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Escritor, una profesión sin jefe

Fotografía: © M.M.Capa

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“Cuando se me planteó el problema de tener que escoger una manera de vivir, pensé: yo tengo que buscar una profesión sin jefe. Y me costaba trabajo. Pensaba en ser militar, y se me aparecían los generales déspotas, dándome órdenes estúpidas. Pensaba en ser cura, y enseguida surgían el obispo y el Papa. Si alguna vez pensé en ser funcionario, la idea del director me preocupaba… Sin jefe sólo existe el escritor”.

La cita es de Valle-Inclán, pero la tomo de “Aquí viven leones”, un maravilloso libro escrito por Fernando Savater y su mujer, Sara Torres (por desgracia, fallecida poco antes de la edición de esta obra). Un ensayo que se lee como una novela y que además es, como reza su subtítulo, un “Viaje a la guarida de los grandes escritores”.

Hacía tiempo que no disfrutaba tanto leyendo un ensayo. Quizás me ha gustado mucho porque habla de literatura. Y porque es gozoso que te cuenten, con una prosa tan limpia, fluida y transparente, cómo vivían algunos de los grandes escritores. Y también, de qué vivían (y por eso este libro se gana un espacio en esta bitácora de economía y literatura).

Por si alguien no lo sabía, “Aquí viven leones” deja claro que la literatura no suele ser una actividad económicamente muy rentable. Entre los grandes literatos de que nos habla Savater, los menos vivían de sus obras; otros, los más, de fuentes diversas (de rentas familiares, de inversiones, del periodismo….); y no pocos, como el propio Valle-Inclán, en realidad malvivían. Porque tiene sus inconvenientes eso de que “sin jefe sólo existe el escritor”…

“Supongo que más adelante la experiencia de la vida ganada acumulando cuartillas le ayudó a relativizar esta afirmación tan optimista”.

Savater matiza el idealismo valleinclanesco, mientras nos recuerda cómo precisamente el genio gallego se las vio y se las deseó para vivir medio decentemente “sin jefe” pero también sin ingresos sólidos ganados a golpe de pluma.

EL QUE MANDA ES EL LECTOR

Bajo el romántico planteamiento de Valle-Inclán, la realidad del oficio de escritor es que tiene innumerables jefes: comenzando por su agente y su editor, figuras imprescindibles para llegar al mercado. Y cuyo papel hay que reivindicar en estos tiempos de la autoedición, en los que parece que el escenario se ha abierto a que todo el mundo publique lo que quiera y como quiera. Porque bajo ese impulso supuestamente democratizador de tan antiguo oficio, se oculta en ocasiones un “todo vale” que degenera en una ebullición de “cosas” difícilmente calificables como literatura.

El escritor compite así en un mundo en el que cualquiera se siente capaz de serlo. Hace poco el presidente de una importante organización incluso me dijo que a escribir se podía aprender consultando Google. Debería preguntarse si él iría a un médico que hubiera aprendido en la red todo lo relativo a las funciones del páncreas. Cierto: no matas a nadie si escribes mal, pero puedes hacer más feliz a mucha gente si lo haces bien.

En cualquier caso, por ser la escritura un oficio tan a menudo denostado, cualquiera se siente con autoridad sobre el pobre escritor, aunque en realidad sus principales jefes sean otros: los miles de lectores necesarios para que pueda comer de sus páginas. Algo que, como nos cuenta Savater en su ensayo, muy pocos consiguen.

ESFUERZO GANAPÁN

Valle-Inclán es quizás el prototipo de genio de la pluma que apenas fue capaz de vivir de ella, como demuestran las penurias que sufrió a lo largo de su vida. Pero no es el único. El mexicano Alfonso Reyes, que durante algunos años vivió de sus funciones como diplomático, también tuvo dificultades para rentabilizar su genio literario. Le ocurrió, como nos cuenta “Aquí viven leones”, cuando se instaló con su familia en un modesto piso madrileño:

“Adquirir los pocos muebles necesarios acaba con sus ahorros, y no tiene más remedio que ponerse a escribir no por placer artístico o impulso poético, sino como ganapán. Aunque no siempre esos apremios de la necesidad son desfavorables, pues a veces sirven para conseguir a la fuerza oficio y soltura, lo que nunca viene mal; hablo por experiencia propia. Alfonso traduce y colabora a salto de mata en diversas publicaciones de Europa y América. Aunque en lo material vive precariamente, goza de libertad y va conociendo gente y haciendo amistades entre la intelectualidad madrileña”.

El socorrido recurso al periodismo, a cobrar por modestas colaboraciones, ha constituido desde siempre una vía para que los escritores se ganen la vida. Y, además, como dice Savater, sirve para “conseguir a la fuerza oficio y soltura”. Una opinión que no compartía Valle-Inclán:

“La prensa avillana el estilo y empequeñece todo ideal estético”.

Así le responde, “altanero pero convencido”, a su amigo Manuel Bueno, quien consciente de que el genial gallego vive en la penuria con la renta de “quince duros mensuales que le llegan de Galicia, y no siempre”, intenta convencer a Valle-Inclán “de que debe dedicarse de verdad al periodismo”. 

Esa ha sido la salida para muchos escritores, aunque en estos tiempos se complique debido a las miserias que se pagan por las colaboraciones periodísticas (cuando se pagan). Otro malsano efecto provocado no sólo por la crisis de los medios, sino también por la ebullición de morralla on-line de escasa calidad.

EL SHAKESPEARE INVERSOR

Otros escritores, sin embargo, si lograron vivir de su genio. El paradigma es Shakespeare, quien no sólo era capaz de hacer rimar economía con poesía (http://wp.me/p4F59e-3W) o de obligarnos a reflexionar sobre temas económicos como las deudas (en “El mercader de Venecia”) o las herencias (en “El Rey Lear”, http://wp.me/p4F59e-5n).

El gran dramaturgo, prototipo de inglés práctico, sí fue muy capaz de rentabilizar su arte, como nos cuenta “Aquí viven leones”:

“A diferencia de otras compañías cuyos miembros son pagados por un patrón que así les obliga a fidelidad, los Comediantes de Lord Chambelán se organizan en forma de cooperativa: seis actores principales, entre los que están Shakespeare, William Kempe y Richard Burbage, se asocian como accionistas para financiar y repartirse los beneficios de las obras que montan. Sólo tienen que pagar un alquiler a James Burbage por el uso de su sala, y por lo demás son totalmente independientes y gozan de la mayor libertad artística posible en la época”.

Shakespeare lograba así el sueño de todo autor: no sólo vivir de su trabajo, sino gozar de suficiente independencia económica para escribir con absoluta independencia creativa:

“Esta forma de organizarse fue un buen negocio y Will ya no cambiará nunca de compañía, algo bastante raro por entonces. Para reforzar su posición en el grupo no bastaban sus dotes de actor, que al parecer eran mediocres, y se comprometió a escribir dos obras dramáticas por año (…). Así, se convierte en el dramaturgo más buscado de su época y también en el de mejores resultados comerciales, algo que, según parece no le era ni mucho menos independiente”.

Está claro que el genio de Stratford-upon-Avon no sólo escribía por impulso artístico, sino también para ganar dinero. Un dinero que, por cierto, invertía después con buen criterio, como señala Savater:

“Está documentado que Shakespeare tenía un indudable afán de riqueza, centrado en invertir en bienes inmobiliarios y en terrenos. No era complaciente con sus vecinos, con los que pleiteaba a menudo, y se mostraba implacable con sus deudores. Sabía rentabilizar económicamente su poesía (el conde de Southampton el pagó mil libras por los poemas que le dedicó) pero sobre todo su actividad teatral, lo que le permitió comprar tierras y casas en su localidad natal, Stratford, de donde veinticinco años antes salió pobre y casi huyendo para regresar convertido en una de las mayores fortunas de la villa”.

LA QUIEBRA DE FLAUBERT

No tuvieron tanto tino o suerte con sus inversiones otros autores de los que nos habla este libro, como Gustave Flaubert, quien cuando, después de mucho tiempo trabajando y reflexionando sobre ella, se dispone a iniciar la escritura propiamente dicha de su obra “Bouvard y Pécuchet”

“… recibe un inesperado golpe financiero. El marido de su sobrina incurre en una quiebra escandalosa, que arrastra consigo al desastre las inversiones que Flaubert había hecho en la empresa familiar para ayudarles. Tiene que vender su propiedad en Deauville, pero ni siquiera eso basta para enjugar el déficit”.

Semejante contratiempo financiero condiciona la actividad del autor francés:

“Hasta entonces el escritor había podido vivir modesta pero confortablemente de sus rentas, pero ahora se encuentra a la intemperie. Este revés le deja temporalmente demasiado abatido para continuar una obra de tan ambiciosa envergadura como `Bouvard y Pécuchet´, pero no tanto como para dejar de escribir, que sería en su caso como renunciar a respirar o a vivir”.

Es el consuelo que nos queda a quienes intentamos vivir de la pluma. Aunque sea difícil, seguimos escribiendo para continuar respirando. Porque, como dice el autor de “Aquí viven leones”…

“Escritores (…), los hay de muchas clases. Porque se puede escribir para conseguir la fama o para ganar dinero, para apaciguar fantasmas interiores (…) o para propagarlos (…), para denunciar abusos políticos, o para corregir defectos morales (…). Pero hay un tipo de escritor, quizás el más raro y sugestivo de todos, para el que escribir no es un medio de conseguir algo sino un fin en sí mismo, la finalidad irremediable y única de la vida (…). Nada en la vida le sirve para justificar su escritura, sino que es ésta la que justifica su vida, convertida en simple requisito para poder escribir”.

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Título comentado:

-Aquí viven leones. Fernando Savater & Sara Torres, 2015. Debate (Penguin Random House), Barcelona, 2015.

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El desmoronamiento que arrastró al mundo

Fotografía: © M.M.Capa

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“Básicamente, Wall Street (o ‘Gotham ­–como él lo llamaba–, el ano, el agujero negro del país que absorbe todo el dinero, el ojo de apocalipsis’) había fragmentado y reagrupado las hipotecadas tantas veces a través de la titulización y los bancos se habían saltado tantos procedimientos tratando de recuperar los préstamos tóxicos que no había institución capaz de determinar fidedignamente quién ostentaba los derechos sobre las viviendas”.

Espectacular descripción de la crisis de las hipotecas basuras (subprime en el lenguaje políticamente correcto) que estalló en Estados Unidos en 2007 y desencadenó el desmoronamiento del que todos, aún hoy día, somos víctimas. La descripción es de un abogado especializado en pleitos inmobiliarios, uno de los muchos personajes reales (algunos famosos, otros simples ciudadanos de a pie) que pueblan el libro ganador del National Book Award de 2013 (y de un montón de premios norteamericanos más):“El Desmoronamiento”, escrito por el periodista y escritor George Packer.

Aunque la norma de esta bitácora es bucear en la economía que esconden las grandes novelas y obras literarias, voy a saltármela (para eso están las normas) porque merece la pena hablar de una obra de no ficción, pero escrita con un vigor literario capaz de competir con algunas de las grandes novelas norteamericanas, como “Las uvas de la ira” de Steinbeck… que, por cierto, el propio Packer cita y que ya ha sido comentada en este blog (http://economiaenlaliteratura.com/la-gran-novela-de-la-gran-crisis/).

“El Desmoronamiento” es una impresionante obra coral que recorre, como reza su subtítulo, “Treinta años de declive americano”. Comienza en 1978, con las crisis industriales que convirtieron el “Cinturón del Acero” en el “Cinturón del Óxido” de la América profunda, y termina en 2012, cuando la crisis financiera seguía arrasándolo todo a su paso. El libro está protagonizado, entre otros muchos, por simples supervivientes como la familia Hartzell, que en Tampa, Florida –arquetipo de la ciudad machacada aún en 2012 por la crisis inmobiliaria–, se afanan por salir adelante como sea:

“Era el antepenúltimo día de agosto. Mientras los republicanos clausuraban su convención de 123 millones de dólares, a quince minutos de allí, a los Hartzell, tras haber pagado todas las facturas, les quedaban cinco dólares hasta septiembre.”

Pero por las páginas de este libro desfilan también visionarios millonarios de Silicon Valley, como Peter Thiel, raperos famosos como Jay-Z, políticos como el ultraconservador Newt Gingrich, asesores de la Casa Blanca como Jeff Connaughton, emprendedores que buscan una nueva economía verde, como Dean Price, activistas obreras como Tammy Thomas o incluso personajes tan populares como Oprah Winfrey, el general Colin Powell, el que fuera secretario del Tesoro Robert Rubin, o el multimillonario forjador de un imperio comercial, Sam Walton, quien…

“Era tan tacaño que redujo el nombre todo lo que pudo para que tuviera las menores letras posibles: la nueva tienda se llamó Wal-Mart. Prometía ‘precios bajos todos los días’”.

LA JERGA OPACA DE WALL STREET
En sus espectaculares semblanzas de los grandes protagonistas de la historia reciente de los Estados Unidos o de esa multitud de supervivientes –los auténticos protagonistas– que se afana a pie de calle, George Packer realiza un impresionante viaje literario sobre la cruda realidad que metió a este país –con su crisis industrial y de valores, unida a  su liberalización financiera, semilla y síntoma a la vez de la crisis subprime– en ese desmoronamiento. Estamos, y es bueno repetirlo, ante una obra de ficción escrita como una brillante novela que atrapa al lector y nos cuenta cómo comenzó todo lo que ahora, de un rincón a otro del planeta, seguimos padeciendo. Y muchos testimonios recogidos en esta obra ilustran que todo se inició con la derogación de la famosa Ley Glass-Steagall (se derribaron así las barreras entre banca comercial y banca de inversión) y continuó con la falta de valores que se instauró en el mercado financiero. Una crisis ética narrada a través de la experiencia de un alto ejecutivo de un banco estadounidense (uno de los pocos personajes del libro que prefiere mantener el anonimato… ¡por algo será!):

“… Kevin [nombre ficticio] se dio cuenta muy pronto de que la banca no era un asunto tan complicado. Wall Street usaba una jerga deliberadamente opaca para intimidar a los extraños, pero para tener éxito solo había que controlar un mínimo de matemáticas y saber mentir. Lo primero para las compraventas, lo segundo para negociar. Para alcanzar la cumbre tenías que ser un auténtico hijo de puta y acuchillar a unos cincuenta y siete compañeros: eso era lo único que los separaba de los diez siguientes puestos del escalafón”.

Con esta falta de normas (tanto legales como éticas), el estallido de la burbuja inmobiliaria se convierte en el epicentro de un terremoto de sobra conocido y analizado, pero al que este libro dedica páginas brillantes. Después de que, en diciembre de 2005, el precio medio por unidad habitacional tocara el techo de 322.000 dólares en uno de los mercados más sobrecalentados (Forida)…

“… En algún momento de finales de 2005 o principios de 2006, el mercado inmobiliario alcanzaba máximos vertiginosos, pero los especuladores perdieron la fe de un día para el otro. La confianza que mantenía Florida a flote se evaporó y la economía, suspendida e inmóvil en el aire, como el Coyote de los dibujos animados, miró hacia abajo y cayó en picado. Los precios hicieron lo que prestatarios, prestamistas, banqueros asiáticos en busca de beneficios del 8 por ciento, tertulianos histriónicos de la CNBC y Alan Greenspan [por entonces presidente de la Reserva Federal] creían imposible: comenzaron a bajar”.

FE EN EL PERIODISMO
Aunque no todo son tertulianos histriónicos e informadores interesados. También hubo algunos periodistas, como Mike Van Sickler, que lo vieron venir e investigaron a fondo la cadena especulativa, la especie de pirámide de Ponci en que se había convertido el sobrecalentado mercado inmobiliario. Este informador, pese a todas las dificultades que encontró en sus investigaciones, mantiene su fe en el periodismo de calidad y en su vital importancia para la sociedad:

“Hay que creer en algo (…). Yo no creo en Dios. Creo en esto. Creo en la posibilidad de que el hombre sea mejor cada día, de que como sociedad civilizada seamos mejores cada día. Y el periodismo es el engranaje de esa sociedad que nos ayuda a estar seguros de que las cosas funcionan”.

Porque, como se señala en el siguiente párrafo…

“Durante la mayor parte del siglo XX en Estados Unidos, las cosas habían funcionado como nunca antes en la historia de la humanidad. Aunque ya no fuera así y la mayoría de los estadounidenses no confiaran en los periodistas como él, ¿qué alternativa quedaba? ¿Quién si no iba a ganarse los oídos y la mirada del público? Los blogs políticos (…) no iban a los ayuntamientos, y Google y Facebook no hacían política en los gobiernos condales”.

LAS BURBUJAS Y EL HECHIZO DE LOS APARATITOS
Esta crítica al papel de las redes sociales se extiende a otros ámbitos tecnológicos y quien mejor la expresa es otro gran protagonista de esta obra: Peter Thiel, millonario de Silicon Valley que se hizo rico apostando por Facebook, Paypal y otros grandes nombres del sector. Thiel analiza así el periodo vivido entre 1982 (el fin de la recesión del gobierno Reagan) y el crak hipotecario de 2007:

“También se podía estudiar este tiempo como una sucesión de burbujas: la de los bonos, la tecnológica, la de la Bolsa, la de los mercados emergentes, la inmobiliaria… Una tras otra habían reventado, lo que demostraba que se trataba de soluciones temporales para problemas a largo plazo, quizás una manera de ocultar esos problemas, distracciones. Tanta burbuja y tanta gente persiguiendo burbujas efímeras al mismo tiempo dejaba claro que había algo fundamentalmente erróneo en cómo funcionaban las cosas”.

De hecho, al propio Thiel le parece que ese Silicon Valley que le ha hecho multimillonario supone, en realidad, un “parón tecnológico”:

“En comparación con el programa espacial Apolo o el avión supersónico, el teléfono inteligente parecía algo menor. En los cuarenta años anteriores a 1973 se produjeron gigantescos avances tecnológicos y los salarios se sextuplicaron. Desde entonces, los estadounidenses habían caído bajo el hechizo de los aparatitos, olvidando lo lejos que podía llegar el progreso”.

Porque, en opinión de Thiel, estas nuevas tecnologías no habían servido para lograr la utopía que se esperaba de ellas:

“Los coches, trenes y aviones no eran muchos mejores que en 1973. El precio cada vez más alto del petróleo y de los alimentos era un reflejo del total fracaso de las tecnologías energética y agrícola. Los ordenadores no habían creado puestos de trabajo suficientes para sostener a la clase media, no habían implicado avances revolucionarios en la fabricación ni en la productividad, no habían elevado el nivel de vida de todas la clases (…). Apple era ‘más que nada, innovación en diseño’. Twitter daría trabajo a quinientas personas durante la siguiente década, ‘pero ¿cuánto valor creará para la economía global?’ (…) Todas las empresas en las que había invertido [incluida Facebook] empleaban algo menos de mil quinientas personas en total”.

El resultado de todo ello es que…

“…la creación de mundos virtuales había sustituido a los avances en el mundo real. ‘Podría decirse que internet es, entre otras cosas, una herramienta de evasión –afirmaba Thiel– (…). Tenemos ante nosotros un mundo real en el que todo es complicado o ha dejado de funcionar, la política es una locura, es difícil elegir para los cargos a las personas apropiadas, el sistema no funciona. Y luego tenemos los mundos alternativos, en los que no hay cosas: solo ceros y unos en un ordenador que puedes reprogramar…”.

Una frase del propio inversor tecnológico resume esta frustración:

“Queríamos coches voladores y lo que hemos conseguido han sido ciento cuarenta caracteres”.

Y el desmoronamiento del mundo real nos ha llevado al punto en el que estamos, desde el que quizás tardemos décadas en recuperarnos… si es que lo conseguimos. A no ser que nos beneficiemos de lo que el entonces presidente de Google, Eric Schmidt, dijo en un congreso tecnológico celebrado en verano de 2012 y al que asistía Thiel. Según Schmidt…

“… la Ley de Moore, según la cual la potencia de los ordenadores se dobla cada dos años, seguiría siendo aplicable al menos otra década”.

La respuesta de Thiel fue contundente:

“Esa es la forma de ver las cosas de Google (…). Si pensamos en dentro de cuarenta años, la Ley de Moore será buena si uno es un ordenador. Pero la pregunta es: ¿hasta qué punto será buena para los seres humanos, cómo se traducirá en progreso económico para los seres humanos?”.

Si alguien que no sea un ordenador tiene la respuesta, por favor que no dude en ponerse en contacto conmigo para que lo cuente en esta bitácora digital.

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Título comentado:

-El Desmoronamiento.George Packer, 2013. Debate/Penguin Rancom House, Barcelona, 2014.

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