“Una oleada de energía ruinosa y destructiva se había estancado en su interior. Habían despilfarrado fabulosas sumas en calles inútiles y puentes, habían derribado los antiguos edificios públicos, el juzgado y el ayuntamiento, para levantar otros nuevos de quince plantas de alto y lo bastante grandes para satisfacer las necesidades de una ciudad de un millón de habitantes; habían aplanado las colinas y perforado montañas construyendo magníficos túneles pavimentados (…). Era algo loco, exasperante, ruinoso. Habían derrochado las ganancias de toda una vida para hipotecar las de toda una generación venidera; se habían arruinado a sí mismos, a sus hijos, a su ciudad y nada podía detenerlos.”
Esta crónica absolutamente periodística podría estar firmada hoy mismo y aparecer en cualquier medio de comunicación, asalmonado o no, digital o de papel. Su actualidad es tan rabiosa que duele, como esa “energía ruinosa y destructiva” que en los últimos años ha “derrochado las ganancias de toda una vida para hipotecar las de toda una generación venidera”.
Pero no. No está escrita en estos mismos instantes, ni firmada por un periodista económico, un indignado o un analista con visión suficientemente lúcida y pluma suficientemente ágil como para reflejar, negro sobre blanco y con tal crudeza, lo que nos ha pasado, en este país y en otros muchos, en tiempos tan recientes. Quien firma estas líneas nació en 1900, falleció en 1938 y fue calificado por William Faulkner como el mejor escritor de su generación. Una generación a la que pertenecían el propio Faulkner y novelistas como Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald o Sinclair Lewis, quien al recibir su Premio Nobel de literatura citó a este autor desconocido aún hoy día para muchos: Thomas Wolfe.
El mejor escritor de la mejor generación de escritores norteamericanos hasta la fecha… con permiso de otro Wolfe (Tom), de Richard Ford, de Gay Talese, de Paul Auster y de tantos otros genios literarios de la actual y brillantísima generación de autores made in USA. El mejor en una generación de gigantes. Nada más y nada menos. Ese es Thomas Wolfe, de quien el año pasado se editó en España su obra “Especulación” (Editorial Periférica), una pequeña gran novela (91 páginas) publicada por primera vez en 1938, el mismo año en que Wolfe fallecía de tuberculosis en Baltimore.
Estremece leer ahora una historia escrita en la resaca de la gran crisis de los años veinte, un derrumbe económico que recuerda tanto al que vivimos en los últimos siete años. Y una de las mayores coincidencias entre ambas crisis es esa enorme burbuja de inmobiliaria que contempla el protagonista de “Especulación” cuando vuelve a su pueblo del sur de Estados Unidos después de largos años de ausencia:
“Por primera vez fue testigo del increíble espectáculo de una población entera en estado de embriaguez: (…) embriagados con una intoxicación potentísima (…) que los elevaba constantemente a nuevas alturas de una exuberancia inquieta y atropellada”.
¿Se acuerdan de esta peculiar palabra, exuberancia, la misma que se convirtió en un término común en la economía desde que en 1996 la empleó el entonces presidente de la Reserva Federal americana, Alan Greenspan, para hablar del calentamiento en las cotizaciones de todo tipo de activos, sobre todo de los financieros? Una exuberancia que, merced al excesivo abaratamiento del dinero iniciado tras el 11-S, llegaría más tarde al sector inmobiliario y pondría la semilla de la gran crisis actual. Idéntica a la que narra Wolfe de un modo tan gráfico como descarnado:
“Y no parecía haber más que una sola regla, una ley preponderante e infalible: comprar, siempre comprar, pagar cualquier precio que se pidiera y vender de nuevo a los dos días al precio que uno decidiera fijar”.
¿A que les suena? Lo vimos en este país durante aquellos años, a principios de siglo, en los que los inmuebles subían a tasas del 15, del 16 o del 17 por ciento anual. “El ladrillo nunca cae”, proclamaban los interesados, cuando, y volvemos a citar a Thomas Wolfe…
“… los promotores inmobiliarios estaban por todas partes (…). Podía vérseles en los porches de las casas desplegando planos y folletos mientras vociferaban incentivos y promesas de repentina riqueza en los oídos de las ancianas sordas. Todos eran presa de caza para ellos: el cojo, el tullido y el ciego, los veteranos de la Guerra Civil o sus decrépitas viudas, y también los chicos y las chicas de las escuelas, los camioneros negros, los ascensoristas, los vendedores de soda, los limpiabotas. Todos invertían en el negocio inmobiliario y cualquiera se consideraba un `promotor´…”
Era el sur de los Estados Unidos en los locos años veinte, pero podría ser la Valencia del siglo XXI, la de los aeropuertos sin aviones, la costa enladrillada y las grandes obras faraónicas (no olviden esta palabra) que se tardará generaciones en pagar. Una fiebre que alcanzaba a todos, como aquí alcanzó después esa otra infección colateral generada por ciertos bancos y cajas para ayudar a tapar el agujero: no hay más que ver las manifestaciones de preferentistas para comprobar que un producto (las participaciones preferentes) diseñado para grandes inversores muy cualificados, se distribuyó sin escrúpulos entre ciudadanos sin conocimientos financieros porque el único objetivo era vender y vender, incluso a “decrépitas viudas”, para ayudar a que la caja de ahorros de turno tapara en parte el agujero que en sus cuentas había provocado la exuberancia inmobiliaria.
Esta maravillosa novela de Wolfe, que es también una gran narración sobre el desarraigo de su protagonista (“Lo único que sabía era que los años corren como el agua y que un buen día los hombres vuelven a casa”.) nos demuestra que la historia se repite. Y que se repetirá. La locura especulativa volverá, no lo duden. Ya la están notando, sin ir muy lejos, en el mercado inmobiliario británico, particularmente en el de Londres, por cuyas calles, como comprobé hace unos días, circulan más Ferraris, Lamborghinis y Bentleys que por ninguna otra parte del mundo, con excepción quizás de Puerto Banús.
Especulación. Una palabra que parece inscrita en los genes del ser humano. Porque si ahora asistimos a su última manifestación y esta novela de Wolfe nos recuerda uno de sus grandes precedentes, no hay más que rebobinar en la historia para encontrar la primera burbuja inmobiliaria de la que existe constancia escrita. Nos la cuenta el primer historiador y, a su modo, periodista, pues siempre buscaba las fuentes originales de información. Documentándose para su gran libro, que sería la primera obra extensa de la prosa griega, este fino observador viajó por Egipto unos 450 años antes del nacimiento de Cristo para descubrir que las primeras exuberancias inmobiliarias aparecieron, muchas décadas antes, en la tierra de los faraones:
“Viéndose ya falto de dinero, llegó [el faraón] Quéope a tal extremo de avaricia y bajeza que en público lupanar prostituyó a una hija con orden de exigir en recompensa de su torpe y vil entrega cierta suma (…); cumplió la hija tan bien con lo que su padre tan mal la mandó que (…) quiso dejar un monumento de su propia infamia, pidiendo a cada uno de sus amantes que le costeara una piedra para su edificio; y, en efecto, decían que con las piedras regaladas se había construido una de las tres pirámides…”.
Un faraón especulando hasta con su hija para construirse una pirámide. Nos lo cuenta Herodoto de Halicarnaso en “Los Nueve libros de la Historia”.Fue la primera burbuja inmobiliaria de la historia. La primera gran especulación. Tan faraónica como todas las posteriores.
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Títulos comentados:
-Especulación. Thomas Wolfe, 1938. Periférica, Cáceres, 2013.
–Los nueve libros de la Historia. Herodoto de Halicarnaso, siglo V antes de Cristo. Biblioteca Edaf, Madrid, 1989.
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