Sexo, violencia, corrupción, tramas negras y púrpuras, todo ello aderezado con abundantes dosis de mala leche… Mi novela Salvemos al Papa es la historia de una conspiración tan increíble que bien podría ser cierta. Sus páginas están pobladas por personajes habituales en los telediarios, los periódicos y hasta la prensa económica: políticos corruptos (algunos de ellos cercanos a Moncloa), clérigos viciosos, funcionarios trepas, asesinos a sueldo…
Salvemos al Papa es un esperpento de novela negra, una obra picaresca del siglo XXI. Hace pasar un buen rato al lector, pero también lanza una crítica inmisericorde contra ciertos especímenes adictos al poder y al dinero, empeñados en rectificar las decisiones del Espíritu Santo.
UN EXTRAÑO COMITÉ
La novela comienza con un extraño Comité de Coordinación Conjunta Antiterrorista Internacional (CCCAI, pronúnciese “Cececai”) que celebra su primera reunión en una remota sala del Ministerio de Defensa. Lo componen un atolondrado funcionario, una traductora experta en árabe, una laureada súper agente de policía y un sujeto con aspecto de depredador. Les ha convocado un alto cargo bajito y con pinta de boxeador, un director general que nadie sabe muy bien a qué se dedica: Jaime Urquijo de la Mora, alias el Cani (por el James Cagney del cine negro), declara en esa primera reunión que el Cececai acaba de ser disuelto oficialmente… aunque seguirá funcionando en la sombra. ¿Para qué?
Salvemos al Papa está poblada de personajes tan inquietantes como verosímiles. Hasta “los buenos (o casi)” –como se titula la primera parte– tienen su lado a veces tan oscuro como “los feos (y tontos)” de la segunda parte y “los malos (malísimos)” de la tercera. La guerra entre ellos estalla cuando se descubre una conspiración para atentar contra el Pontífice.
Salvemos al Papa concluye con el apéndice documental “¿Por qué aparecen banqueros colgados de los puentes de Londres?”. En él se cuenta qué está haciendo el papa Francisco para ganarse tantos enemigos entre quienes han olvidado que todo esto comenzó, hace más de dos milenios, no en un palacio de Jerusalén ni en un ático de lujo frente al Jordán, sino en un modesto portal (que ni siquiera era de Internet) en un pueblecito perdido de Palestina.
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