“Desde luego, hay petróleo en Mesopotamia, pero inaccesible para nosotros mientras haya guerra en el Oriente Medio. Y pienso que, si tanto lo necesitamos, podría ser motivo de una negociación. Los árabes parecen dispuestos a verter su sangre por la independencia. ¡Por consiguiente, harán lo mismo, con mayor facilidad, por su petróleo!”.
¿Cuánta sangre, no sólo árabe, se ha vertido en la eterna guerra por el petróleo? Ya lo advirtió Thomas Edward Lawrence en este párrafo, el último de una carta que escribió al “Times” de Londres el 22 de julio de 1920. La misiva la recoge otro genial británico, Robert Graves, en la primera biografía del famoso Lawrence de Arabia, titulada “Lawrence y los árabes”. Esta biografía fue publicada en 1927, ocho años antes de que, el 13 de mayo de 1935, Lawrence falleciera en un accidente con su motocicleta Brough Superior SS1, un modelo que adoraba y sobre el que incluso aconsejó ciertas mejores a su constructor. La escena de este accidente es la primera de la maravillosa película de David Lean, “Lawrence de Arabia”, de 1962. Y lo de “maravillosa” no es cosa mía, pues esta cumbre del Séptimo Arte ganó en los dos años siguientes nada menos que siete Oscar, cuatro Bafta, cuatro Leones de Oro y once premios cinematográficos más… si no se me ha olvidado alguno.
Pero volvamos a las guerras del petróleo. La primera, germen de todas las demás, es precisamente la que cuenta T.E. Lawrence en su monumental “Los siete pilares de la sabiduría” (900 páginas), o en su versión resumida, “Rebelión en el desierto”. Estamos en plena Primera Guerra Mundial, sobre esas arenas árabes que en aquel momento son parte del Imperio Otomano. Bajo ellas, todo el mundo sabe que hay petróleo. Y Occidente, por supuesto, lo desea, porque cada vez fabrica más vehículos a motor… como la Brough en la que se mató Lawrence.
En el capítulo preliminar de su magna obra, Lawrence explica cómo lo que en principio era un sueño de libertad, acabó convertido en una simple guerra por las riquezas de Mesopotamia, entre ellas el oro negro:
“Todos los hombres sueñan, pero no del mismo modo. Los que sueñan de noche en los polvorientos recovecos de su espíritu, se despiertan al día siguiente para encontrar que todo era vanidad. Mas los soñares diurnos son peligrosos, porque pueden vivir su sueño con los ojos abiertos a fin de hacerlo posible. Esto es lo que hice. Pretendí forjar una nueva nación, restaurar una influencia perdida, proporcionar a veinte millones de semitas los cimientos sobre los que pudieran edificar el inspirado palacio de ensueños de su pensamiento nacional (…). Pero cuando ganamos, se me alegó que ponía en peligro los dividendos petroleros británicos en Mesopotamia y que se estaba arruinando la arquitectura colonial francesa en Levante (…).
Pagamos por estas cosas un precio excesivamente elevado en honor y en vidas inocentes (…). Y los estábamos arrojando por miles al fuego, en la peor de las muertes; y no para ganar la guerra, sino para que el trigo, el arroz y el petróleo de Mesopotamia fueran nuestros”.
De ese modo resume lo que acabó siendo la gran traición. Tras derrotar a los turcos, los árabes no consiguieron su sueño de una nación. Las potencias trocearon y se repartieron aquellas tierras en función de sus intereses, después de haber utilizado a Lawrence para convencer a todo un pueblo:
“No queríamos conversos a cambio de arroz. Porfiadamente, nos negábamos a hacer partícipes de nuestro abundante y famoso oro a quienes no estuvieran espiritualmente convencidos. El dinero constituía una confirmación; era argamasa, y no mampostería. Tener a nuestras órdenes hombres comprados hubiese significado edificar nuestro movimiento sobre el interés…”
Con la “argamasa” del dinero pero, sobre todo, movilizando sus corazones, consiguió el respeto de todo un pueblo, como nos recuerda Robert Graves en la biografía citada:
“Los árabes se dirigían a él como `Awrans´ o `Lurens´; pero le apodaron `Amir Dinamit´, o sea Príncipe Dinamita, a causa de su energía explosiva”.
Con esa energía, logró que los árabes, dirigidos por militares ingleses como él, conquistaran Damasco y arrebataran Mesopotamia al Imperio Otomano. Pero no fue fácil convencer a un pueblo ajeno a los valores occidentales, sobre todo a los materiales, como señala Graves:
“El beduino, comprendió Lawrence, vuelve la espalda a los perfumes, lujos y mezquinas actividades de la ciudad, porque se siente libre en el desierto: ha perdido los nexos materiales, casas, jardines, posesiones superfluas y complicaciones similares, y ha conquistado la independencia individual al filo del hambre y de la muerte”.
Por eso la traición occidental, tras la victoria sobre los turcos, fue aún más dolorosa para esos veinte millones de semíticos cuyo espíritu movilizó Lawrence. Él mismo, que “estaba harto (…) del título de Lawrence de Arabia, que se había convertido en un tópico romántico y en grave engorro personal” –cómo nos recuerda su primer biógrafo–, renunció a su pasado y en 1922 se enroló como el soldado raso Ross en la Royal Air Force, avergonzado porque “el culto reverencial al héroe no sólo le exaspera, sino también, a causa de su creencia auténtica de que no lo merece, le hace sentirse físicamente sucio”. No en vano se había ensuciado las manos de sangre de todo un pueblo, no por la libertad y por la independencia, sino por el sucio petróleo.
IRAK, SIRIA, UCRANIA…
Lawrence nos contó esa primera guerra por el petróleo. Lo lamentable es que el oro negro sea causa permanente de un conflicto que parece ya eterno, en unas tierras que, quizás no por casualidad, están en guerra desde que, allí mismo, Dios expulsó a Adán y Eva del Paraíso. Si entonces Caín mató a su hermano Abel con una quijada de asno, celoso porque sus ofrendas gustaban a Dios, desde aquellos tiempos bíblicos la sangre no ha dejado de manchar esos desiertos, aunque no por el humo de los sacrificios, sino por el perenne sacrificio humano que exige nuestra humeante dependencia del crudo.
Las guerras del petróleo se cuentan por decenas: desde aquella Primera Guerra Mundial a la Segunda (Hitler soñaba con hacerse con el crudo del Cáucaso y de Oriente Próximo), para pasar años después a interminables conflictos surgidos del mal reparto colonial que troceó absurdamente el mundo árabe tras aquella rebelión contra el Imperio Otomano liderada por Lawrence… En la Primera Guerra del Golfo, durante una década se enfrentaron el régimen islámico iraní de Jomeini y el laico y amigo de occidente de Sadam Hussein, quien después provocó la Segunda Guerra del Golfo al invadir Kuwait y dar lugar a la consiguiente invasión de Irak en tiempos de Bush padre (1991), una faena mal resuelta que se remató aún peor en segunda invasión de Irak por Bush hijo en 2003 (secundado por algunos otros atontados líderes occidentales que se fotografiaron con él en las Azores y quedaron para siempre “retratados” para la Historia); una contienda, cabalgando entre el siglo XX y el XXI, de la que no se pueden desligar los ataques terroristas del 11-S contra Estados Unidos y del 11-M contra España, el auge del extremismo yihadista, la frustrada Primavera Árabe, la tragedia inconclusa en Libia, la guerra en Siria, el surgimiento del sangriento califato islámico de EI en tierras sirias e iraquíes… sin olvidar la guerra en esa Ucrania que es zona de tránsito para la energía que devora Europa…
La eterna guerra del petróleo. Casi desde que Caín mató a Abel.
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Títulos comentados:
-Los siete pilares de la sabiduría. T.E. Lawrence, 1922. Libertarias, 2ª Edición, Madrid, 1990. [Nota: He utilizado esta edición porque es la que tengo, llena de anotaciones, pero recomiendo buscar otra, ya que el texto de esta edición de Libertarias es uno de los peor editados que he visto en mi vida –quizás por eso se llama así la editorial–, con multitud de erratas que en el algunos momentos irritan bastante al lector].
–Lawrence y los árabes. Robert Graves, 1927. Editorial Seix Barral, Barcelona, 1991.
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