en las elecciones presidenciales y se asegurara que seguirá en el poder hasta 2024 (acumulará así sólo cinco años menos que los 29 que estuvo Stalin al frente de la URSS). Y todo ello, mientras arrecia la guerra diplomática occidental contra Moscú por el envenenamiento de un ex espía ruso y su hija en territorio británico. Y mientras vuelven a volar los misiles occidentales sobre el dictatorial régimen sirio que, con el apoyo de Putin, sigue gaseando y bombardeando a sus propios ciudadanos.

Que la mafia y otros círculos criminales sobrevuelen el poder político no es noticia. Pasa en casi todas partes. En el libro que acaba de publicar sobre Donald Trump, el ex director del FBI James Comey afirma que “estar con él me traía recuerdos de cuando era fiscal antimafia”. Pero en Rusia, esta simbiosis entre mafiosos y gobernantes es especialmente intensa y viene de antiguo. Lo comentamos en el anterior artículo de esta bitácora (http://wp.me/p4F59e-8r), dedicado a una interesante obra de Frederick Forsyth: “El Manifiesto Negro”. Escrita en 1996, la novela hace un ejercicio de política ficción y se ambienta en 1999 para narrar la historia de un xenófobo, racista y mafioso candidato a las presidenciales rusas del año siguiente. Las primeras que, por cierto, ganó Putin tras la dimisión de Boris Yeltsin.

En la novela no se cita a Putin en ningún momento, quizás porque en 1996 aún no era muy conocido, pese a su pasado en el KGB, que prolongó en el organismo que lo sucedió, el Servicio Federal de Seguridad, del que fue nombrado director en 1998. Pero sí aparecen en el libro de Forsyth otros inquietantes altos cargos de ambos servicios, por no hablar del aún más inquietante líder político populista: Igor Komároz, un sujeto que se presenta a las elecciones respaldado por ingentes capitales de origen mafioso y con un programa oculto nazi y supremacista (ese “Manifiesto Negro” que da título a la novela) que podrían firmar los mismísimos Adolf Hitler o Joseph Stalin.

Tras describir cómo la mafia se infiltró en la economía soviética durante los últimos años de la URSS (véase artículo anterior de este blog), “El Manifiesto Negro” cuenta cómo esa infiltración fue aún más intensa con el nacimiento de la nueva Rusia tras la caída del Muro de Berlín.

CONQUISTA EN TRES FASES

Ese “asalto de la economía” al que aludíamos al principio de este artículo, fue posible para la mafia gracias a tres factores muy bien descritos en la novela:

“El primero fue la capacidad para una violencia brutal e inmediata que la mafia rusa exhibía cuando sus planes se veían obstaculizados de alguna manera, una violencia que habría dejado en pañales a la Cosa Nostra norteamericana (…). El segundo fue la impotencia de la policía. Escasa de dinero y de plantilla, sin experiencia (…), la milicia no daba abasto. El tercero fue la endémica tradición rusa de corrupción”.

Y este último factor, el de la corrupción, fue alentado a su vez por un componente puramente económico:

“A ello contribuyó la inflación galopante que se desató en 1991 para consolidarse alrededor de 1995. Bajo el comunismo el tipo de cambio estaba en dos dólares americanos por rublo, cosa ridícula y artificial en términos de poder adquisitivo, pero vigente dentro de la URSS, donde el problema no era la falta de dinero sino de bienes. La inflación acabó con los ahorros y dejó en la pobreza a los trabajadores con salario fijo. Cuando la semanada de un policía urbano vale menos que los calcetines que lleva es difícil persuadirle de que no acepte un billete metido dentro de un carnet de conducir evidentemente falso”.

Con todo esto jugando a su favor, la mafia rusa penetró con rapidez en los negocios legítimos, hasta el punto de hacerse con el control del 40 por ciento del producto interior bruto:

“La Cosa Nostra americana tardó una generación en comprender que los negocios legítimos, conseguidos con las ganancias del chantaje, servían para incrementar las ganancias y blanquear el dinero. Los rusos lo comprendieron en sólo cinco años y en 1995 controlaban el 40 por ciento de la economía nacional (…). El problema era que se habían excedido. Hacia 1988, la codicia había resquebrajado la economía de la que vivían. En 1996 una parte de la riqueza rusa por valor de 50.000 millones de dólares, principalmente en oro, diamantes, metales preciosos, petróleo, gas y madera, estaba siendo robada y exportada ilegalmente. Las mercancías se compraban con rublos prácticamente desvalorizados, e incluso así a precios de liquidación, por los burócratas que controlaban los órganos del Estado, y se vendían en el extranjero a cambo de dólares. Algunos de estos dólares eran después reconvertidos en millones de rublos al objeto de seguir financiando sobornos y crímenes. El resto quedaba a buen recaudo en el extranjero”.

Frederick Forsyth dedica también páginas brillantes a narrar la penetración mafiosa en la banca: cómo se pasó del único banco de la época comunismo, el Narodny o Banco del Pueblo, hasta los más de 8.000 surgidos con la ebullición capitalista; cómo muchos de estos quebraron o simplemente se esfumaron con el dinero de los depositantes, hasta que a finales de los noventa no quedaron más que “unos cuatrocientos bancos más o menos fiables”; o cómo lograba mandar en ellos la mafia:

“La banca no era una ocupación segura. En diez años más de cuatrocientos banqueros habían sido asesinados, normalmente por no ceder por completo a las exigencias de los gánsteres de préstamos sin aval y otras formas de cooperación ilegal”.

LA POSVERDAD ANTES DE PUTIN

Y para dejar bien claro que no hay nada nuevo bajo el Sol, “El Manifiesto Negro” se ocupa detenidamente de eso que antes llamábamos mentira y que ahora se llama posverdad. Y demuestra que no hay que esperar a uno de sus principales impulsores recientes, el nuevo zar Putin, para encontrarla mucho antes en la política rusa. Boris Kuznetsov, el jefe de propaganda del partido ultraderechista de Komároz, sabe bien cómo manejar esa posverdad:

“Durante su estancia en Estados Unidos Kuznetsov había estudiado y quedado impresionado de cómo unas relaciones públicas llevadas con habilidad y competencia podían generar el apoyo de las masas incluso a las más estrepitosas tonterías (…). Kuznetsov veneraba el poder de la oratoria para persuadir, disuadir, convencer y por último vencer toda oposición. Que el mensaje fuera mentira era irrelevante. Como los políticos y los abogados, él era un hombre de palabras, convencido de que no existía problema que éstas no pudieran resolver”.

Se puede generar el apoyo de las masas a “las más estrepitosas tonterías” y es irrelevante que el mensaje sea mentira. ¿Les suena? Pues pueden leer más sobre esto en una novela como “El Manifiesto Negro”, escrita dos décadas antes del Brexit, de la llegada de Trump a la Casa Blanca, del nuevo zarismo rampante de Putin y de las fantasías carlistas que sueñan con una república burguesa independiente con capital itinerante (de Bruselas a Berlín, pasando por Soto del Real y Extremera).

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Título comentado:

-El Manifiesto Negro. Frederick Forsyth, 1996. Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1998.

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Economía y religión (1): Cómo reclutar herejes entre los excluidos

Fotografía: © M.M.Capa

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“Las herejías son siempre expresión del hecho concreto de que existen excluidos. Si rascas un poco la superficie de la herejía, siempre aparecerá el leproso. Y lo único que se busca al luchar contra la herejía es asegurarse de que el leproso siga siendo tal. En cuanto a los leprosos, ¿qué quieres pedirles? ¿Que sean capaces de distinguir lo correcto y lo incorrecto que pueda haber en el dogma (…)? Estos son juegos para nosotros, que somos hombres de doctrina. Los simples tienen otros problemas. Y fíjate que nunca consiguen resolverlos. Por eso se convierten en herejes”.

Un término económico de tan rabiosa actualidad como “excluidos” aparece en la misma línea que “herejía”, un concepto ligado a la religión. Y ambos los relaciona un monje del siglo XIV, tiempo de abundantes herejías e incluso de un doble papado (en Roma y en Aviñón). Quien explica cómo los leprosos, los simples y los excluidos suelen ser tachados de herejes, porque son la carne de cañón de cualquier supuesto líder religioso que en realidad busque poder político y económico, es Guillermo de Baskerville: el franciscano-detective protagonista de “El nombre de la rosa”, la mejor novela de Umberto Eco.

Leí “El nombre de la rosa” hace más de treinta años, al principio de la mili y mientras intentaban, en vano, que aprendiera a desfilar bajo una bandera. El reciente fallecimiento de Umberto Eco, el 19 de febrero de 2016, me llevó a buscar de nuevo la obra, ya bastante amarillenta, en mi biblioteca. Su lectura volvió a atraparme como la primera vez. Y en esto, el 22 de marzo, estallaron las bombas yihadistas en Bruselas. Economía, religión y violencia volvían a formar esa trágica trinidad que, junto con la reivindicación de la risa y del conocimiento, es la auténtica protagonista de esta fabulosa novela. Una obra más actual que nunca en este siglo XXI cuyas convulsiones no envidian a las de hace setecientos años. Es el momento, pues, de iniciar una serie de artículos sobre economía y religión en la literatura.

“El nombre de la rosa” es un compendio de sabiduría sobre los libros, el conocimiento, las pasiones humanas y –lo que más nos interesa en esta bitácora digital– las perversiones económicas que ocultan todas las religiones. Ya saben lo que opino –y lo dije tras los atentados en París– de quien esgrime la guerra santa como un medio de movilizar fuerzas que en realidad no luchan por la fe, sino por sustancias mucho más oscuras, como el petróleo. Es algo parecido a lo que Umberto Eco expresó a través de su monje franciscano:

“Una guerra santa sigue siendo una guerra. Quizás por eso no deberían existir guerras santas”.

Y menos aún cuando, lejos de ser santas, en realidad son económicas, y llaman a combatir supuestas herejías, o a sumarse a ellas, por motivos nada santos:

“Y digo que muchas de esas herejías, independientemente de las doctrinas que defienden, tienen éxito entre los simples porque les sugieren la posibilidad de una vida distinta. Digo que en general los simples no saben mucho de doctrina (…). La vida de los simples (…) no está iluminada por el saber (…). Además, es una vida obsesionada por la enfermedad y la pobreza, y por la ignorancia (…). A menudo, para muchos de ellos, la adhesión a un grupo herético es sólo una manera como cualquier otra de gritar su desesperación. La casa del cardenal puede quemarse porque se desea perfeccionar la vida del clero, o bien porque se considera inexistente el infierno que éste predica. Pero siempre se quema porque existe el infierno en este mundo». 

El infierno que existe en este mundo se llama exclusión. Es el centro de reclutamiento más fructífero para atrapar esos simples que, de nuevo según fray Guillermo, «son carne de matadero: se los utiliza cuando sirven para debilitar al poder enemigo, y se los sacrifica cuando no sirven”.

¿Dónde reclutan los del Daesh a sus fanáticos suicidas? ¿En Pozuelo de Alarcón, la ciudad española con mayor renta per cápita? No. Es más fácil hacerlo en los infiernos de la exclusión. En Ceuta, en Melilla, en Molenbeek o en esa Banlieu parisina que, como tantos otros guetos occidentales, nos hemos dejado en el furgón de cola del tren de la democracia, el desarrollo y la cultura en nuestra imperfecta Unión Europea… Ahí están los simples, los económicamente excluidos, los leprosos de nuestra economía unidireccional y de pensamiento único. Por eso ahí, los otros, también adictos a su propio pensamiento económico único, les engañan para combatir a la herejía del cristiano o infiel. O para sumarse a su particular herejía que pervierte el islam y en la que las cosas no suceden porque Alá lo quiere, sino porque lo quieren los nuevos señores feudales del petróleo. Que son exactamente iguales que los de antes y no muy diferentes de quienes estimulaban guerras de religiones en los tiempos de Guillermo de Baskerbille.

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Título comentado:

-El nombre de la rosa. Umberto Eco, 1980. Lumen, Barcelona, novena edición, octubre de 1984.

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Fumanchú, disfrazado de periodista económico, culpable del hundimiento bursátil chino y mundial

¡Qué no cunda el pánico! Las bolsas chinas y del resto del mundo no se desplomaron en agosto y septiembre (un primer susto que no ha dejado de repetirse hasta ahora) por culpa de los malos datos económicos del gigante asiático, ni por su burbuja financiera, ni por el peculiar intervencionismo de Pekín en unos mercados mal regulados, ni por su burda manipulación del yuán… (unos factores que han empeorado desde entonces). Nada de eso. Todo fue culpa del malvado Fumanchú, quien, hábilmente disfrazado de periodista económico, se inventó falsas informaciones que causaron el crak. Por suerte, tan nefasto personaje ya está detenido y ha confesado sus crímenes. 

La Bolsa española sufrió hace tres décadas una curiosa plaga: la de los sobrecogedores. Se denominaba así a ciertos especímenes no porque dieran miedo y sobrecogieran por lo feos que eran o por las pésimas crónicas bursátiles que publicaban, sino porque estaban acostumbrados a “coger sobres” de determinadas empresas cotizadas. A cambio de ese “sobre” (concepto económico revitalizado en los últimos tiempos gracias a Bárcenas, la Gürtel, la Púnica, el 3 por ciento trincado por el partido de Artur Mas o por los del PP valenciano, etc., etc.), estos falsos periodistas dejaban caer en sus artículos, columnas e incluso noticias determinadas falsas informaciones que intoxicaban a los inversores y movían las cotizaciones… siempre a favor, lógicamente, de quien había rellenado el sobre con un fajo de billetes verdes (eran tiempos de la peseta, ya saben).

Estamos hablando de años en los que aún no había ni Ley del Mercado de Valores, ni CNMV, ni Ibex, ni Sistema Continuo; eran tiempos en los que la Bolsa de Madrid estaba llena de agentes y barandilleros. Se llamaba así a los inversores que acudían al parqué y, desde la barandilla que lo rodea, daban sus órdenes a voces y comentaban todo lo que ocurría en el mercado. El barandillero es, por cierto, otra especie que pasa al olvido, pues la rectora de Bolsas y Mercados Españoles cerró, desde el verano de 2015, el acceso a la docena de nostálgicos jubilados que aún se movían por allí para recordar otros tiempos y pasar la mañana rodeados del lujoso ambiente del parqué, pese a que las operaciones ahora se realicen en el infinito ciberespacio.

En aquellos años, en un mercado estrecho, escasamente regulado y con muy pocos valores, era relativamente fácil que un rumor, sobre todo si se plasmaba en los periódicos de otra forma (opinión, supuesto análisis, noticia interesada, etc.), pudiera mover los precios. De hecho, alguno de estos sobrecogedores expertos en redactar al dictado de la voz de sus amos fueron invitados a dejar sus redacciones, so pena de ser puestos en manos de las autoridades cuando se descubrió que escribían no para informar, sino para mover los precios y llevarse su comisión metida en un sobre. Incluso intervino en el tema, muy acertadamente, la Asociación de Periodistas de Información Económica (APIE), el único club que ha tenido la osadía de admitirme entre sus dignos miembros y que me ha hecho incumplir lo que dictó uno de mis maestros, Groucho Marx: “Nunca formaré parte de un club que me admita como socio”. La APIE promulgó un código ético, expulsó a algunos de estos temidos sobrecogedores y determinó estrictas normas para que sólo engrosaran sus filas periodistas económicos de verdad.

Todo este rollo nostálgico viene a cuenta de que el régimen chino encarceló el verano pasado a un colega: el periodista Wang Xialou, reportero de la revista financiera Caijing, que dio con sus huesos en la cárcel y admitió ­–en unas declaraciones televisadas el 31 de agosto al más puro estilo maoista– las serias acusaciones de “inventarse y distribuir información falsa” sobre los mercados de valores y de ser, por tanto, uno de los culpables del desplome bursátil de agosto y principios de septiembre (y eso que publicó su sospechosa información el 20 de julio, siete días antes del primer susto de la bolsa china este verano). El batacazo fue considerable no sólo en las bolsas chinas, sino también en las del resto del mundo. Sólo en agosto, los mercados europeos sufrieron la mayor caída desde mayo de 2012, cuando, en plena crisis de la eurozona, más de cinco billones de euros escaparon de la renta variable mundial. Y ya ven  como comienza 2016, coincidiendo, por cierto con el Año Nuevo Chino, el Año del Mono Rojo (a lo mejor es por el color de las pérdidas que arrasan las bolsas de todo el mundo en este terremoto con epicentro en Pekín).

Resulta que, después de investigar a los brókers, de buscar responsables y conspiradores por todas partes, el gobierno chino encontró otro culpable: ese pobre periodista que, seguro, ni siquiera es tal, sino un títere de Fumanchú, o el mismísimo Fumanchú disfrazado, dispuesto, como siempre, a dominar el mundo. Y, para ello, nada mejor que dominar la materia prima más preciada: la información.

 

Mejor un robot que un periodista

¡Pobre e ingenuo Fumanchú! No sabe nada ni de sobrecogedores, ni de medios de comunicación. Por supuesto que los mercados se manipulan desde los medios de comunicación y, sobre todo, desde ese maremágnum sin fondo que llamamos, así, en mayúsculas, la Red (quizás porque hemos caído todos dentro como pececillos indefensos). Pero… ¡usar a un pobre periodista económico! Lo que debería haber hecho el malvado oriental es contratar los servicios de uno de esos implacables robots, sin sentimientos ni emociones, capaces de mover los mercados con infinita más rapidez y contundencia que un simple periodista. Si no lo creen, lean estas tres citas, extraídas de la estupenda novela “El índice del miedo”, de Robert Harris:

“El lenguaje desató el poder de la imaginación, y con él llegaron el rumor, el pánico, el miedo. En cambio, los algoritmos no tienen imaginación. No les entra pánico. Y por eso son tan perfectamente apropiados para operar en los mercados financieros”.

“El aumento de la volatilidad del mercado (…) es una función de la digitalización, que está exagerando los cambios de humor de los humanos mediante una difusión de información sin precedentes a través de internet”.

“(…) las entidades artificiales autónomas de desarrollo libre deberían ser consideradas potencialmente peligrosas para la vida orgánica, y deberían permanecer confinadas en algún tipo de instalación de contención, como mínimo hasta que lleguemos a comprender plenamente su verdadero potencial (…). La evolución sigue siendo un proceso interesado, y los intereses de organismos digitales confinados podrían entrar en conflicto con los nuestros”.

Fumanchú no debería haber usado a un periodista, sino a uno de los robots como el que Harris describe en su novela, un algoritmo diseñado como sistema de trading pero que adquiere vida propia, comienza a tomar sus propias decisiones e incluso –como el monstruo de Frankenstein– se rebela contra su propio creador (puede leer más sobre este tema en  http://economiaenlaliteratura.com/los-robot-que-mueven-los-mercados-y-nos-mueven-a-nosotros/).

Aunque, en realidad, no le hacía falta utilizar uno de estos especímenes cibernéticos. Los robots ya estaban actuando incluso antes de que el periodista detenido publicara algo al respecto. Porque, mientras muchos llevaban buena parte del año distraídos mirando a la enésima mini-crisis griega, era en China y, en general, en las economías emergentes, donde se estaba cocinando el siguiente crak.

China hace lo que quiere… y así nos va

Pero al margen de la multidud de indicadores de enfriamiento económico en el gigante asiático y en otras economías emergentes (ahora en inmersión), y al margen también del impacto producido en los mercados por culpa del desplome del petróleo, el auténtico problema con China es otro: que sus autoridades hacen lo que les da la gana y nosotros miramos hacia otra parte para caerles simpáticos y que nos compren el Edificio España, el Atlético de Madrid y si pudiera ser, por favor, el aeropuerto de Ciudad Real, el de Castellón o ese macro-puerto carísimo que han construido en Coruña y que no sirve más que para criar percebes porque parece que está mal diseñado para que atraquen en él grandes navíos y encima, como todo, está saliendo infinitamente más caro de lo presupuestado… Total, ¿no han comprado ya los chinos el emblemático puerto del Pireo?

Las bolsas chinas han llegado a tener noventa millones de pequeños accionistas, cantidad espeluznante incluso para tales mercados, sobre todo si se compara con los ochenta millones de población de Alemania o los también ochenta millones que tiene el mayor partido político del mundo… el Partido Comunista Chino, por supuesto, donde tardas diez años en ser admitido, pues son también algo marxistas (de Groucho, no de Karl) y no te dejan entrar hasta que no demuestras durante una década tu pureza ideológica, que te habilita para formar parte de una élite que reina sobre la política, la economía y, faltaría más, sobre las finanzas chinas. Al ser del partido (y entramos ahora a una de las raíces del problema), se te abren todas las puertas, te conviertes en “el puto amo” (y disculpen tan castiza expresión) de cualquier cosa a la que te acerques. Y esto, siendo China uno de los países más corruptos del mundo, es el no va más.

Por eso, detener periodistas, brókers, directivos del mercado y demás posibles conspiradores supuestamente empeñados en hacer caer las bolsas (doscientas detenciones reconoció el Gobierno desde el primer desplome bursátil, del 27 de julio, hasta mediados de septiembre de ese año) nunca va  a ser la solución ni el modo de regular mejor el mercado.

Como explicaba el Nobel Paul Krugman en un artículo publicado el 16 de agosto (“Las torpezas bursátiles de Pekín”, suplemento Negocios del diario El País), “los líderes de China siguen suponiendo que pueden dar órdenes a los mercados y decirles los precios que deben alcanzar. Pero las cosas no funcionan así”.

De ahí que se empeñen en lanzar campañas para animar las cotizaciones (que habían subido un 150 por ciento desde principios de 2014, en una clara burbuja que antes o después explotaría), anunciar compras masivas de acciones con fondos públicos, acusar de operaciones especulativas a los operadores, poner coto a las operaciones en corto plazo, intervenir burdamente en el mercado de divisas con una devaluación del 4 por ciento en el yuan dictada por decreto en pleno verano… Y todo ello, mientras su crecimiento económico se aleja de las tasas de dos dígitos necesaria para seguir creando empleo y mantener un cierto orden social, se enfrían los indicadores de producción industrial, caen las exportaciones por el frenazo de sus principales socios (sobre todo la Unión Europea) y el Partido Comunista Chino (que de comunista tiene tanto como de seguidor de ninguno de los dos Marx, ni Karl ni Groucho) sigue manteniendo una estructura de poder absolutista, un absoluto desprecio de los derechos laborales (algún famoso empresario español dijo no hace mucho que aquí deberíamos trabajar como los chinos, supongo que para pagarnos como a los chinos y tratarnos como a los chinos), un nulo interés por la defensa del medio ambiente y una generalizada corrupción que llena de Ferraris los garajes de los “hijos del Partido”. ¿Qué importa que explote una fábrica en medio de una ciudad de diez millones de habitantes, mueran más de cien personas y se genere una nube tóxica? ¿Detienen a un montón de funcionarios corruptos y empresarios corruptores? Menos mal, porque la catástrofe del 12 de agosto en Tianjin ya era la explosión fabril número 26 en lo que iba de año en China.

Mientras, los 168 millones de trabajadores chinos comienzan a tener ideas propias, a movilizarse… Y eso que no saben que su economía dedica un elevado porcentaje a la inversión y uno muy bajo al consumo, con lo cual está repartiendo muy mal los frutos del crecimiento. Por no hablar del intervencionismo y, de nuevo, de la corrupción que florece por doquier.

China sigue haciendo, en definitiva, lo que le da la gana en lo político, lo social, lo laboral, lo medioambiental… Pero los mercados, equipados de potentes e inteligentes robots, ya lo saben y actúan en consecuencia. Lo malo es que, al disparar órdenes de vender masivamente unos activos bursátiles chinos sobrevalorados, arrastran a los del resto del mundo, pues no olvidemos que el PIB del gigante asiático supone el 15 por ciento del mundial. Y, mientras, los gobernantes pseudocomunistas y pseudomarxistas de Pekín siguen persiguiendo a la sombra de Fumanchú… o disparando contra el de siempre, contra el pobre mensajero. Y es que los periodistas, antes o después, siempre tenemos la culpa de todo lo que contamos. Porque de lo que no contamos… mejor no hablar.

 

 

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Cómo crear un Estado Islámico: nada es verdadero, todo está permitido

Fotografía: © M.M.Capa

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“Los fedayines serán iniciados en un saber secreto: les enseñaré que el Corán es un libro enigmático que debe ser interpretado con la ayuda de cierta clave. Pero a los deyes, por encima de ellos, les enseñaremos que el Corán no encierra ningún secreto mencionable. Y si éstos se muestran dignos de acceder al último grado, les revelaremos el terrible principio que gobierna todo nuestro edificio: ¡nada es verdadero, todo está permitido…! Respecto de nosotros, que sujetamos los hilos de toda la maquinaria, guardaremos nuestros últimos pensamientos para nosotros mismos”.

Pocos días después de la matanza de París del 13 de noviembre de 2015, conviene recordar cómo se crea un Estado con el falaz adjetivo de “islámico” o “confesional”, sea cual sea la religión que utilice. Sí: utilizar es el verbo correcto. Porque cualquiera que ponga juntos estos dos términos, Estado+religión equis (islámica, católica, judía… me da lo mismo), tiene absolutamente claro que para conseguir el poder de un Estado, es más fácil utilizar una religión, a ser posible monoteísta. Lógico: es más sencillo ser califa (como se proclama el líder del Estado Islámico o Daesh) que presidente de Gobierno o de la República. El califa, líder a la vez político y religioso (como los habituales en otros vecinos del Daesh, que van de estados aliados de occidente pero son casi igual de medievales), sólo responde ante “su” dios; el presidente del Gobierno o de la República (me gusta ponerla con mayúscula como homenaje a la República por excelencia, la República Francesa) debe responder ante las urnas.

Cierto, también los gobiernos democráticos tienen que responder ante fuerzas no tan democráticas (como, en ocasiones, las de los mercados), pero nunca deben perder de vista a los ciudadanos. Pero un califa: ¡menudo chollo! Su ley está escrita en un libro (el Corán, la Biblia, la Torá o el Talmud…) cuya correcta interpretación y aplicación él mismo se atribuye en exclusiva. Un libro que utiliza a su antojo para redactar leyes terrenales (¿dijo algo Mahoma de que las mujeres no deben conducir automóviles?). Y esto, utilizar las cosas de Dios para meterse en las del Estado, lo prohibió alguno de esos mismos libros. ¿O no es cierto que Cristo dijo: “Dad al César lo que es del César… y a Dios lo que es de Dios”?

Vladimir Bartol (1903-1967), esloveno, filósofo, psicólogo, biólogo e historiador de las religiones, fue un escritor maldito por los regímenes totalitarios de su tiempo. Sus obras, como “Alamut” (escrita en esloveno en 1938 pero luego traducida a multitud de idiomas), fueron perseguidas por ser cantos a la libertad. Curiosamente, esta novela comenzó a ser escrita en París y su primera edición fue dedicada a Benito Mussolini. El autor se permitió esta sarcástica dedicatoria para hacer burla a todos los dictadores de su tiempo. Si Bartol hubiera escrito “Alamut” en este siglo o a finales del pasado, los radicales falsamente islámicos le hubieran perseguido como a Salman Rushdie.

EL HACHÍS, ARMA POLÍTICA
Alamut fue una inexpugnable ciudadela en las montañas al norte de Irán, donde Hassan Ibn Saba se convirtió en el líder de los ismaelitas nizaríes y creó la secta de los hashshashín, de donde deriva la palabra “asesinos”. Pero su origen etimológico es más, digamos, campestre: deriva de hashish, lo que ahora conocemos como hachís. Porque esta droga era la que utilizaba Hassan para adormecer a sus pupilos y hacer que despertaran en un jardín repleto de huríes, donde, merced a ese “milagro”, gozaban momentáneamente del Paraíso prometido por el Profeta. Luego, les volvía a drogar y, cuando despertaban, les enviaba a perpetrar algún asesinato político. Los fedayines partían encantados hacia el martirio, pues soñaban que así regresarían a ese paraíso que habían probado durante breves horas en los jardines secretos de Alamut. Era la forma de hacer su guerra santa contra el entonces poderoso Imperio Turco y contra las otras corrientes del Islam. Los nizaríes eran una rama de los ismaelitas, a su vez desgajados de los chiitas, minoritarios frente a los sunitas, corriente mayoritaria del Islam en la que se encuadran los líderes del Estado Islámico (y de casi todos los Estados igualmente islámicos de la zona, salvo el Irán chiita). Y ya vemos que estos supuestos líderes religiosos sunitas de Daesh igual ordenan asesinatos masivos en París que en barrios chiítas del Líbano (más de 40 muertos en un mercado de Beirut, un día antes de los 132 de la capital francesa), lo mismo que antes mandaron ametrallar una revista satírica también en la capital francesa. Siguen los pasos de sus colegas –y ahora rivales: no hay petróleo para todos– de Al Queda, tan aficionados a estrellar aviones en Nueva York o hacer estallar trenes en Madrid… En fin, lo de siempre desde que los falsos religiosos se empeñan en matar a todo el mundo para conquistar poder, o en matarse entre ellos por lo mismo, pero con la excusa de determinar quién era el auténtico sucesor de Mahoma y quién sabe interpretar mejor el Corán.

Vemos que esta técnica de enviar asesinos descerebrados por una u otra droga se inventó en el primer milenio de nuestra era: se cree que Hassan nació en torno al 1034, y murió en Alamut en el 1124, un siglo antes de que la fortaleza fuera conquistada y arrasada por los mongoles, quienes, por supuesto, quemaron también todos los libros escritos por Hassan. Así que, en realidad, sólo conocemos sus actos por las crónicas que sobre él escribieron sus numerosos enemigos. Con esas fuentes, y con su profundo conocimiento de las religiones, Vladimir Bartol escribió su fabulosa novela histórica… donde se narran tan brillantemente los fundamentos de este mecanismo diabólico: el líder, aspirante a califa y jefe de Estado, se vale de pobres ignorantes –a quienes droga con hachís o con promesas paradisiacas–, pero él sabe muy bien que “¡nada es verdadero, todo está permitido…!”.

GUERRA ECONÓMICA, NADA DE SANTA
Lo sabían Hassan y sus lugartenientes, pero no los fedayines, los pobres pringados que se lanzan al martirio en esa supuesta guerra santa. Que no es más que una guerra por el poder, porque quien controla el poder controla también las riquezas que están bajo el suelo (en este caso bajo las arenas) de cualquier Estado. Y ya he comentado, en esta misma bitácora, que lo que en realidad quieren los líderes del autodenominado Estado Islámico no es imponer la fe de Mahoma, sino lo mismo que quería Hassan: derrocar gobiernos (sobre todo gobiernos cercanos) para hacerse con el poder… y con las riquezas, en este caso, el oro negro (véase mi artículo sobre las guerras del petróleo: http://wp.me/p4F59e-4u). Y si, de paso, ganan una pasta en el mercado de futuros aprovechando antes que nadie los efectos del 11-S en las bolsas, mejor que mejor (véase, en este mismo blog, “Cómo el mundo cayó en la red”: http://wp.me/p4F59e-2L).

Todo el mundo sabe que estos nuevos asesinos se financian en los mercados, sobre todo en el del petróleo. Ya controlan amplias zonas productoras de Irak y Siria. Falta saber ahora qué intermediarios utilizan para colocar ese crudo en los mercados internacionales y conseguir así divisas con las que pagarse su particular estado. Porque el Islam y Dios (el que sea) les importan realmente poco.

Bartol lo expresa en palabras que pone en boca del propio Hassan. No sabemos si las dijo. Pero seguro que pensaba así:

“Ya no tenemos a nadie por encima de nosotros, salvo a Alá y su enigmático cielo. De ambos no sabemos casi nada y nunca sabremos nada más: es mejor pues cerrar para siempre el gran libro de las preguntas sin respuestas… Ahora quiero contentarme con este mundo tal como es. Su mediocridad me dicta la única conducta posible: inventar fábulas, lo más coloreadas posibles, que destinaremos a nuestros fieles hijos…”.

Con esta estrategia, Hassan redactó su particular constitución solemne para proclamar la independencia total frente al Estado ismaelita, y dictó a sus fieles que conquistaran fortalezas y territorios, porque…

“Una institución que quiera permanecer viva y firme no debe dejar de crecer jamás. Necesita estar siempre en constante movimiento y transformación, para poder conservar la agilidad de un cuerpo bien entrenado. He redactado un informe sobre las mejores plazas fuertes de nuestras comarcas (…). Conoces Siria [le dice a uno de sus lugartenientes]; sé que ya has visitado la fortaleza de Massiaf, ese otro Alamut (…). La confusión que reina en estos momentos en el país te permitirá llegar ante sus muros sin problemas (…). Massiaf caerá. Fundarás allí una escuela de fedayines sobre el modelo de Alamut”.

Siria, confusión en el país, escuelas de fedayines… Sucedió hace mil años y sucede de nuevo. Pero de religión, bien poco. Volvemos a los pensamientos de Hassan, en la pluma de Vladimir Bartol:

“No sabemos nada en firme. Por encima de nosotros las estrellas están mudas. Estamos reducidos a hipótesis y nos entregamos a ilusiones. ¡Qué aterrador es el dios que nos gobierna¡”.

Por tanto, bajo esas estrellas mudas, todo está permitido. Hay que conquistar el poder y formar un Estado. Como sea. Así, los califas y sus lugartenientes se construirán su particular paraíso (petrolero) en la tierra. El fedayín reclutado en una banlieue de París o Bruselas, o en un suburbio de Madrid o de Melilla, que se crea las fábulas y muera por un falso paraíso.

Nada es verdad. Y, menos que nada, que esto sea una guerra santa. Estamos ante una guerra económica, y punto. Como todas desde la de Troya.

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Título comentado:

-Alamut. Vladimir Bartol, 1938. Salvat Editores, Barcelona, 1994.

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Caravana es mi patria…

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa

“A mí, Hasan, hijo de Mohamed el alamín, a mí, Juan León de Médicis, circuncidado por la mano de un barbero y bautizado por la mano de un papa, me llaman hoy el Africano, pero ni de África, ni de Europa, ni de Arabia soy. Me llaman también el Granadino, el Fesí, el Zayyati, pero no procedo de ningún país, de ninguna ciudad, de ninguna tribu. Soy hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía”.

Ya lo sé: lo que acaban de leer no parece en absoluto un texto con referencias económicas. Pero me da lo mismo. Es uno de los más bellos comienzos de un libro que he leído nunca. Y pertenece a una de las novelas más hermosas que he leído nunca: “León el Africano”. La publicó, en francés, en 1986 (el año en que España entró en Europa), el escritor libanés Amin Maalouf. Sería su salto a la fama y el primero de uno de sus magníficos y brillantes libros, sobre los que volveremos a menudo en esta bitácora digital.

Si me he decidido a comenzar por este vibrante primer párrafo es, sobre todo, por su belleza. Pero también porque es toda una declaración de intenciones que deberíamos no olvidar en estos tiempos de nuevas guerras de religión (que, como ya hemos comentado en este mismo espacio, no son tales, sino sucias guerras por el poder, el oro y el petróleo). Y, aunque no lo parezca, ese hermoso texto que abre “León el Africano” nos demuestra cómo deberíamos considerar nuestra vida (y también nuestras economías) en este mundo empeñado en levantar nuevas fronteras, sea en el brutal y terrorífico Califato Islámico, sea en esta innecesariamente compleja España con diecisiete parlamentos y gobiernos autónomos, sea en esta absurdamente paralizada Unión Europea que se resiste a convertirse en lo que debería ser de una vez: los Estados Unidos de Europa… Norte de África y Oriente Próximo. ¿Les parece raro? ¿Soñar es gratis, no? Y este es un maravilloso sueño… del que podemos disfrutar en esta gran novela.

“Caravana es mi patria [y ahí sí encontramos un concepto económico y comercial, el de esa caravana en continuo movimiento] y mi vida la más inesperada travesía”, nos dice este León, quien, como nos subraya en los párrafos siguientes, no pertenece a ningún país, aunque todas las lenguas y todas las plegarias le pertenecen:

“Mis muñecas han sabido a veces de las caricias de la seda y a veces de las injurias de la lana, del oro de los príncipes y de las cadenas de los esclavos. Mis dedos han levantado mil velos, mis labios han sonrojado a mil vírgenes, mis ojos han visto agonizar ciudades y caer imperios.

“Por boca mía oirás el árabe, el turco, el castellano, el beréber, el hebreo, el latín y el italiano vulgar, pues todas las lenguas, todas las plegarias me pertenecen. Mas yo no pertenezco a ninguna. No soy sino de Dios y de la tierra, y a ellos retornaré un día no lejano.”

La globalización en estado puro. La libertad. El internacionalismo. Todo ello lo encontraremos en este libro, que además nos ayudará a descubrir la historia y la profundidad de un Islam que no es, en absoluto, esa brutal falsa religión retrógrada que predican los ignorantes yihadistas y los enloquecidos y codiciosos líderes del Estado Islámico, cuyo único afán es controlar lo de siempre: el petróleo.

Pero como de oro negro ya hemos hablado en esta bitácora (véase el artículo “La eterna guerra del petróleo”, de 16 de septiembre: http://economiaenlaliteratura.com/la-eterna-guerra-del-petroleo/) volvamos a “León el Africano”, donde disfrutaremos no sólo de esencias históricas, religiosas y culturales, sino también económicas y políticas:

“Del mismo modo que en el pescado lo primero que se pudre es la cabeza, en las comunidades humanas la podredumbre se propaga de arriba abajo”.

En los últimos tiempos de los árabes en Granada, el padre del protagonista lanza esta advertencia contra la corrupción, a la que culpa del declive musulmán, en el que también intervienen otros factores que aún hoy día nos suenan actuales. El primero, olvidarse de las necesidades del pueblo:

“Cuando se es rico, en oro o en sabiduría, hay que tener miramientos con la indigencia de los demás”.

El segundo, el silencio:

“Los musulmanes no han flaqueado sino cuando el silencio, el miedo, la conformidad han oscurecido sus mentes”.

Mentes oscurecidas, al contrario de lo que ocurría cuando…

“… en los primeros siglos del Islam (…) eran incontables en Oriente los tratados de filosofía, de matemáticas, de medicina o de astronomía (…). En Andalucía también florecía el pensamiento y sus frutos eran libros que, pacientemente copiados, circulaban entre los hombres sabios desde la China hasta el extremo occidente. Y luego se les secó la mente y la pluma”. 

Y así, tras haber abierto a Europa las puertas del Renacimiento, comenzaba el declive musulmán: por el silencio que secó las mentes y las plumas. Un silencio que sigue atronando ahora en esos califatos del terror.

Pero nuestro protagonista, que va de Granada a África y luego a Europa, encuentra decadencia, moral y económica, en todas partes, particularmente en esa Roma del papa León X que le acoge al final de su vida:

“¡El tren de vida de los prelados de Roma cuesta sumas considerables y en esta ciudad de clérigos no se produce nada! Todo se compra en Florencia, en Venecia, en Milán (…). Para financiar las locuras de esta ciudad, los papas se han puesto a vender las dignidades eclesiásticas: a diez mil, a veinte mil, a treinta mil ducados el cardenal. ¡Aquí todo se vende, hasta el cargo de camarlengo! ¡Y como seguía sin alcanzar, se han puesto a venderles indulgencias a los desdichados alemanes! ¡Si pagáis, se os perdonan los pecados! En resumen, lo que el Santo Padre intenta vender es el paraíso. Así ha comenzado la disputa con Lutero”.

Una lección de cómo hasta las grandes disputas religiosas suelen ocultar siempre factores económicos, miles de ducados que lo compran todo. No sorprende que, en un mundo que nos recuerda tanto al actual, esta novela recupere el consejo que…

“… la madre de un sultán de los tiempos antiguos dijo al nacer su hijo: No te deseo que tengas inteligencia, pues tendrás que ponerla al servicio de los poderosos; te deseo que tengas suerte, para que la gente inteligente esté a tu servicio”.

Más de un director de recursos humanos debería tomar buena nota. Así como más de un director de comunicación podría anotarse este otro comentario:

“Un hombre no es nunca pobre del todo mientras tiene lengua en la boca. Cierto es que me vendieron como esclavo, pero en la lengua no tenía cadenas. Me compró un negociante al que serví con lealtad, prodigándole consejo tras consejo, haciendo que aprovechara mi experiencia del Mediterráneo. Ganó tanto dinero de esta forma que al cabo del primer año me dio la libertad y me asoció a su comercio”.

Y añade otra referencia a la globalización que creemos tan moderna, pero que ha existido desde siempre, sobre todo para el dinero, para el capital, lo único que de verdad siempre se ha movido como ha querido por todo el mundo:

“Cuando ha podido uno hacerse rico en un país, le resulta fácil volver a ser rico en cualquier otra parte”.

Lo que, después de gozar de esta novela, nos da pie para comentar, de propina, otra: un librito (por lo breve y poco pretencioso) particularmente agradable por el modo en el que no sólo nos enseña las claves de ese Islam desconocido aún hoy día, sino también por cómo nos cuenta esa gran actividad comercial que agitaba el Mediterráneo a finales del siglo XVI.

¿PIRATERÍA O EXPORT-IMPORT?

El hispanista francés Bartolomé Bennassar es experto en el Siglo de Oro español y, en general, en la historia de los siglos XVI y XVII. Con semejante bagaje académico, escribió una breve novela histórica, “El galeote de Argel” (cuyo título original en francés era “Les tribulations de Mustafa de Six-Fours”), en la que nos narra la vida de un francés originario de Six-Fours, capturado por piratas argelinos a la edad de 14 años, esclavo en galeras berberiscas y convertido finalmente en próspero pirata, tras hacerse musulmán. Un hombre que al final de su vida se reconvierte en mercader, vuelve al seno de la cristiandad y escribe sus memorias. Y realmente parece que las escribe él mismo, ya que Bennassar logra impregnar toda la novela de un hermoso estilo arcaizante que parece salido de una pluma del siglo XVI.

Esta novela podría titularse hoy día algo así como “Guía del Islam –y del comercio internacional– para no iniciados”, porque de un modo tan sencillo como riguroso nos da muchas claves sobre la religión y las costumbres musulmanas. Pero también nos habla de cómo muchos de esos llamados “piratas de Berbería” eran, a su modo, pioneros en lo que hoy día llamamos negocios de “export-import”… que han hecho rico a más de un “pirata” moderno.

“Comerciaba con mil cosas [un mercader renegado veneciano, establecido en Argel, que compra como esclavo al protagonista]: telas y damascos, cristalería y jabón blanco que recibía de Venecia o compraba a los piratas; terciopelos y satenes florentinos y valencianos; sedas de Nápoles y de Granada; porcelana de Alemania; drogas y especias de toda la Berbería y de Oriente: pimienta, canela, clavo de especia, jengibre…”.

Cuando, pasados los años, el protagonista se ha enriquecido con la piratería, decide hacer lo que hoy llamaríamos “blanquear” su negocio y se pasa al comercio tradicional:

“Debéis saber que el botín de las correrías que los rais [los capitanes piratas, con barcos propios y esclavos y soldados a su servicio] traen a Argel es tan considerable que no podría ser consumido por entero en esta ciudad y el país que la rodea. Así, concebí el proyecto de comprar a bajo precio ciertas mercancías de las que podría sacar buen provecho en el Gran Cairo, en Esmirna, Bursa o Constantinopla, artículos como cristalerías, sábanas, telas de lino de de cáñamo, cordajes, quincallería, papel e incluso ciertas armas”.

También habla de comerciar con “lanas finas de Castilla” o “madera de Brasil” comprada en Marsella. Y no faltan las referencias a otras riquezas, ya que…

“… venían de las Indias Occidentales grandes cantidades de oro y sobre todo de plata, más de lo que había venido jamás, y la mayor parte procedía del Perú, donde los españoles habían descubierto una montaña entera de plata, que llamaban Potosí, y por una nueva industria, una gran hilera de molinos y el uso del mercurio, sirviéndose del trabajo y el sudor de una multitud de pobres indios, mandaban cada año a través del Océano no sé cuantos miles de quintales de plata (…). Esta plata llega a Sevilla y la quinta parte es para el rey, mientras que el resto es propiedad de los mercaderes y otros particulares. Pero el rey de España tiene prohibido bajo grandes penas hacer salir esta plata del reino, pues se asegura que la riqueza de las naciones está en proporción a las cantidades de oro y plata que circulan en el país”.

Una descripción de lo que, siglos más tarde, constituiría la base del sistema monetario internacional hasta que se abandonara el llamado “patrón oro” después de la Primera Guerra Mundial. Pero en aquellos tiempos en los que el oro y la plata españoles aún no habían “emigrado” masivamente a los países del norte de Europa, el sistema monetario mediterráneo giraba en torno a las divisas hispanas. De modo que, para rescindir su contrato como “soldado a porcentaje” en un barco pirata, transcurridos tres años de servicio nuestro protagonista debe pagar a su “rais” una indemnización de “seiscientos ducados de España, o veintidós mil reales de plata, pues es sabido que el ducado vale treinta y seis o treinta y siete reales”.

Más adelante, cuando está pensando volver a tierras cristiana, afirma que “las buenas monedas de España son muy apreciadas en el reino de Francia, como en los de Aragón o Castilla y en todas las Italias”.

Queda claro que el euro de entonces, la unidad monetaria no sólo europea, sino también americana y norteafricana, eran los reales y ducados españoles. En economía, casi todo está inventado hace mucho tiempo.

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Títulos comentados:

-León el Africano. Amin Maalouf, 1986. Alianza Cuatro, Madrid, 1990.

El Galeote de Argel. Bartolomé Bennasar, 1995. El País, Novela Histórica, Madrid, 2005.

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La eterna guerra del petróleo

Fotografía: © M.M.Capa

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“Desde luego, hay petróleo en Mesopotamia, pero inaccesible para nosotros mientras haya guerra en el Oriente Medio. Y pienso que, si tanto lo necesitamos, podría ser motivo de una negociación. Los árabes parecen dispuestos a verter su sangre por la independencia. ¡Por consiguiente, harán lo mismo, con mayor facilidad, por su petróleo!”.

¿Cuánta sangre, no sólo árabe, se ha vertido en la eterna guerra por el petróleo? Ya lo advirtió Thomas Edward Lawrence en este párrafo, el último de una carta que escribió al “Times” de Londres el 22 de julio de 1920. La misiva la recoge otro genial británico, Robert Graves, en la primera biografía del famoso Lawrence de Arabia, titulada “Lawrence y los árabes”. Esta biografía fue publicada en 1927, ocho años antes de que, el 13 de mayo de 1935, Lawrence falleciera en un accidente con su motocicleta Brough Superior SS1, un modelo que adoraba y sobre el que incluso aconsejó ciertas mejores a su constructor. La escena de este accidente es la primera de la maravillosa película de David Lean, “Lawrence de Arabia”, de 1962. Y lo de “maravillosa” no es cosa mía, pues esta cumbre del Séptimo Arte ganó en los dos años siguientes nada menos que siete Oscar, cuatro Bafta, cuatro Leones de Oro y once premios cinematográficos más… si no se me ha olvidado alguno.

Pero volvamos a las guerras del petróleo. La primera, germen de todas las demás, es precisamente la que cuenta T.E. Lawrence en su monumental “Los siete pilares de la sabiduría” (900 páginas), o en su versión resumida, “Rebelión en el desierto”. Estamos en plena Primera Guerra Mundial, sobre esas arenas árabes que en aquel momento son parte del Imperio Otomano. Bajo ellas, todo el mundo sabe que hay petróleo. Y Occidente, por supuesto, lo desea, porque cada vez fabrica más vehículos a motor… como la Brough en la que se mató Lawrence.

En el capítulo preliminar de su magna obra, Lawrence explica cómo lo que en principio era un sueño de libertad, acabó convertido en una simple guerra por las riquezas de Mesopotamia, entre ellas el oro negro:

“Todos los hombres sueñan, pero no del mismo modo. Los que sueñan de noche en los polvorientos recovecos de su espíritu, se despiertan al día siguiente para encontrar que todo era vanidad. Mas los soñares diurnos son peligrosos, porque pueden vivir su sueño con los ojos abiertos a fin de hacerlo posible. Esto es lo que hice. Pretendí forjar una nueva nación, restaurar una influencia perdida, proporcionar a veinte millones de semitas los cimientos sobre los que pudieran edificar el inspirado palacio de ensueños de su pensamiento nacional (…). Pero cuando ganamos, se me alegó que ponía en peligro los dividendos petroleros británicos en Mesopotamia y que se estaba arruinando la arquitectura colonial francesa en Levante (…).

Pagamos por estas cosas un precio excesivamente elevado en honor y en vidas inocentes (…). Y los estábamos arrojando por miles al fuego, en la peor de las muertes; y no para ganar la guerra, sino para que el trigo, el arroz y el petróleo de Mesopotamia fueran nuestros”.

De ese modo resume lo que acabó siendo la gran traición. Tras derrotar a los turcos, los árabes no consiguieron su sueño de una nación. Las potencias trocearon y se repartieron aquellas tierras en función de sus intereses, después de haber utilizado a Lawrence para convencer a todo un pueblo:

“No queríamos conversos a cambio de arroz. Porfiadamente, nos negábamos a hacer partícipes de nuestro abundante y famoso oro a quienes no estuvieran espiritualmente convencidos. El dinero constituía una confirmación; era argamasa, y no mampostería. Tener a nuestras órdenes hombres comprados hubiese significado edificar nuestro movimiento sobre el interés…”

Con la “argamasa” del dinero pero, sobre todo, movilizando sus corazones, consiguió el respeto de todo un pueblo, como nos recuerda Robert Graves en la biografía citada:

“Los árabes se dirigían a él como `Awrans´ o `Lurens´; pero le apodaron `Amir Dinamit´, o sea Príncipe Dinamita, a causa de su energía explosiva”.

Con esa energía, logró que los árabes, dirigidos por militares ingleses como él, conquistaran Damasco y arrebataran Mesopotamia al Imperio Otomano. Pero no fue fácil convencer a un pueblo ajeno a los valores occidentales, sobre todo a los materiales, como señala Graves:

“El beduino, comprendió Lawrence, vuelve la espalda a los perfumes, lujos y mezquinas actividades de la ciudad, porque se siente libre en el desierto: ha perdido los nexos materiales, casas, jardines, posesiones superfluas y complicaciones similares, y ha conquistado la independencia individual al filo del hambre y de la muerte”.

Por eso la traición occidental, tras la victoria sobre los turcos, fue aún más dolorosa para esos veinte millones de semíticos cuyo espíritu movilizó Lawrence. Él mismo, que “estaba harto (…) del título de Lawrence de Arabia, que se había convertido en un tópico romántico y en grave engorro personal” –cómo nos recuerda su primer biógrafo–, renunció a su pasado y en 1922 se enroló como el soldado raso Ross en la Royal Air Force, avergonzado porque “el culto reverencial al héroe no sólo le exaspera, sino también, a causa de su creencia auténtica de que no lo merece, le hace sentirse físicamente sucio”. No en vano se había ensuciado las manos de sangre de todo un pueblo, no por la libertad y por la independencia, sino por el sucio petróleo.

IRAK, SIRIA, UCRANIA…

Lawrence nos contó esa primera guerra por el petróleo. Lo lamentable es que el oro negro sea causa permanente de un conflicto que parece ya eterno, en unas tierras que, quizás no por casualidad, están en guerra desde que, allí mismo, Dios expulsó a Adán y Eva del Paraíso. Si entonces Caín mató a su hermano Abel con una quijada de asno, celoso porque sus ofrendas gustaban a Dios, desde aquellos tiempos bíblicos la sangre no ha dejado de manchar esos desiertos, aunque no por el humo de los sacrificios, sino por el perenne sacrificio humano que exige nuestra humeante dependencia del crudo.

Las guerras del petróleo se cuentan por decenas: desde aquella Primera Guerra Mundial a la Segunda (Hitler soñaba con hacerse con el crudo del Cáucaso y de Oriente Próximo), para pasar años después a interminables conflictos surgidos del mal reparto colonial que troceó absurdamente el mundo árabe tras aquella rebelión contra el Imperio Otomano liderada por Lawrence… En la Primera Guerra del Golfo, durante una década se enfrentaron el régimen islámico iraní de Jomeini y el laico y amigo de occidente de Sadam Hussein, quien después provocó la Segunda Guerra del Golfo al invadir Kuwait y dar lugar a la consiguiente invasión de Irak en tiempos de Bush padre (1991), una faena mal resuelta que se remató aún peor en segunda invasión de Irak por Bush hijo en 2003 (secundado por algunos otros atontados líderes occidentales que se fotografiaron con él en las Azores y quedaron para siempre “retratados” para la Historia); una contienda, cabalgando entre el siglo XX y el XXI, de la que no se pueden desligar los ataques terroristas del 11-S contra Estados Unidos y del 11-M contra España, el auge del extremismo yihadista, la frustrada Primavera Árabe, la tragedia inconclusa en Libia, la guerra en Siria, el surgimiento del sangriento califato islámico de EI en tierras sirias e iraquíes… sin olvidar la guerra en esa Ucrania que es zona de tránsito para la energía que devora Europa…

La eterna guerra del petróleo. Casi desde que Caín mató a Abel.

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Títulos comentados:

-Los siete pilares de la sabiduría. T.E. Lawrence, 1922. Libertarias, 2ª Edición, Madrid, 1990. [Nota: He utilizado esta edición porque es la que tengo, llena de anotaciones, pero recomiendo buscar otra, ya que el texto de esta edición de Libertarias es uno de los peor editados que he visto en mi vida –quizás por eso se llama así la editorial–, con multitud de erratas que en el algunos momentos irritan bastante al lector].

Lawrence y los árabes. Robert Graves, 1927. Editorial Seix Barral, Barcelona, 1991.

 

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A ochenta francos el muerto…

Fotografía: © M.M.Capa

Fotografía: © M.M.Capa


“A ochenta francos el muerto y con un precio real de coste de unos veinticinco, Pradelle esperaba un beneficio neto de dos millones y medio. Y si además el ministerio hacía algunos encargos bajo cuerda, descontando los sobornos, se acercaría a los cinco millones. El pelotazo del siglo. Incluso después de acabada, la guerra ofrece grandes oportunidades para los negocios”.

Mientras conmemoramos el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial, es pertinente recordar que todas las guerras se convierten en negocio. Unos ponen la sangre, pero otros se llevan el oro (sobre todo, durante el último siglo, el oro negro). Esto es así desde que, hace más de 3.250 años, los aqueos asaltaron Troya no para salvar el honor de un príncipe cornudo, sino para controlar el tráfico comercial procedente de Asia.

El fragmento que inicia este artículo está tomado de “Nos vemos allá arriba”, de Pierre Lemaitre. Con más de medio millón de ejemplares vendidos en el país vecino, Lemaitre no sólo ganó el Premio Goncour de 2013 (equivalente galo del Planeta), sino otros cuatro importantes premios literarios franceses el año pasado. Nos encontramos, por tanto, ante el típico producto súper ventas y súper comercial (no es un secreto para nadie cómo se “reparten” los premios literarios). Aunque no de gran calidad literaria, “Nos vemos allá arriba” resulta una novela entretenida y que, sobre todo, cuenta muy bien de qué modo se pueden hacer grandes negocios con las guerras (¿se acuerdan de cuando los contratistas privados norteamericanos y también europeos “invadieron” Irak tras la caída de Sadam Hussein, atraídos por la promesa de espectaculares beneficios?).

La Primera Guerra Mundial no fue una excepción. El principal negocio lo hicieron, como de costumbre, los contratistas de armamento y también los países neutrales, como España, cuyo superávit comercial se disparó, pues exportó masivamente hacia los dos bandos. El Banco de España se convirtió en aquellos años en el cuarto mundial por sus reservas de oro, mientras que la peseta se revalorizaba hasta niveles nunca vistos (ni antes ni después). El lado negativo fue que la inflación media anual superó el 20 por ciento (tasas tampoco conocidas hasta entonces, aunque sí después) y creció el descontento social por lo mal que se estaban repartiendo los beneficios de la contienda, hasta el punto de que en 1917 España se paralizó por la primera huelga general de su historia. Un incauto ministro de Hacienda quiso establecer un impuesto extraordinario sobre los beneficios de la guerra, pero los poderes fácticos (los de siempre) lo impidieron y el ministro dimitió. ¡Sí, increíble: un ministro puede dimitir cuando algo no sale como él quiere! (a ver si aprenden los actuales).

Al margen de los habituales negocios bélicos, el que recrea la novela de Pierre Lemaitre es sin duda el más siniestro de todos. Y se basa en un hecho real, el llamado “Escándalo de las exhumaciones militares”, que estalló en 1922. Todo comenzó con un impulso humanitario… pero mal privatizado, como nos cuenta el novelista francés:

“Hacía unos meses, el Estado se había decidido a confiar a empresas privadas la tarea de exhumar los restos de los soldados enterrados en el frente. El proyecto era reagruparlos en grandes necrópolis militares (…). Y es que había cadáveres de soldados por todas partes. En cementerios improvisados a unos kilómetros, incluso a cientos de metros de la línea del frente. En tierras que ahora había que devolver a la agricultura. Hacía años (…) que las familias exigían poder rezar ante las tumbas de sus muertos”.

Hasta ahora, todo perfecto. Pero había que pasar a la práctica: construir miles de ataúdes, realizar “cientos de miles de exhumaciones a golpe de pala (…), otros tantos traslados en camionetas de los restos (…) y otras tantas reinhumaciones en los cementerios de destino”. Y aquí fue donde aparecieron los buitres, aunque tal calificativo no lo aplicamos a esos fondos de inversión tan de moda, sino a empresarios como uno de los protagonistas de la novela, Henri d´Aulnay-Pradellle, un aristócrata venido a menos y ansioso de reconstruir su fortuna haciendo dinero con los muertos:

“Si Pradelle se hacía con una parte de ese negocio, a unos céntimos el cuerpo, sus chinos desenterrarían miles de cadáveres, sus vehículos transportarían miles de restos en descomposición, sus senegaleses inhumarían los ataúdes en tumbas bien alineadas con una preciosa cruz vendida a precio de oro…”

El avispado sujeto, valiéndose de sus contactos políticos, consigue la contrata. Y se dispone a rebajar al máximo los costes, comenzando no sólo por la mano de obra barata de chinos y senegaleses, sino también por el precio de los ataúdes. Son delirantes las páginas de la novela que narran la negociación, a cara de perro, entre el empresario buitre y el responsable de la serrería y carpintería contratada para hacer las cajas: tras fabricar “el magnífico ejemplar de ataúd destinado al Servicio de Sepulturas, una espléndida caja de roble de primera calidad valorada en sesenta francos” que cumple a la perfección “su cometido de cebo ante la Comisión de Adjudicación”, Pradelle quiere que le suministren un producto mucho más barato. De los sesenta francos, se pasa a los treinta, pero el carpintero le advierte sobre estos ataúdes:

“Son de chopo. Poco resistentes. Se doblarán, partirán y hasta desfondarán, porque no están pensados para tanto ajetreo. Como mínimo, tienen que ser de haya. Cuarenta francos”.

EL ATAÚD LOW COST

Pero Pradelle pregunta por modelos que ve por allí: de abedul, treinta y seis francos; de contrachapado de pinto, treinta y tres francos… Y luego toca hablar de la medida:

“Las adjudicaciones variaban según los tamaños, desde ataúdes de un metro noventa (…) y ochenta (…), hasta los de metro setenta, la altura media, que formaban la mayoría de las remesas. Algunos lotes eran de ataúdes aún más pequeños…”.

Y en ese punto insiste Pradelle, hasta conseguir el auténtico ataúd low cost: a veintiocho francos la unidad y de… ¡metro cincuenta! Solución al problema del tamaño: trocear los cuerpos o plegarlos. Para que se hagan una idea de lo que suponían veintiocho francos, la misma novela recoge que, en aquellos años, unos zapatos baratos costaban treinta y dos francos y que un modesto funcionario (como el que acaba descubriendo el escándalo) cobraba “mil cuarenta y cuatro francos al mes, doce mil al año”. Es decir: el franco de entonces gozaba de un poder adquisitivo similar al euro actual.

Todo estalla cuando ese funcionario incorruptible (a quien hoy día consideraríamos mileurista) comienza a inspeccionar los cementerios, descubre huesos desparramados que incluso son pasto de los perros y, encima, averigua el pequeño detalle de que las identificaciones de los fallecidos son casi siempre aleatorias, por una cuestión idiomática: los chinos no hablan francés y muchos senegales no son capaces ni de leerlo, así que las familias de los caídos en el frente se pueden encontrar con que, en las nuevas necrópolis, están rezando y poniendo flores a un soldado desconocido y, en muchos casos, incluso a un enemigo.

La novela tiene momentos cómicos fruto de este impulso privatizador de la muerte. Y cuenta también otro escándalo, en este caso inventado: dos excombatientes, un mutilado de guerra y su amigo, que elaboran un vistoso catálogo de monumentos a los caídos, lo envían a cientos de ayuntamientos (todos quieren dedicar un monumento a los héroes de la guerra) y cobran por adelantado, para escapar después con el dinero sin fabricar una sola de las estatuas comprometidas.

EL VERDADERO NEGOCIO

Al margen de esta entretenida novela, quien quiera descubrir textos realmente brillantes sobre la Primera Guerra Mundial tiene la ocasión de leer los escritos por los auténticos protagonistas de la contienda: “La belleza y el dolor de la batalla” es quizás la obra más originales de las centenares escritas sobre esa guerra iniciada hace ahora un siglo. Se trata de una maravillosa pieza coral, en la que el historiador Peter Englund (desde 2002 miembro de la Academia Sueca y desde junio de 2009 secretario permanente de la misma) ha recogido 227 fragmentos escritos por veinte personas reales que vivieron en distintos escenarios de la guerra: desde un soldado alemán de origen danés a una enfermera inglesa que sirvió en el ejército ruso, pasando por un artillero neozelandés o un aventurero venezolano que se alista como oficial de la caballería turca. De esos veinte personajes, Englund recopila cartas, diarios, anotaciones sueltas… multitud de páginas que llegan donde nunca podría llegar un historiador. Son testimonios escritos al píe de las trincheras, en los hospitales de campaña o en las ciudades que sufren los efectos del conflicto.

Quizás por este carácter coral y por la espontaneidad de sus verdaderos autores, “La belleza y el dolor de la batalla” tiene, además, una impresionante y conmovedora calidad literaria, inalcanzable por muchos de los novelistas que han escrito sobre este conflicto. Y también, cómo no, en algunos fragmentos nos cuenta algunas de las raíces económicas de la guerra:

“Una abrumadora mayoría de los ciudadanos de Tours quieren de verdad que la guerra continúe, debido a los elevados salarios que les ha proporcionado a los trabajadores y al aumento de los beneficios que ha supuesto para los comerciantes. La burguesía, que se nutre mentalmente de los periódicos reaccionarios, está enteramente subyugada por la idea de la guerra sin fin. En resumidas cuentas, declara, solo en el frente hay pacifistas”.

El comentario, de un comerciante de telas de Tours, lo recoge uno de los veinte personajes cuyos textos aparecen en esta obra. Se trata de Michel Corday, funcionario francés de 45 años. Es estremecedor cómo, en tan pocas líneas, se resume la esencia económica de cualquier guerra: un aumento de la demanda de todo tipo de bienes que genera grandes beneficios empresariales y subidas salariales, todo ello alimentado por medios reaccionarios de los que “se nutre mentalmente” la burguesía, cómodamente asentada en sus negocios mientras los jóvenes mueren a miles en el frente. Sin olvidar el siniestro comentario de que esa burguesía está “subyugada por la idea de la guerra sin fin”.

“La guerra sin fin”. La que no dejamos de sufrir desde las dos contiendas mundiales del siglo pasado y cuyos últimos episodios (Gaza, Ucrania, Siria, Irak…) siguen estando tan cerca, algunos de ellos en los restos del mismo Imperio Otomano que se desmoronó con la Primera Guerra Mundial y cuyo absurdo reparto colonial dio lugar el puzle de países árabes imposibles de estabilizar por su diversidad religiosa y tribal. Un factor despreciado por los europeos que trazaron las fronteras actuales de Oriente Medio.

La obra de Englund toca también el tema del petróleo, uno de los determinantes al trazar esas fronteras y tan vital (o más bien mortal) en todos los conflictos posteriores en la zona. Pero de eso hablaré en el próximo artículo, en el que tomaremos prestadas algunas de las más vibrantes páginas escritas sobre la sangrienta lucha en las arenas de Oriente Medio que comenzó con la Primera Guerra Mundial y que aún no ha terminado. Esas páginas las escribió uno de los personajes más peculiares del siglo pasado: nada menos que Lawrence de Arabia. Así que, por favor, no se pierdan el próximo capítulo.

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Títulos comentados:

-Nos vemos allá arriba. Pierre Lemaitre, 2013. Ediciones Salamandra, Barcelona, 2014.

La belleza y el dolor de la batalla. La Primera Guerra Mundial en 227 fragmentos. Peter Englund, 2011. Roca Editorial, Barcelona, 2011.

 

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