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Grandes pechos para alimentar el crecimiento chino

Fotografía: © M.M.Capa

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“¿Son realmente las mujeres una cosa maravillosa? Tal vez lo sean. Sí, definitivamente las mujeres son una cosa maravillosa, pero dicho esto, hay que añadir que en realidad no son ‘una cosa’”.

Mao decía que las mujeres sujetan la mitad del cielo. Pero seguramente han sujetado sobre sus caderas y han alimentado con sus pechos un porcentaje mucho mayor del espectacular crecimiento económico de China y de su radical transformación durante todo el siglo XX. La magnífica novela “Grandes pechos amplias caderas”, de Mo Yan (Premio Nobel de Literatura 2012), narra la inmensa mutación china desde la Rebelión de los Bóxer de 1900 a los años finales de Mao, el gran impulso que cambió radicalmente la inercia económica y social de un país milenario para transformar China en lo que acabará siendo en pocos años: la mayor economía del planeta.

Y uno de los mayores cambios es el que recoge el mensaje central de esta gran novela: las mujeres “en realidad no son ‘una cosa’”, aunque durante milenios hayan sido tratadas como cosas, no sólo en China sino en muchos otros sitios… y hasta ahora mismo (ahí están los asesinos locos de Boco Haram o del Estado Islámico, secuestradores de féminas para convertirlas en esclavas ignorantes).

Nos encontramos ante una novela sorprendente e inmensa, tanto por su calidad por su extensión de 836 páginas (y, por cierto, magníficamente editada en español por Kailas Editorial, como el resto de las principales obras de Mo Yan). El Premio Nobel chino nos engancha con su prosa desde las primeras páginas y nos arrastra sin respiro, con un lenguaje tan vivo como sus personajes, tan directo como los hechos –casi siempre tristes– que azotan su existencia, tan intenso como los sentimientos que agitan sus conciencias y tan luminoso como los rayos de esperanza que, de cuando en cuando, les ayudan a seguir viviendo pese a las continuas recaídas. Colabora a este permanente fluir de las páginas la perenne presencia de una implacable naturaleza que con sus inundaciones, sus nevadas y sus tormentas condiciona una y otra vez la vida de una remota y atrasada provincia china.

Pero, sobre todo, el autor se mete en la piel de una familia entera, la de Madre (así, con las mayúsculas que se merece), Shangguan Lu, joven virgen con los pies vendados según la tradición que, por el súbito cambio de costumbres, ya no está destinada a casarse con un alto funcionario de la decadente dinastía Qing, sino con el hijo estéril de un herrero. Pero cae sobre ella la culpa de no tener descendencia, por lo que se ve obligada a acostarse con unos y con otros en busca del ansiado varón, el bien “económico” más preciado por una familia china (incluso ahora). Pero antes de alumbrar a su ansiado hijo (el mimado y débil Jintong, lactante hasta la adolescencia y eternamente obsesionado por los pechos femeninos), Shangguan Lu tiene nada menos que ocho hijas. Y estas ocho hermanas, con sus diversos matrimonios y peripecias, sirven de hilo conductor para que el propio Jintong nos narré, siempre con un pueril e inocente asombro, la impresionante transformación social que, imparable como el Río de los Dragones que atraviesa su provincia, saca a China del feudalismo para, pasando por el comunismo y la famosa Revolución Cultural, llevarla hasta las mismísimas puertas de su peculiar capitalismo actual. Son ellas, las ocho hermanas, así como otras mujeres en torno a la misma familia, las que representan los principales papeles protagonistas en la mutación de China: casadas con bandoleros, con comunistas o con contrarrevolucionarios, convertidas en prostitutas, en altas funcionarias o en brillantes empresarias… Y siempre volviendo a encontrarse, antes o después, con esa Madre de grandes pechos y amplias caderas y con ese hermano mamoncete a quien todas miman.

REFORMAS AGRARIAS

Como todo se desarrolla en una atrasada región agrícola, dominada secularmente por una dinastía de terratenientes, la mayor parte de las referencias económicas de esta novela aluden a las continuas reformas agrarias comunistas que buscan transformar el país, y que comienzan con lo que se atribuye a un alto dignatario que un día aparece en la aldea:

“Se decía que se trataba de un famoso reformista agrario a quien se atribuía la invención de un eslogan muy conocido en la zona de Wei del Norte, en Shandong: ‘Matar a un campesino rico es mejor que matar a un conejo silvestre’”.

Y así, a base de reformas y contrarreformas, de revolución y contrarrevolución, se va transformando la provincia. Todo comienza con la lucha contra los terratenientes:

“Comían rollitos hechos de harina blanca, pero nunca trabajaron en un campo de trigo. Vestían con ropa de seda, pero nunca criaron un gusano de seda. Se emborrachaban todos los días, pero nunca destilaron ni una gota de alcohol. Convecinos [clama la revolucionaria Pandi, una de las ocho hijas de Madre], estos ricos terratenientes se han estado alimentando con vuestra sangre, vuestro sudor y nuestras lágrimas. Redistribuir su tierra y su riqueza no es más que recuperar lo que es, en justicia, nuestro”.

Pero como alguna otra hija acaba casada con descendientes contrarrevolucionarios de esos mismos terratenientes, la vida de la familia es un continuo pasar de la desgracia, cuando es castigada por las autoridades comunistas, a la rehabilitación, cuando es una de las hermanas (o de sus otros parientes) quien llega al cambiante poder político. Lo ilustra bien este diálogo entre dos personajes secundarios:

“–El Partido Comunista no olvidará su propia historia, así que te recomiendo que tengas cuidado.

–¿Cuidado con qué?         

–Con una segunda serie de reformas agrarias (…).

–Adelante, llevad a cabo vuestra reforma (…). Todo lo que gano me lo gasto en mí mismo, en comer, en beber y en pasármelo bien, ya que la verdadera reforma es imposible. ¡No me verás llevando la vida que llevaba el tonto de mi anciano abuelo! Trabajó como un perro, deseando no tener que comer ni que cagar para ahorrar lo suficiente para comprarse unas pocas hectáreas de tierra improductiva. Después llegó la reforma agraria y ¡chas!, lo clasificaron como terrateniente, lo llevaron al puente y vuestra gente le pegó un balazo en la cabeza (…). Yo no pienso ahorrar nada de dinero, me lo voy a comer todo. Y después, cuando se lleve a cabo vuestra segunda serie de reformas agrarias, seguiré siendo un auténtico campesino pobre”.

Pero la última reforma va en la línea de la mutación hacia ese capitalismo comunista que se ha impuesto en el gigante asiático. Y es la vuelta a la propiedad privada. La explica Papagayo Han, nieto de Madre convertido en próspero empresario ya en los años ochenta:

“–Han cambiado un montón de cosas en estos últimos quince años –dijo Papagayo–. La Comuna Popular se desmanteló y se parceló la tierra. Después se montaron granjas privadas. De este modo, todo el mundo tiene comida sobre la mesa y ropas en el armario.”

La mutación económica se acelera y ya en los años noventa la región se ha convertido en un emporio textil:

“El negocio iba viento en popa en ‘Unicornio: Todo un mundo de sujetadores’. La ciudad estaba creciendo a toda velocidad, y se construyó otro puente sobre el Río de los Dragones. El lugar donde en otros tiempos estuviera la Granja del Río de los Dragones ahora era el emplazamiento de un par de enormes fábricas de tejidos de algodón, una fábrica de fibras químicas y una de fibras sintéticas. Toda esta zona era famosa por su industria textil”.

Los grandes pechos por fin tienen sujetadores modernos que ayuden a la liberación femenina. Una prueba más de otra característica que impregna la novela: un gran, aunque con frecuencia trágico, sentido del humor. Como los clásicos de la literatura (nunca falta un bufón en las obras de Shakespeare o de los autores españoles del Siglo de Oro), Mo Yan entreteje con maestría los hilos de la tragedia y los de la comedia.

LA OMNIPRESENTE CORRUPCIÓN

Pero hay algo que, como el inmutable fluir del Río de los Dragones, apenas ha cambiado en este siglo de mutación acelerada de la economía y la sociedad china (y de muchas otras): la corrupción. Tras escupirle en la cara a un comandante del ejército nacionalista en los años de la invasión nipona, un anciano le increpa:

“–Aquel que roba anzuelos es un ladrón. Pero el que roba una nación es un noble. Combatid contra Japón, decís, combatid contra Japón, ¡pero sólo os dedicáis al libertinaje y la corrupción!”

Algo que no cambia, sino que incluso se acelera, no sólo en la época comunista –donde el novelista nos narra el continuo ir y venir de altos cargos que obran a su antojo hasta que caen en desgracia–, sino también en la de la larga marcha hacia el capitalismo. Veamos de nuevo un comentario del empresario Papagayo Han, gerente de una peculiar granja ornitológica:

“Cada cosa que hacemos cuesta dinero, y para que la Reserva Ornitológica Oriental prospere necesitamos un montón. ¡No ochenta, ni cien mil, ni doscientos o trescientos mil, sino millones, decenas de millones! Y para conseguirlos necesitamos el apoyo del gobierno. Necesitamos préstamos bancarios, y los bancos son propiedad del gobierno. Los directores de los bancos hacen lo que se la antoja a la alcaldesa, y ¿a quién escucha la alcaldesa? (…) ¡A ti! ¡A ti te escucha!”.

Quiere convencer a su tío, Jintong, para que interceda ante una antigua mentora. Otra empresaria, de la industria del reciclado (quien por cierto recuerda a alguna de las más recientes grandes fortunas chinas), afirma sin rubor:

“Ocho de cada diez personas que tienen algo para vender son ladrones. Yo compro cualquier cosa que se use en la obra. Tengo barras para soldar, herramientas en sus envoltorios originales, varillas de acero. No rechazo nada. Lo compro todo al precio de chatarra y después me doy la vuelta y lo vendo como si fuera nuevo, y de ahí salen mis ganancias. Sé que todo esto desaparecerá en cualquier momento, y por eso empleo la mitad del dinero que gano en darles de comer a esos cabrones que hay ahí abajo [sus trabajadores] y me gasto la otra mitad en lo que yo quiera”.

La mujer, Vieja Li, cuyo único y enorme pecho tiene obsesionado desde siempre a Jintong, convierte al narrador en su amante y en un directivo de su empresa que…

“…se hizo un maestro en las artes de organizar recepciones, dar sobornos y evadir impuestos”.

Todo cambia, pero hay algo que siempre sigue igual. Incluso en esta China milenaria que en poco más de un siglo ha pasado del retrógrado feudalismo al también retrógrado capitalismo salvaje.

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Título comentado:

-Grandes pechos amplias caderas. Mo Yan, 1996. Kailas Editorial, Madrid, 2013.

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Sexo y revolución industrial… o mexicana

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Fotografía: © M.M.Capa

“Sintió su pene elevándose contra ella con una fuerza silenciosa, deslumbrante y potente, y se entregó a él. Cedió con un estremecimiento como de agonía y se abrió por completo a él”.

Tranquilos, no han entrado por error en un blog erótico. Lo que acaban de leer es sólo uno de los muchos párrafos de un clásico de la literatura… Iba a escribir “erótica”. Pero no es correcto: “El amante de Lady Chatterley” es mucho más. La novela de David Herbert Lawrence (1885-1930) fue prohibida en la timorata Gran Bretaña de su época y vio la luz por primera vez en Florencia, en 1928. No se editaría en el Reino Unido hasta 1959, casi treinta años después de la muerte de su autor, un hombre de potente personalidad, crítico con el sistema y en continua búsqueda de otros mundos y otros modos, lo que le llevó a una especie de exilio voluntario que él mismo definió como su “peregrinación salvaje”: Australia, Italia, Ceilán, Estados Unidos, México, sur de Francia (donde falleció)… Lawrence apenas volvió a pisar Inglaterra salvo un par de veces.

Que era un escritor diferente, difícil de encajar en su época, se aprecia en pasajes como el que acaban de leer, que nos describen los encuentros entre Lady Chatterley (cuyo marido volvió parapléjico de la guerra) y su fogoso guardabosques. Los párrafos cargados de erotismo agitan toda la novela del mismo modo que, ante las arremetidas de su amante, la aristócrata sentía que “las profundidades se agitaban y removían en oleadas amplias e interminables”.

Pero esta extraordinaria novela está cargada también de economía. Igual que nos narra cómo una aristócrata cede a sus impulsos, nos relata cómo la vieja economía de la vieja Inglaterra se ha transformado ante los impulsos de la revolución industrial. El capítulo XI, por ejemplo, está repleto de agudas referencias a esta transformación:

“¡La Inglaterra de Shakespeare! No, era la Inglaterra de hoy (…). Aquella Inglaterra estaba produciendo una nueva raza humana, supersensitiva al dinero, a lo social y a lo político (…). Una Inglaterra eliminado a la otra. Las minas habían llevado la riqueza a los palacios. Ahora estaba acabando con ellos como antes habían acabado con las casas de campo. La Inglaterra industrial acaba con la Inglaterra agrícola (…). Y la continuidad no es orgánica, sino mecánica”.

Poco más adelante, en el mismo capítulo, un caballero amigo de la protagonista lanza una afirmación que podría ilustrar el eterno debate sobre el desarrollo sostenible:

“Quizás los mineros no sean tan decorativos como los ciervos, pero son mucho más productivos”.

La ruda transformación del país y de sus habitantes incluso se hace carne en una novela tan carnal como la de D.H. Lawrence:

“El hierro y el carbón habían carcomido profundamente los cuerpos y las almas de los hombres. ¡La fealdad hecha carne y además viva! [Los mineros eran]… Criaturas de otro mundo, partículas elementales de los elementos del carbón, como los metalúrgicos eran partículas elementales de los elementos del hierro. Hombres que no eran hombres, sino ánimas de carbón, hierro y arcilla (…) ¡El alma de la desintegración mineral!”

Antes de narrarnos la revolución industrial, el autor nos habla (en el capítulo VI) del auténtico nuevo elemento que la mueve, no sólo a ella, sino a todo lo demás. No es ni el carbón ni el acero, sino algo mucho más líquido:

“Dinero se necesita siempre. Dinero, éxito, la diosa bastarda…”

“¡La diosa bastarda! ¡Bien, si había que prostituirse, mejor hacerlo a una diosa sin vergüenza! Uno podía siempre despreciarla incluso en el acto de prostituirse a ella, y eso era bueno”.

“Simplemente para que el asunto siguiera funcionando mecánicamente hacía falta dinero (…). Hay que tener dinero. Realmente no hace falta ninguna otra cosa. ¡Así es la vida!”

 “¡Hacer dinero! ¡Hacerlo! De la nada. ¡Sacándolo del aire! ¡La última hazaña de la que podía uno enorgullecerse.”

¿No les suena esto a lo que ahora llamamos apalancamiento financiero, es decir, hacer dinero de la nada?

Aunque, para ver surgir algo de la nada, hay que acudir a otra obra de Lawrence, también capaz de describirnos como nadie otra revolución: la mexicana. Y lo hace sin renunciar a profundas dosis de sensualidad, encarnada en su protagonista:

“Para él Kate no era sino la respuesta a su llamada, la vaina para su espada, la nube para sus rayos, la tierra para su lluvia, el combustible para su fuego”.

Kate Leslei, viuda irlandesa de viaje por México, se encuentra atrapada entre dos hombres, un general postrevolucionario e indio, y un terrateniente de origen español. Ambos quieren resucitar a “La serpiente emplumada” (así se titula la novela de Lawrence), a los viejos dioses aztecas, para dar respuesta a lo que no ha podido responder la revolución. La protagonista acaba casada con el general y atrapada en un país y en una sensualidad que no entiende, aunque al final de la obra llega a pensar:

“Todo es sexo (…). ¡Y qué bello es el sexo cuando un hombre lo guarda sagrado y fuerte como llenando con él el mundo!”.

Está en el México de los años veinte, más de una década después la fuga del presidente Porfirio Díaz. Un país que busca una salida económica y social a la oleada de revoluciones. Fallidos intentos cuyo resultado nos resume un joven profesor universitario:

“Siendo mejicano hay que ser más mejicano que humano (…). En Méjico hay que odiar al capitalista porque si no no se puede vivir. Es imposible ser humano. Hay que ser socialista mejicano o capitalista mejicano, y por lo tanto odiar. No hay otra solución. Odiamos al capitalista porque arruina al país y al pueblo. Tenemos que odiarle a la fuerza”.

En ese odio y esa desesperanza…

“Los habitantes del pueblo vivían en continua zozobra temiendo sobre todo a los bandidos y a los bolcheviques. Los bandidos son ni más ni menos que individuos de pueblos perdidos que, sin dinero, sin trabajo y sin esperanza, se dedican a robar y algunas veces a matar, pero no por oficio (…). Los bolcheviques parece que nacen en los ferrocarriles. En dondequiera que se tienda la vía férrea y comienzan a pasar convoyes con compartimentos de primera y de segunda, nace el espíritu de animosidad y de rebelión que da origen a la protesta y al bolchevismo”.

Capitalismo, industrialización, bandidos, bolcheviques, desarrollismo…

“Así como antiguamente todo individuo soñaba con ser dueño de un caballo y de una espada, ahora aspiraban todos a tener un auto. Como antes las mujeres deseaban una casa y un palco en el teatro, ahora soñaban con una `máquina´. Y los pobres seguían el ejemplo de la clase media”.

 Pero todo en la novela remite al fatalismo impreso en los símbolos de los antiguos dioses, idéntico al que atrapa a Kate, “lo mismo que un pájaro que se siente enroscado con una serpiente”. Porque, como afirma Don Ramón, el cacique que sueña con convertirse en el dios Quetzalcóalt:

“Méjico libre es una utopía (…). El bolchevismo es también una utopía, y el capitalismo igual, y la libertad un cambio de cadenas”.

Casi un siglo después, tras incontables revoluciones, dictaduras, crisis económicas y décadas perdidas, la auténtica libertad para la Latinoamérica emergente ya no parece una utopía. ¿O sí? A lo mejor hay que preguntarles a los mejicanos que se alzan contra el poder de los cárteles de la droga, o a los brasileños que protestan contra los fastos del Mundial de Fútbol.

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Títulos comentados:

-El amante de Lady Chatterley. David Herbert Lawrence, 1928. Ediciones Orbis y RBA, Barcelona, 1982.

La serpiente emplumada. David Herbert Lawrence, 1926. Editorial Losada, Buenos Aires, 1958.

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