“Los ‘mullahs’ están oliendo a herejía (…). La mayoría de estos tipos actúan sobre la base de un margen de seguridad. Eso significa aumentar los gastos militares y desarrollar cualquier nuevo sistema, por absurdo que sea, que traiga paz y prosperidad a la industria armamentística durante los próximos cincuenta años. Si no se acuestan con los fabricantes, sí es seguro que están comiendo con ellos. El ‘Pájaro Azul’ les está contando una historia muy mala”.
Así nos narra el gran John le Carré, en su novela “La Casa Rusia” (1989), cómo se inquietan los fundamentalistas, los “mullahs” de la política estadounidense. Les preocupa lo que el llamado “Pájaro Azul”, un científico soviético disidente, les está contando: que los misiles balísticos de la URSS no tienen sistemas precisos de puntería. Es decir, que pueden caer en cualquier sitio… o incluso ni siquiera funcionar. Ahí está la herejía: si los soviéticos no pueden disparar con precisión sus misiles con cabezas nucleares, ¿cómo justifica Estados Unidos sus grandes inversiones en armamento?
Esta magnífica novela de espionaje nos da las claves económicas de aquella Guerra Fría que, curiosamente, en estos tiempos parece resurgir (ahí están la crisis de Ucrania, la búsqueda de submarinos fantasma rusos por el Báltico…). John le Carré, un autor que no necesita presentación, nos sitúa en los tiempos de la glasnost y de la perestroika, cuando la Unión Soviética comenzaba su deshielo, pero también cuando desde el otro lado Reagan impulsaba “la Guerra de las Galaxias” y cuando Gran Bretaña, como dice un personaje de la novela, es “un país gobernado por dos feroces mujeres” (la Reina Isabel y la auténticamente feroz de las dos: Margaret Thatcher).
Toda la trama de la novela (cuyo sorprenden resultado no conviene revelar) gira en torno a un manuscrito que recibe un arruinado editor británico, habitual de las ferias del libro moscovitas. Se trata, en realidad, de unas páginas en las que un destacado físico, relacionado con la industria armamentística soviética, explica que los sistemas de guiado de misiles son una de las muchas chapuzas de la temida amenaza nuclear. Durante toda la novela, los espías británicos de la llamada “Casa Rusia” y los norteamericanos de la CIA se debaten entre la gran duda: ¿es verdad lo que dice el científico, lo cual sentará fatal al entramado militar/industrial occidental? ¿O es una maniobra de despiste, información manipulada para que el enemigo se confíe y relaje sus defensas y, por tanto, reduzca sus masivas inversiones en armamento?
Porque esta fue una de las claves de la Guerra Fría y también la bomba de relojería que hizo estallar, desde dentro, a la economía soviética. Y nos lo cuenta el protagonista, Barley Blair, borracho, saxofonista y editor arruinado, uno de los mejores personajes del género de espías de todos los tiempos. Cuando ya ha sido captado por la “Casa Rusia” para hacer de espía en Moscú y averiguar si el manuscrito es creíble o no, él mismo cuenta lo que dijo durante una reunión de intelectuales soviéticos, precisamente en la misma que el físico disidente se fijó en él y decidió hacerle llegar su escrito:
“Dije que creía en Gorbachov (…). Dije que el gran pecado de Occidente era creer que podíamos hundir en la bancarrota el sistema soviético aumentando la apuesta en la carrera de armamentos, porque de esa manera estábamos jugando con el destino de la Humanidad. Dije que, con el agitar de nuestros sables, Occidente había dado a los dirigentes soviéticos la excusa para mantener sus puertas cerradas y regir un Estado carcelario”.
En la misma línea se expresa, muy gráficamente para ser un espía británico, Walter, un miembro de la “Casa Rusia” prematuramente apartado del caso por expresar opiniones como la siguiente:
“El imperio del mal de rodillas, ¡oh sí! Su economía es un desastre, su ideología titubea y su patio trasero está saltando en pedazos ante sus rostros. No me diga que esa es una razón para desmontar nuestros cañones (…). Es una razón para espiarles a fondo veinticinco horas al día y darles una patada en los huevos cada vez que intenten sacar los pies del tiesto”.
Y ese es el debate, a la vista de lo que comenta otra protagonista de novela, la hermosa Katya (utilizada por el científico para hacer llegar el texto al editor):
“El manuscrito (…) pinta un cuadro de corrupción e incompetencia en todos los campos del complejo industrial de defensa. Y también de despilfarro criminal y deficiencias éticas”.
Es el mismísimo germen de la decadencia soviética, justo cuando se intentan las grandes reformas de la perestroika y la glasnost:
“¿Qué creen que están reestructurando, cuando nunca hubo una estructura? ¿Cómo se reestructura un cadáver?”.
La novela de John le Carré está repleta de referencias a esta economía cadáver soviética, con informaciones captadas a pie de calle, desde la experiencia de cualquier occidental que, en aquellos años, visitara la URSS. Barley escucha, por ejemplo, cómo intelectuales soviéticos debaten sobre…
“… si la ‘perestroika’ estaba ejerciendo algún efecto positivo en las vidas de las personas corrientes, y cómo, si realmente quería uno saber qué era lo que marchaba mal en la Unión Soviética, la mejor forma de averiguarlo era tratar de enviar un frigorífico desde Novosibirsk hasta Leningrado”.
LOS RUSOS SE HARÁN AMERICANOS
Son esos años en los que la economía de la URSS realmente ya no funciona, mientras el propio país no sabe hacia dónde se encamina, aunque John le Carré acierta en su pronóstico y lo pone en boca del científico disidente, tal y como lo cuenta Blair:
“Dice [el disidente] que la desdicha de los rusos es que anhelan ser europeos, pero que su destino es hacerse americanos, y que los americanos han envenenado el mundo con lógica materialista. Si mi vecino tiene un coche, yo debo tener dos coches (…). Si mi vecino tiene una bomba, yo debo tener una bomba más grande y en mayor número, sin que importe que no puedan llegar hasta sus objetivos. Así que todo lo que tengo que hacer es imaginar el cañón de mi vecino y duplicarlo y tengo la justificación para cualquier cosa que quiera fabricar”.
Veinticinco años después de que se escribiera esta novela (en 1989, el año de la caída del Muro de Berlín), se ha cumplido este pronóstico y los rusos están haciéndose cada vez más americanos, igual que su economía, aunque los desmanes de Putin, la corrupción y la ley del más fuerte hagan que, por ahora, Rusia se parezca todavía a la primaria economía americana de la era del Far West. Unos síntomas que ya se sentían en los tiempos de descomposición soviética y corrupción de la clase dominante que nos narra “La Casa Rusia”:
“Según un proverbio muy popular por aquí, si robas, roba un millón; si jodes, jode con una reina”.
Lo dice un taxista moscovita, para reflejar lo que más tarde Barley Blair contempla en un lujoso restaurante abierto en Leningrado “en régimen de cooperativa, siendo este el eufemismo a la sazón utilizado para designar un negocio privado”. En ese novedoso negocio, el espía/editor y sus acompañantes consiguen una buena mesa:
“Y en torno a ellos se sentaba la Rusia que Barley siempre había odiado pero que nunca había visto: los no tan secretos zares del capitalismo, los advenedizos industriales y consumidores ostentosos, los ricachones y especuladores del Partido, sus enjoyadas mujeres que apestaban a perfumes occidentales y a desodorante ruso…”
Los cachorros de la era Putin comenzaba a tomar posiciones, como reflejo de lo que, según Katya, opinaba su padre:
“Los zares rojos harían exactamente lo que les diera la gana, dijo [el padre de Katya, durante una discusión sobre si los tanques soviéticos entrarían en Checoslovaquia], como lo habían hecho los zares blancos. Vencería el sistema porque el sistema siempre vencía y el sistema era nuestra maldición”.
Lamentablemente, el padre de la protagonista acertó: los tanques rusos aplastaron la llamada “Primavera de Praga” y el “sistema” siguió siendo la maldición soviética, entre otras cosas porque el otro sistema, el económico, tampoco funcionaba, como le dice a Barley Blair el consejero de Economía de la embajada británica en Moscú:
“Aquí todo es apariencia, ya sabe. Rara vez, pero rara vez, se llega a una transacción real. La idea del beneficio como motivo impulsor, la posibilidad de algo parecido a la diligencia, son cosas totalmente desconocidas para ellos. Todo es remolonear y rascarse unos a otros los ya sabe qué. La imposible combinación, digo yo siempre, de ociosidad incurable unida a visiones inalcanzables (…). No se concede crédito, ni nadie lo pide. ¿Cómo consiguen dominar, pregunto yo, una economía edificada sobre la pereza, el tribalismo y el paro latente? Respuesta: ¡No lo consiguen!”.
En un sistema en el que aún perviven detritus de una economía que, a falta de otros recursos, tiene hasta “fábricas para los muertos”, como la que el científico disidente había descrito a Katya:
“Recordó cómo le había hablado él de visitar un depósito de cadáveres en Siberia, una fábrica para los muertos, situada en una de las ciudades fantasma en que trabajaba. Cómo los cadáveres salían por una rampa y eran pasados por una plataforma giratoria, hombres y mujeres mezclados, para ser rociados con mangueras de agua y rotulados y despojados de su oro por las viejas mujeres de la noche.”
Todo un símbolo de una economía cadáver rematada por la ruinosa carrera de armamentos y el auge de la corrupción.
LA DESCOMPOSICIÓN DEL IMPERIO
Quien quiera completar lo leído en esta novela con informaciones más periodísticas, auténticamente tomadas sobre el terreno, puede hacerlo con otro libro: igual que una obra literaria como “La Casa Rusia” nos ilustra sobre la realidad, una gran obra de no ficción nos la cuenta también con enorme calidad literaria, la que siempre tienen los grandes reportajes. Porque un gran reportaje es “El Imperio”, escrito en 1993 por el maestro de periodistas Ryszard Kapuscinski. En este inmenso (por lo largo, pero también por lo profundo) reportaje de más de 350 páginas, el magnífico periodista polaco nos narra el largo viaje que realizó entre 1989 y 1991 por la Unión Soviética ya en proceso de derrumbe, tras la caída del Muro de Berlín (precisamente ahora hace 25 años, el 9 de noviembre de 1989). “El Imperio” recoge también algunas de las primeras visitas de Kapuscinski a la URSS, entre 1939 y 1967. Y nos cuenta la descomposición del monstruo desde su mismo interior. Un proceso que culmina en la era de la perestroika:
“Para mí, la ‘perestroika’ fue el resultado de la convergencia de dos grandes procesos a los que se sometió a la sociedad del Imperio:
-un tratamiento masivo de dexintoxicación del miedo, y
-un viaje colectivo al mundo de la información”.
Pese a todo este proceso de reforma (perestroika), acompañado por el de la glasnost (transparencia), Kapuscinski nos narra lo que, en 1993, aún queda en Rusia del viejo sistema soviético:
“-La vieja ‘nomenklatura’, que continúa en el poder. Se trata de una burocracia que domina la administración del Estado, la economía, el ejército y la policía. Suma en total (…) unos dieciocho millones de personas (…).
-Quedan dos ejércitos inmensos: el ruso (que antes llevaba el nombre de Rojo) y la policía militar (…).
-Queda el poderosos KGB [de donde, para quien no se acuerde, surgió Putin] y la policía.
-Continúa en manos del Estado toda la industria pesada y mediana [incluida una industria militar que empleaba a dieciséis millones de personas] (…).
-El Estado sigue siendo propietario de la tierra”.
De algunos de estos lastres de la era soviética aún se están librando la Rusia moderna y algunas de las ex repúblicas de la desaparecida URSS. Y a todas ellas les aquejan las mismas gravísimas enfermedades, idénticas a las que afectan al resto del planeta:
“Al mundo lo amenazan tres plagas, tres pestes.
La primera es la plaga del nacionalismo.
La segunda es la plaga del racismo.
Y la tercera es la plaga del fundamentalismo religioso.
Las tres tienen un mismo rango, un denominador común: la irracionalidad, una irracionalidad agresiva, todopoderosa, total. No hay manera de llegar a una mente tocada por cualquier de estas plagas (…). Una mente tocada por semejante peste es una mente cerrada, unidimensional, monotemática y sólo gira en torno a un tema: el enemigo”.
Nacionalismo. Racismo. Fundamentalismo religioso. Las plagas de que Ryszard Kapuscinski nos avisó hace ahora más de dos décadas, se manifiestan ahora con toda su crudeza y están en el germen de la mayor parte de las crisis sociales, políticas y, por supuesto, económicas que nos atenazan.
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Títulos comentados:
-La Casa Rusia. John le Carré, 1989. Penguin Random House, Barcelona, 2014.
–El Imperio. Ryszard Kapuscinski, 1993. Editorial Anagrama, Barcelona, 2007.
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